Juanito: el duende de las botas verdes |
68/2018
Por aquellos tiempos, en La Pililla, a la entrada de mi Pueblo, estaba
la herrería, donde igual se moldeaba una herradura para las caballerías que se
cortaban tubos para emparrar sarmientos o se hacían verjas con las que intentar
sin conseguirlo atajarles el paso a alimañas de cualquier especie. Allí se
afilaban las rejas de los arados y se apañaban los dientes de las ruedas de los
trillos con el mismo primor y parsimonia que se tiene cuando el tiempo no es
problema ni la edad una escasez. (Si es que Bedmar tiene y tenía unas cosas…)
A mí me maravillaba aquel fuelle de rueda que avivaba la
fragua hasta extremos inverosímiles en pleno mes de agosto, encendiéndole las vergüenzas
a los hierros; como me maravillaba el herrero de entonces, Juan Francisco, por
la similitud de color entre él y sus renegridos hierros cuando holgaban fuera
de la fragua.
Juan Francisco el herrero |
Pululaba por entre aquellos revoltijos negruzcos el chiquillo
de Juan Francisco, tan renegrido como el ambiente, como las paredes, como las chapas
y como el padre, aunque más escaso de hechuras. Y con dos notas de color que lo
hacían diferente: sus ojos azules y su pelo rubio.
Supongo que Juan Francisco el herrero se haría viejo, y
desapareció del paisaje de la herrería, salvo en esa foto que preside el machón de la entrada, extrañamente blanco ahora; pero la herrería siguió mostrando su
bocaza de negruras, y cobijando las magias del hijo de Juan Francisco, Juanito, empinado sobre el
yunque, arremetiéndole a los hierros al rojo vivo desde antes de levantar dos
palmos del suelo por aquello de seguir tradiciones y hacer chispas. Supongo también que Juanito
y yo hemos ido envejeciendo sin darnos cuenta, porque él ya no martillea ni
poco ni mucho, pero le gusta mirar en todas direcciones; y le ha pasado los trastos a su sobrino, poniéndose
él una butaca en la puerta de la herrería para seguir recreándose por las
mañanas en ese olor único que se desprende del hierro recalentado y de la “radial”
con la que ahora se corta el hierro o el soplete con el que se le doman las
asperezas sin necesidad de calentones y se fabrican estrellas fugaces con las
chispas incandescentes.
Fabricando estrellas |
¡Oh cielos! Van ya tres párrafos de generalizaciones cuando lo que yo quiero
hoy es hablar espacioso de Juanito, el hijo del herrero de entonces, el
herrerito que heredó el oficio de hacer estrellas, y el hombre que, jubilado y jubiloso como pocos,
se retiró apenas de la tarea de los hierros, aunque mantenga de por vida ese
color de herrería que tenía Vulcano. Salvo en los ojos –que siguen siendo
azules- y en el pelo –que ahora es casi blanco.
Es Juanito un diminutivo de
hombre. De escasa estatura, y hechuras mínimas, porque Dios es muy justo según
dicen, y no hubiera estado bien visto en Dios que le diera mayor envergadura por
afuera a quien le dio tanta grandeza en todo lo demás, y en comparación con
todos los demás.
Cada vez que vengo al Pueblo lo busco como sea, porque hay en él
algo de minguillo travieso y mucho de cordura; un poco de recuerdos y un mucho
de regalo de la vida por haberme permitido conocer a alguien tan grande.
Y necesito volver a
abrazarlo como a un amuleto a ver si se me pega algo de su hermosísima humanidad,
templada al rojo vivo.
Nuestro herrerito tiene el abrazo intenso, la mirada amorosa, el
humor festivo, la palabra ágil. Un corazón de oro. Y una bonhomía que lo ha
colocado en las querencias de este Pueblo mío donde, a pesar de que entre
nosotros, y de vez en cuando, no podemos evitar pegarnos un mordisco unos a
otros en cuanto se tercia, tengo que reconocer que no hay ni un solo vecino que
no respete y quiera a Juanito.
¡Nuestro Juanito!
Sé que él y yo ya estamos en tiempo de descuento; que ya tenemos
vivido mucho, muchísimo más de lo que nos queda por vivir.
Sé que la herrería de La Pililla acabará por blanquearse, porque,
quitados ya dos o tres tubos para emparrado, lo que ahora se precisa de metal
se compra hecho en cualquier forja, sin necesidad de tanto preciosismo como lo
hecho a mano.
Ya no hay ni herraduras que
moldear, ni azadas que curvar, ni hoces que afilar ni martillos con los que escarmentar
el hierro desmandado.
Pero sé igualmente que, cuando ya no estemos, nadie olvidará a
Juanito, nuestro herrerito, por mucho tiempo que pase. Porque él es una de esas
estampas del paisanaje de Sierra Mágina que nos honra con su existencia y nos
seguirá honrando con su recuerdo.
Esta mañana -¡Dios mío, qué calorina!- estaba él en la puerta de la
herrería, vestido de trapillo, –era bien de mañana y no había por qué ir
vestido de lujo como él va por las tardes que parece un pinturero- mirando cómo
se pintaba allí de verde una verja.
Algo me ha emocionado: ¡Sus
botas!
Juanito: el duende de las botas verdes |
Sus botas, casi más grande que él, lucían un color verde semejante
al de la verja que estaba haciéndole burla a la negrura de la herrería.
El herrerito, el de los ojos azules y el pelo plateado, el del
abrazo largo y el humor festivo, el escaso de cuerpo e inmenso de alma, con
esas botas inmensas y verdes, parecía más que nunca un maravilloso duende de
cuento dispuesto a volar como sus estrellas metálicas
Y a mí me pareció que volvíamos a la edad de los cuentos. A las
botas verdes, y mágicas, con las que caminar lo que todavía nos quede por andar.
En “CasaMagica”. En un 8
de Agosto de 2018
Y aquí "CANTES DE FRAGUA": https://youtu.be/74U3ggKtYfA
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