lunes, 29 de julio de 2019

EL TEJAR DEL BARRANQUILLO

...Y el hombre el primer cacharro

 TIERRA, AGUA, AIRE Y FUEGO: los cuatro elementos en los que se resume la alfarería con la que empezó lo de los oficios del personal antes de que se inventara el infierno.
El antiguo Barranquillo
Me pide a mí el cuerpo hoy referirme -aunque sea sin mayor detenimiento- al tejar del Barranquillo, aquel donde mi bisabuela, puesta a disponer lo que fuera sobre su hacienda, de seguro que no tendría miramientos en percudirse las sayas de factura primorosa con tal de dar instrucciones, y donde más tarde, ya en tiempos de mi abuela, Manolo el tejero, metido hasta las rodillas en el lagar del amasado, desnudo de medio cuerpo hacia arriba y con los calzones o lo que fuera aquello remangados, pisaba durante horas la TIERRA gredosa, volcada sobre un AGUA que por entonces, antes de lo de los pozos artesianos, manaba y abundaba por estas tierras como las hambrunas y como la gracia divina.
En aquella poza, sinónima de cualquier escena del Antiguo Testamento, cabrioleaban, se afanaban y se enfangaban Manolo el tejero y su familia, -y a veces nosotras también- hasta reducir el agarejo a un barro manejable y amarillento que, posteriormente convertido en ladrillos y tejas, se secaban primero al AIRE, ese elemento abrasador y anaranjado bajo el sol del agosto, semejante a la galería de la muerte, donde aguardaban los chirimbolos antes de ser conducidos a la hoguera. Después, ya secas y pajizas como si les hubiera acometido un susto o una ictericia, se colocaban las piezas, una a una, muy junticas, pegadas y encajadas unas con otras, en aquel horno inmenso que, una vez repleto de enseres crudos y empedernidos de solanera, se sellaba con barro tierno por todos sitios, cortándoles el resuello a los pobres cacharros, penados a cocerse a FUEGO lento como ajusticiados del Santo Oficio, atormentados desde la parte baja del horno por una lumbre monstruosa, ceremonial y cansina, análoga a la del cuadro de las ánimas de la Parroquia, -ese que ya no está y está en otro sitio-, y se dejaba que tejas y ladrillos penaran sus pecados, hasta convertirse en piezas del color de la indulgencia plenaria.
Cuando sus cadáveres calcinados eran extraídos del horno, estaban vidriados, endurecidos y listos para la utillaje de la construcción de un pueblo siempre a medio hacer, donde, a pesar de todo, el tapial de adobe sin refinar siempre ofreció más confianza a los alarifes que aquellos ladrillos llenos de agujeros, resentidos de tanto penar y salientes del fuego del averno de debajo de la alberca redonda, donde a saber lo que maquinarían entre ellos. Que ya se sabe: el mucho penar casi nunca redime, pero casi siempre atolondra a los que vienen aviesos de fábrica y hechos de material defectuoso.
Primitivo cortijo de La Salina
        Algunas veces, mientras Manolo el tejero, Juana, su mujer, y sus hijos -la Boni, la María y el Pedro- se afanaban dándole a la rueda de hacer ladrillos y al manubrio de cortarlos, nosotras -las nietas de mi abuela- hacíamos inútiles muñequillos de barro sin atributos visibles, que se cocían en el horno, yacentes sobre la última hilera de trebejos reclusos.
Todas estas digresiones vienen a cuento de que no sé yo si aquel primer hombre que dicen que Dios se inventó en el último momento, cuando estaba de remate en lo de crear el mundo, llegaría a cocerse antes de usarse para lo de la costilla, o si lo de la hoguera y el vidriado de la cerámica y los juguetes de loza condenados a la hoguera sería cosa del demonio y la industria de su condenación.
¡Cuestión de oficio! Porque digo yo que así serían los oficios (y los Oficios) de antes, cuando todo se hacía a mano.
Y hablando de oficios humanos y de Oficios divinos, viene a mi memoria una quintilla de tan anónima autoría como inagotable repetición en las alfarerías que suelo visitar en busca del primer barro del recuerdo, ante cuyos versos no puedo por menos que imaginarme al Dios de la Biblia “con las manos en la masa”, fabricando un cacharro tan magníficamente frágil y quebradizo como el hombre:
Oficio noble y bizarro
entre todos el primero
pues, en la industria del barro,
Dios fue el primer alfarero
y el hombre el primer cacharro.

¡Nunca mejor dicho!
A fin de cuentas, ¿qué somos sino endebles cacharros de arcilla, perecederos, aunque endurecidos en el horno de la vida?

martes, 16 de julio de 2019

PIÑAS. (Historias callejeras muy chicas)


 
      66/2019


(Historias callejeras  muy chicas)
 “Yo a éste no le doy limosna, porque luego se lo gasta en vino” –le escuché decir a doña Edu, en la lonja de la Iglesia de arriba, a la salida de misa mayor de las de después de la Guerra.

       El vino debía ser algo muy malo. Por eso no entendía cómo, cada domingo, en casa de la amiga de mi abuela, doña Edu, (¿sería Edu—arda o Edu—vigis? ¿Quizá Edu—rne?) obsequiaban con aquel vino pecador y siniestro a los mayores, más o menos de la edad del Juanelo, el mendigo de la puerta de la Parroquia en la misa mayor de los domingos, aunque mejor vestidos y sin aquel pestazo a vino peleón que Juanelo despedía, mientras que a nosotros, “angélicos de Dios” –decía doña Edu, nos contentaban con gaseosa de bola y paloduz recién cortado en la carretera de la Moraleda.
       Ayer, —¡Dios mío, cuántos años han pasado! —el vendedor callejero voceaba piñas con olor a paloduz, y empujaba jadeante un carrillo colmado de carnosas frutas de las que el sol de media tarde arrancaba efluvios de bárbaro verano agostado y en sazón.
“A euro, a euro, a euro…” –jadeaba; y una no sabía si era a euro el kilo, allí donde no parecía haber balanza, o a euro la pieza, allí donde la pieza prometía un largo y azucarado regocijo por menos de lo que cuesta ahora la propina de un accidental bar de carretera.
       —Yo no le compraría— dijo uno de los tertulianos; y sin darnos razón del porqué de no comprarle como hacía la doña Edu del siglo pasado, nos informaba de que aquel sudoroso infeliz, de camisilla abierta sobre un pecho consumido, era algo así como un miserable desahuciado de su casa por no poder pagarla, “recogido” por una familia de chamarileros y vendedores ambulantes que, a cambio de un plato de sopa, un mendrugo de pan y un sombrajo bajo el que guarecerse de la Osa Mayor, le hacían recorrer a pie los pueblos de la comarca, empujando el carrillo de mano y pregonando la mercancía: “a un euro, a un euro, a un euro…”.
       Entonces recordé algo que me contaron en Bagdad, una hermosísima noche de otro agosto muy lejano en que aún se tocaban las estrellas con la mano:
“En este país, —decía aquel oriental desde la penumbra— cuando un hombre se arruina, vende las tres cosas más sagradas que posee y por este orden: primero vende con deshonor el oro de su esposa; luego vende con vergüenza sus alfombras; finalmente, si aún está a tiempo, vende su casa con un dolor tan prolongado y tan semejante al de un empalamiento que no hay narcótico o licor que pueda consolarlo de por vida”.

Llamé al voceador de piñas y le pedí una.
Él me miró.
(¿Acaso se puede pagar una mirada a estas alturas?).

Le di dos euros y él intentó devolverme uno diciendo que el precio era un euro.
       —¡Gásteselo en vino! A lo mejor así puede olvidarse de que usted ya no tiene casa; y yo de que sigo teniendo miedo a que alguien me quite esta casa que aún habito…

       “Por cierto: ¿a cómo se vende ahora el miedo?”.
“Y el litro de vino con el que se quita el miedo ¿a cómo lo venden?”.
 –Eso no lo dije en voz alta, no fuera a tentarle al hombrecillo en algún dolor a medio macerar.

En CasaMágica. A 16 de Julio de 2019