Tú bien
sabes que tengo pocas luces, y que sigo lo mismo de tonta que siempre. Que,
como decía Madre, no había cristiano que pudiera hacer carrera de mí. Y todo
porque, cuando por el tiempo de la aceituna me llevaba al tajo, yo tardaba todo
el día en llenar una esportilla. Pero es que, Pancho, yo no comprendía para qué
había que llenar la esportilla si encuantico estaba llena tenía que ir a
vaciarla en la criba grande o en el esportón del Manigero y, ¡hala!, a empezar
a llenarla otra vez. A mí se me figuraba que aquello sí que eran tonterías mas
grandes que mis dichos y que mis maneras.
Madre no
se cansaba de decirme tontorrona pero es que a mí se me arrodeaba el talante cuando me apremiaba para
que me aplicara a una tarea tan sin provecho.
A mí se me
antojaba que, en la aceituna, lo mejor de la faena era lo que desempañaban los
vareadores, tan tiesecicos ellos en lo alto del ramaje, espantando gorriones
tardíos con sus varas y mirándole las senaguas a los nublos. Pero
encuantico yo agarraba una vara el
Aperador empezaba a tupir a Madre como un demonio:
-¡Catalina!, o atas corto al
pendón de tu hija o te despacho del tajo. Que mira la muy marimacho, que no
hace otra cosa que estorbar a los braceros y entrarles de mala manera con las
vergüenzas al aire. Luego, si pasa algo, no irás a pedirle cuentas a los pobres
si le responden como Dios manda; que mira que los está provocando todo el santo
día y bien que se sujetan ellos; que un hombre es un hombre y no entiende de
tontas cuando lo hurgan en la hombría. ¡Catalina...!
Madre se
ponía colorada como un tomate pero ni le contestaba al Aperador para no
disgustarlo mayormente.
Si tendría
pocas luces que no me percaté de lo preciso que era llenar y vaciar esportillas
hasta que no te pusieron a ti detrás de la criba y empezaste a echarme aquellas
ojeadas…, y aquellas risicas como de cariño con las que me mirabas cada vez que
me arrimaba con mi capaza llena. Entonces sí que me entraron las urgencias…,
que tú mismo decías que ni las mujeres mas recias de la cuadrilla me echaban la
pata por encima ni me ganaban a juntar aceituna. Tú te recordarás, Pancho, que
me dejaba las uñas entre la escarcha de los terrones de los ruedos, y los
pellejos de los dedos se me saltaban de tanta helazón que escupía la amanecida,
con tal de llenar la espuerta y poder verte de cerca cuando iba a vaciarla. De
verdad que yo nunca he tentado un suelo más duro ni más arisco que ese en el
que se agarran las aceitunas, a las siete de la mañana, cuando la noche está
rasa. Por eso me gustan tanto los nublos en tiempo de aceituna: te mojan pero
no te revientan los sabañones. Por eso y porque el Amo le tenía mandado al Manijero
que, cuando lloviera, holgáramos en la cocina de los caseros mientras
escampaba, y allí podía juntarme contigo sin que Madre rezongara.
Madre
siempre me estaba porfiando:
-Pero ¡pedazo de tontorrona!,
¿cómo te piensas tú que un mozo como ése te pretenda a ti habiendo tantas mozas
con la cabeza en su sitio? Lo único que quiere es lo que quieren todos, hacerte
una barriga y luego ¡a correr, que la sangre es ajena…!
Tú la
perdonarás, Pancho; pero es que ella, con lo listísima que era, de cariños
entendía poco; que a Padre nunca le escuché dirigirle la palabra si no era para
despreciarla y ofenderla diciéndole que no servía para otra cosa que no fuera
parir mastuerzos. Padre, cuando decía aquellas cosas me señalaba a mí; pero es
que yo me pienso que él se sentía muy afrentado con mi simpleza delante de la
gente del Pueblo, y a alguien tenía que echarle el muerto. Y no iba a pagar la
rabia con los de fuera de casa, que para eso está la familia…
Yo no
sabía lo que era cariño hasta que tú me quisiste…. ¿Y qué iban a entender Padre
y Madre de lo nuestro si ellos no se tenían roce ni para insultarse…?; que te
lo digo yo, que en eso del cariño sí que se distinguir gracias a ti, y lo
entiendo como si fuera una maestra….
Y es que,
Pancho, cuando aquella mañana en el tajo me agarraste las manos y empezaste a
chuparme la sangre que me chorreaba por los dedos helados, despacico…,
despacico…, mirándome a la cara de reojo, yo, en mi cortedad, me alboroté por
dentro de semejante manera como se alborotan las tórtolas entre los caíllos y
los abrojos por el buen tiempo. Y entonces me pensé: de éste debiera aprender
Don Nicolás, el Médico, a quitar dolores; que me ha amainado el escozor
mismamente con la calor de su saliva, y tal parece que me haya disipado en los
sesos la bruma la tontera. Que hasta el
helamiento de los huesos se me ha ausentado.
Me pienso
yo, Pancho, que si de verdad soy tan tonta como dicen pues que bendita sea mi
pavera que me alcanza para quererte de esta manera tan llana. A nadie he
querido yo como te quiero a ti, Pancho.
A Madre,
aunque estuviera siempre diciéndome tonta, le tenía un apego muy grande, y muy
blandico, y muy afanoso. Y siempre estaba rastreándola con reojos y
acechando su mirar, por si me tenía un desaire por mis simplezas. Algunas veces
hasta me echaba una sonrisa, o me pasaba
la mano por los pelos… y, entonces, era como si reventara y me abriera como las
granadas por Septiembre. ¡Ay!, bien que
me duelo de no tenerla ya conmigo, que otro gallo me cantara si ella estuviera.
Que me pienso yo que por encima de mi
tontera nunca se le despintó hacia mi persona el apego de madre.
A quien le
tenía de verdad querencia era a Doña Medarda, la Maestramiga. Que ésa sí que se
halló conmigo y me entendió en mi ignorancia. Yo de letras, pues ya sabes; que
entonces se me figuraba ser muy engorroso lo de escribir. Pero, cuando se lo
decía a Doña Medarda, en lugar de tupirme o de rebajarme me decía:
-Mira, Catalinilla; no
escribas si se te hace trabajoso. Como a ti lo que te prueba es pintar pues pinta
letras y luego les pones nombres.
Yo le hice
caso, porque para mí lo de pintar ya sabes tú que es lo que más me gustaba en
el mundo. Y mira tú si pintaría letras en la Escuela de Doña Medarda que
aprendí a dibujar hasta tu nombre; ¡que hay que ver lo que te gustaba el cómo
lo hacía!:
A Padre le
perdí el apego cuando, en casa del Cura, le pinté lo que hacíamos tú y yo
debajo del Puente y por los cañaverales de la Vega. Pero no te creas que salió
de mí el pintar lo nuestro. Es que se pusieron los dos a porfiarme de una
manera que me metieron el agobio en el cuerpo, sobre todo el Cura, que decía
que me iba a ir al infierno si no me confesaba de mis pecados; y yo para
esclarecerles que lo que tú y yo hacíamos no podía ser un pecado, porque
aquello era lo que los ángeles tendrían
que estar haciendo en la gloria cada
día, se lo pinté; y el Cura se santiguó y me mentó con una referencia que no se
qué quería decir pero era más malo que lo de
llamarme tonta por cómo le echaban ascuas los ojos. Y Padre me atizó un
guantazo que se me saltaron las lágrimas. Y todo por quererte. ¡Porque mira que
te quiero, Pancho!
Bueno, como
te iba diciendo, pues a Padre le perdoné lo del sostrazo. Pero lo que no le
perdoné fue que me llevara en casa de la Comadrona; y que la Doña Pepita
empezara a hurgarme con unas tenazas largas en las entrañas como si fuera a
arrancármelas; que hasta me puse a chillar y se me saltaban las lágrimas por
encima de la vergüenza de ver a Padre fijo en mis partes con esos ojos
chiquitillos y apretados que tiene, que parecen pozos ciegos…. Y todo porque
había dicho el Cura que lo que naciera, si nacía, sería un pendón pecaminoso en
manos de una “majadera” sin remedio. Yo
no sé lo que es una “majadera”. Pero… ¡si yo te contara cómo me dolían el cuerpo
y los sesos con lo que tuve que aguantar en casa de la Comadrona…!
Luego ya no
me dejaban salir a la calle para que no se repitiera la preñez; hasta que a
Madre le entraron las ciciones, y a Padre todo se le hacía poner a calentar
calderos en la lumbre para, cuando le volvieran las tercianas, poder amainarle
las tiriteras. Ya no se ocupaba de otra cosa. Era como si el aliento de la
muerte que rondaba por la cabecera de Madre le estuviera sacando a Padre del
cuerpo un apego que nunca había demostrado.
Entonces,
tú te recordarás de eso, yo me escapaba
a la Vega a ver si te veía. Y cuando ibas llegando yo te chistaba desde los
cañaverales con aquel cuchicheo tal que semejante al de las perdices que tú me
enseñaste. Y, si alguna tarde que no llegabas, a mí se me abrían las carnes y
se me anochecía el talante. Entonces en
el Pueblo empezaron a llamarme putón además de tonta, y se corrió la habladuría
de que tú le habías quitado la honra a Padre. Y le sacaron aquella copla tan
afrentosa que ahora me cantan a mí… Hasta que Padre se calculó para sus
adentros que la honra solamente se lava en sangre…
Ya te he
contado en otras cartas que me puse peor de la sesera cuando Padre te
descerrajó el tiro. Yo creo que lo hizo para aliviarse de la faena de tener que
vigilarme a mí la barriga y a Madre las calenturas.
Te juro
que cuando te vide muerto a la vera de Padre se me encendió tanto odio por él
como querencia te tuve a ti. Pero, pensándolo bien, todo no ha sido tan malo;
ya no hay nadie que pueda hacerme la contra ni quitarme al novio; porque, desde
que te tengo aquí enterrado, ya eres como mío de verdad y puedo venir a verte y
meterte cartas por la juntura de la losa para que te hagan compaña. Tú habrás
visto que no te he faltado ni un día. Todas las santas tardes, desde que te
dieron tierra, aquí he estado yo, con mi carta de amor de cada día, como si
donde te hubieras ido de verdad es a la “mili” y yo te estuviera escribiendo al
otro lado del charco, como decía Doña Medarda cuando le escribía a las
analfabetas cartas para sus novios. Yo por lo menos me aprendí a dibujar las
letras para poder decirte lo mucho que te quiero. Porque ¡mira que te quiero,
Pancho!
Pero hoy
tengo que decirte algo malo, y es que ya ha salido el juicio y le he oído a la
Ricarda, la barragana, que a Padre se lo llevan a prisión de por vida. Te
recordarás que te lo escribí; que por la Pascua, cuando se murió Madre, a Padre
lo soltaron, hasta que saliera la sentencia, para que se ocupara de mí y me
buscara acomodo. Pero ¿quién iba a querer cargar con un ser como yo que, como
dice el Cura, soy un pedazo de carne con ojos, con un buche que no se llena
nunca y con una boca que dice lo que nadie quiere oír? Y, para colmo, -dice-, pendón sin enmienda.
¡Ay,
Pancho!; si no te hubieras muerto ahora tendría donde recogerme. Que bien que
me lo decías cuando lo nuestro: -mira, Catalinilla; vámonos a vivir juntos al
chozo que tengo en la Vega, que a nadie puede incomodarle que nos queramos y
que estemos bien casados-. Pero el Cura
sin querer casarnos porque decía que Dios no quiere casamientos de tontos. Y
Padre, tan cerril…, ¡mira que lo que te hizo…!
Ahora
dicen que, cuando encierren a Padre, a mí me van a meter en el asilo. Que ni
pensión me queda para que alguien quiera recogerme a cambio de cobrarla. Así
que no te extrañará que no venga a verte más por las tardes y que no te pueda
mandar más cartas.
Y no es
porque no te quiera escribir de lejos. Yo le pregunté al Cartero que si a los
muertos le llegaban las cartas poniéndole bien las señas, por si podía seguir
escribiéndote. Pero no te voy a referir lo que me contestó el muy marrano
porque hoy no quiero incomodarte; que si lo supieras me pienso yo que te
levantarías de tu tumba y lo agarrarías por el pescuezo de semejante manera que
enganchaste al Manijero la tarde que te dijo lo de “echarme un polvo todos
juntos”, cuando nos pillaron a ti y a mi queriéndonos en los atrojes del grano.
¡Que hay que ver cómo te pusiste!, y sin querer destaparme el misterio de tu
enojo; que fue la única vez que tú también me referiste de mala manera y me
llamaste tontorrona. Y no se me olvidará nunca el abrazo que me diste luego,
mientras te lloraban los ojos como si fueras chico, viéndome llorar a mí. Yo no
me recuerdo que nadie me haya dado en mi vida un abrazo llorado como el tuyo de
aquel día. Por eso te juré, como tú me reclamaste, que siempre me iba a quedar
a tu vera aunque cayeran chuzos de punta; pero ya te darás cuenta que no puedo
remediar lo que remedio no tiene; que cuando se lleven a Padre a mi me
encierran en el Asilo porque no puedo apañármelas sola. Ahora sí que nos
separan de verdad, Pancho; y nos va a poder la vida en lo que la muerte no nos
ha podido.
Así que, si
Dios no lo remedia, ésta tiene que ser mi última carta, porque de seguro que
mañana me llevan a ese sitio que te he referido.
Si puedo
escaparme, por mis muertos te juro en esta tumba que me escapo para venir a
hacerte compaña. Pero, si Dios no me da luces para encontrar el portillo por el
que escaparme, que sepas por esta carta, que es la última que te meto en la
tumba, todo lo que te quiero. Porque ¡yo te quiero, Pancho!
Marineda
21 de Diciembre de 2001.
Gaviola
de Aznaitín
Segundo Premio de Relato Breve MIRAMAR. Del Colegio de
Abogados de Málaga
EN LA
ERA...
Antes de cerrar la noche
al dar de mano aquel día,
se puso el primer lucero
amarillito de envidia.
Fue por Agosto, la era
preñada y recién mullida
nos sirvió como canasta
inocente y encendida.
Casi sin querer rozaste
con cabecillas de espiga
un recodo de mi cuerpo
que en ansias se consumía,
mientras le ponías canciones
a la líquida rutina
del discurrir de la acequia
que remansaba cansina.
Yo corté dos amapolas
rojas como mi fatiga
y en el centro de la era
te reté con florecillas
metiendo en ellas
los besos
que entre los labios me ardían.
Sin terminar de querernos
nos pilló la amanecida
hurgándonos en el cuerpo
con ansias de mas caricias
Le pedí al aire toallas
y al amanecer cortinas
para secar mis sudores
y taparme las fatigas
que se me estaban subiendo
pecho adentro, cara arriba.
Y me atusé con desgana
dos o tres pajuelas chicas
que con aquellos trajines
entre el pelo se escondían.
Tú te pusiste a la trilla;
yo con los haces de espigas
a cortarle los ramales
que en el tajo les ponían.
Y los dos a murmurarnos
con maliciosas risillas
la buenura de la noche
tan llena de picardías.
Antes de llegar la siesta,
casi por el medio día
se vino el viento solano
sobre la parva extendida
mientras renegaba el Amo
hablando de horas perdidas:
que si se pone a llover
esta parva se
extravía...
que si esto..., que si lo otro...
que está lista la maquila...,
que se arrejuntan las granzas
con el trigo de la orilla...
que si dicen que rezongo...
que este ventarrón
me ruina....
Entonces, como los vientos
abaleaban con ira
y a la contra aquella parva
juntando pajón y espigas,
perdiéndonos, camastrones,
tras los costales de harina
nos echamos a querernos
para aprovechar el día.