sábado, 23 de febrero de 2019

EL IMPOSIBLE VOLVER A LA SALINA




 La Salina fue así. Pero ya no lo es.

El camino que baja desde La Pililla a La Salina no es ya un camino que ahora se pueda recorrerse a pie, porque nunca podremos devolverle al paisaje lo que ya no posee: La Salina misma.
Ni se puede recuperar el olor de los bisoños pinos que por entonces mandó plantar nuestro padre, y que ahora, enormes bamboleos de ajenidades, ocultan una casa que ya no es la casa ("La casa/ ya es otra casa/ el árbol ya no es aquel/ han borra’o hasta el recuerdo/ entonces, a qué volver” -que cantaba la inolvidable María Dolores Pradera). 

 
Aceituneros en La Salina
        Cualquier afán por regresar a la Salina debe ser algo así como un interminable y mítico viaje a Itaka, la misteriosa patria de Odiseo. Un anhelo mil veces repetido de retornar a nuestro particular hogar, la casa de nuestra particular Odisea; la infancia nunca redimida que, cual isla jónica, comienza a hundirse en la niebla de los años.

Ese imposible "volver a La Salina" es, sin embargo, un hacedero viaje emocional, que podemos permitirnos, por una razón tan simple como lo es la flor de una zarza: porque una vez existió La Salina. 

Manuel Cabanillas, Baltasar e Isabel
Soco, Conchi y May en la feria de Jaén
Ahora La Salina no existe sino en nuestros recuerdos -que no es poco-, en los que, más que una casa, lo que existen son incontables momentos tan abstractos como reales, a los que alargarse sin necesidad de salir de nosotras mismas. Momentos que siguen vivos más allá de las escombros del tiempo: Mamá balanceándose en su mecedora, con una edad que nosotras ya hemos traspasado con creces, delante de una tele atacada por la “nieve” -aún no habían puesto el repetidor de Mágina- mirando en familia el desembarco del hombre en la luna justamente a la hora de rezar el rosario en familia; Isabel, nuestra entrañable Isabel, cuya azarosa vida hasta que llegó a nuestra casa merecería un libro propio, riendo, .siempre reía, hasta cuando simulaba llorar- azada en ristre, mientras le abría tornas al agua de las tablillas donde echábamos el vergel; Juani, nuestra Juani sin más aditamentos, almidonándonos los cancanes; la alberca llena de ranas al medio día o la habitación de la costura, llena durante las calurosas siestas de seriales radiofónicos, a los que les ponía interferencias el irritado ulular del mochuelo de mi hermana Conchi -al que, por cierto, el primo Miguel le dio matarile de un bobinazo de hilo de hilvanar, sin tener el miramiento de elegir una bobina de las de bien-coser para semejante ejecución pajaricida-; la era de piedra seca, a la que las ignorantes moderneces le sacaron las piedras centenarias, como quien saca muelas naturales perfectamente asentadas sin necesidad de argamasa para ponerle una dentadura postiza; o la azotea del torreón, sirviéndonos de dormitorio eventual en las peores noches de canícula… ¡Ah! Y ese viejo recuerdo que solemos mencionar las hermanas cuando estamos juntas, poblado aún de la figura de un padre muerto antes de darnos tiempo a saber lo que era un padre. Papá leyéndonos junto a la chimenea algunos libros no precisamente adecuados para unas chiquillas que aún no habían alcanzado la docena de años, y que todavía me causan verdadero espanto, como aquel “El perro de los Baskerville” que casi me deja insomne por el resto de mis días. 

La Salina ya no es la Salina. Es una casa nueva, semejante a todas las casas, sin nada que la haga diferente, como lo era la Salina de entonces.

Volver a La Salina a pie ya es imposible; han borrado hasta el camino.

Pero nadie podrá arrancar de nuestro recuerdo aquellos paisajes que forman parte de la vida. Ni podrán embargarnos la memoria, como se embargan los enseres de una casa semejante a la del poema <EL EMBARGO> de Gabriel y Galán.


Soco, Conchi y May
Porque lo vivido en la infancia y en la primera juventud, por irreal, es inembargable, (hasta que el Alzheimer nos separe… de nuestras inexistentes cosas).
En CasaChina. En un 23 de Febrero de 2019