47/2015
Fumar, lo que se dice fumar, no estaba
bien visto en aquellos tiempos, ni permitido a los chiquillos o a las mujeres,
salvo una vez al año: la noche de las lumbres de San Antón; aunque los
indultados por una noche no fumábamos precisamente tabaco, sino cigarros de matalahúva
que, junto con el humo de las hogueras, dejaban en el aire del Pueblo un aroma
a desinfección de fuego de troncos y yerbas aromáticas que perduraba durante
semanas.
Lo de beber era otra cosa. Recuerdo que,
durante nuestra estancia en Jódar, aparte del agua con “litines”, preparada con
las pastillas compradas al por mayor en la Farmacia de Miguelito, de enfrente
de Los Gasquez, solíamos alargarnos a la cercana cantina del inefable Blas
Cejudo, en Mendez Núñez, 5, a comprar vino a granel, sacado de aquellos toneles
rollizos, tumbados sobre sus barrigas, calzados con tarugos para evitar que
rodaran sobre sí mismos, y de cuya tapa frontal, en la parte baja, sobresalía
un rústico aunque eficaz grifo de madera, capaz de administrar el llenado de
botellas y contener el oleaje alcohólico de sus entrañas con más eficacia que
una puerta blindada. Pocas eran las veces en las que se nos dejaba catar el
vino, salvo por las Pascuas, (las de los aguilandos; no las Floridas) cuando, sobre
una mesita con tapete de ganchillo y tapa de cristal, se ponía un azafate de
polvorones, junto a una botella de Coñac Fundador, (entonces se podía decir “coñac”)
y otra de Anís del Mono, para que se convidaran los que llegaran a dar las
Pascuas, cosa que la chiquillería aprovechábamos para relamer los restos de los
vasillos antes de que los echaran a lavar, e incluso para ser premiados con “una
copita de ojén”.
Luego nos fuimos a Bedmar, donde a la
costumbre de las Pascuas, se añadió una experiencia nueva para nosotras: La
fiesta de La Virgen. O la Fiesta del Río; -como se prefiera.
En efecto, tal día como hoy, lo suyo era
recorrer las huertas, todas las que nos dieran abasto las horas y el sofocón,
sin que, a pesar de nuestros pocos años, nadie nos escatimara un vaso de PONCHE
DE MELOCOTÓN a pesar de estar bien bosados de vino y de alguna que otra bebida
menos lánguida.
Tengo para mí que lo de emborracharse con
vino, cualquier día del año, era algo
tenido por afrentoso; pero lo de achisparse con Ponche de Melocotón, tal
día como hoy, era un rito casi sagrado del que
nadie debía renegar bajo pena de excomunión del frescor de los vergeles
de entonces, hoy convertidos en secarrales, en chalets de temporada o,
simplemente, en rastrojos desamparados.
http://www.weeky.es/los-lebrillos-de-ponche-del-tio-peroles/#prettyPhoto/2/ |
Fuera porque mi chispa era más grande,
fuera porque mi talento siempre fue más chico, lo cierto y verdad es que,
mientras yo me quedaba alelada en el porche como un lagarto delante de su
encantador, mis hermanas desaparecieron nada más aparecer la inmensidad de
nuestro padre detrás de la puerta. Y hasta la borriquilla, después de rebuznar
tímidamente como si estuviera diciendo “yo no he sido”, y atravesando la era,
emprendió un trote cansino que la llevó directamente a la cuadra sin ni
siquiera sacudirse el aparejo a pesar de la holgura de la cincha.
No es que a estas alturas de la vida pueda
recordar con precisión; pero tengo para mí que estuve atada a la oliva de
delante de la casa más horas de las que habíamos pasado en las huertas.
Menos mal
que la memoria se diluye como en azúcar cuando se alivia con un buen Ponche de
Melocotón, siquiera sea en el recuerdo.
En “CasaCala”. En
un 15 de Agosto de 2015