71/2018
Foto Libro Escolar 1959 |
(Postales
maginerosas)
Lo de los bigudíes tuvo que ser por el año 1959.
Aquel año pasaron muchas cosas, aunque, para poder hablar de ellas, yo tenga que
estrujarme la memoria y “desestrujarme” el corazón para poner en su sitio y en su
orden los recuerdos y las penas, separando las chinas y las granzas de las simientes, lo mismo
que se limpiaban por entonces los garbanzos o las lentejas de las cartillas de racionamiento.
Así que me pondré a ello comenzando por las Pascuas.
Como esta croniquilla va de lenguajes comparados y de dichos
locales o comarcales tan nuestros, -que en eso si que tenemos abundancias- debo
de comenzar ya a esclarecer que lo de “Pascuas” es como en Sierra Mágina se le
dice a las Navidades, diferenciándolas de lo que por ahí se le dice a la Pascua
de Resurrección, a la que nosotros le llamamos la Pascua Florida, y que es esa
que viene a jalearse en mitad del campo
con hornazos, echando campanas al vuelo después de haberle hecho a Jesucristo
todas las judiadas que puedan pensarse, cuando pocos meses antes estábamos toda
la recua (“…a esta puerta hemos llegado/
cuatrocientos en cuadrilla/ si quieren que nos sentemos/ saquen cuatrocientas
sillas”) bebiendo a la salud del Chiquillo:
Esta noche es Noche Buena
y mañana Navidad
saca la bota María
que me voy a emborrachar
Como puede verse, por estas tierras mías tenemos
nuestra propia manera de hacer y de mentar las cosas, que es la mejor manera de
tener también identidad propia, y mantenerla a salvo de quienes impostan
pertenencias a tierras que se las dan de “más-mejores”, sin darse cuenta que su
“mas-mejorío” se lo deben en gran parte a los “quienes” que desde aquí fueron a
allí a arrimar el hombro cuando había tareas que hacer que los “quienes” de
allí no querían hacerlas porque eso era para “charnegos”, para “maquetos”, o
para gastarbeiter.
Don Ángel Mármol Torrente. Maestro y abogado; en Jódar |
Volviendo a los recuerdos de aquel 1959, uno de los
más confusos fue sin dudarlo el de las Pascuas, las últimas que pasé pudiendo disfrutar
de un padre lleno de vida, de fuerza y de encanto, que apenas un mes más tarde dejaría su vida, -iba a decir en el
mismo “asfalto” pero por entonces aún no había asfalto- en el mismo tramo de
carretera a la salida de Jódar donde yo estrené la bicicleta “Orbea” que me
trajeron los Reyes Mágicos ese mismo año.
1 de Febrero de 1959 |
Su muerte llegó con los primeros días de febrero. No
había mediado el mes cuando las monjitas del colegio de las Carmelitas –“hay que prevenir piojos”- consiguieron de mi madre lo que mi padre
había impedido como un jabato: que Modesto, el peluquero por excelencia de
Jaén, me cortara mis largas trenzas, último bastión de mi niñez, convirtiéndome
en una jovencita, (eso sí: muy triste) necesitada de media docena de bigudíes con los que meter en cintura aquellas greñas sin gracia colgadas por
encima de los hombros hundidos hacia abajo para ocultar amagos de turbadoras turgencias.
Le compré los bigudíes a la hermana Nieves, que era la
encargada del armarito de abastos, donde, con los pocos dineros que nos
mandaban a las internas, igual se compraba un lápiz de dos colores, que un
chicle bazoka; un tubo de leche condensada o de pasta de anchoas “yago”; un
ochío o una pluma “ciros” –mi primera pluma “ciros” se la regalé hace poco a la escritora Gloria
Nistal-; una novelita de la colección Escélicer, pasada por la censura/edad
mediante el recurso a teñir de distintos colores los lomos de los libros,
dependiendo de la recomendación para la edad de las lectoras o una medalla de
la Niña María de un metal innoble.
Para finales de ese año 1959, tras mi primer verano sin padre,
con una melena desastrosa y adolescente, y con muchos libros por leer (y por escribir), me mandaron –o me
fui- al colegio de Madrid, uno de mis mejores recuerdos vitales. Conmigo me llevé mi media docena de bigudíes.
Se llamaban así: bigudíes. Tengo que reconocer que, hasta que no me talaron el pelo –y la infancia-, y me mandaron a Madrid, para mí no existían los “RULOS” como artilugios “pelambrerosos”, puesto que la única vez que me habían rizado los pelos, lo hicieron con una permanente que casi me achicharra la niñez encima de la cabeza.
Ya en Madrid, sin bicicleta, sin trenzas y con una infancia a medio
arrinconar, una tarde me salieron al paso unas nenas vestidas de princesas de capital que, con unos rulos de
colores en la cintura, se contorsionaban de mala manera, haciéndolos girar sin
que se les escurrieran patas abajo; lo cual que, siendo yo tan de pueblo como
sigo siéndolo –sin que se me apetezca dejar de serlo por mucho que me “encharneguen”-
fui y le pedí a una de ellas que parecía más de mi cuerda que si me dejaban su “RULO”;
a lo que me respondió con esa tontorronería que tienen todos los que no tienen
pueblo-de-la-infancia que aquello no era un RULO, sino un ARO.
Como nunca he sentido vergüenza, y menos de lo de mi
tierra, ni deseado parecer de otra sin serlo, lo primero que pensé es que aquella casichiquilla madrileña, a pesar de
su vestido de organdí no era sino una pobretica
finolis que no tenía ni idea de lo que era un RULO.
¡Mira que llamarle “aro” a lo que fue, era y sería
siempre un “rulo”!
Claro que aquellos rulos tan grandísimos y tan de
colores –que luego me enteré que valían para lo del “hula hop”- no eran como
los rulos de hierro que le hacían a los chiquillos en la herrería de Bedmar
para que los guiaran con el alambre cuando no había más juguetes que los rulos
del herrero, las cajetas de zapatos a manera de carrillos, las pelotas de badana, las peponas de cartón y las tomizas de
esparto para saltar un “duble” o brincar a la comba.
Niña con aro. De RENOIR |
Pero la madrileña del vestido de organdí, sin un mal
pueblo que echarse al anca, no iba a venirme con que aquello que meneaba dando culadas no era un RULO,
sino un ARO.
¡Sabría ella!
Rulos, lo que se dice rulos, eran los de mi tierra: comenzando
por los que guiaban los chiquillos rambla abajo con la única ayuda de una varilla
de alambre, siguiendo por los “rulos de trillar” de las eras, tan llenos de
dientes y de historias ensolanadas, pasando por los de apisonar la zahorra en
las carreteras sin asfaltar y terminando por los de rizarse el pelo, que ya, metidos en moderneces, no
se llaman bigudíes porque los que volvían de la emigración por las fiestas los
llamaban RULOS que quedaba muy fino.
https://www.verpueblos.com/andalucia/granada/limones/foto/1153765/ |
Pensándolo bien, en esta tierra nuestra se han pasado
tantas necesidades que, por no desperdiciar, somos capaces de mentar el mundo
entero con una sola palabra, y de enseñarle español al mismísimo Cervantes si es
preciso, con solo poner atención y escucharles hablar a los que se quedaron a
guardarnos las calles de nuestros pueblos y las palabras de siempre.
Vamos a ver: un decir sencillico: el apaño de los chorizos viene a ser más o menos igual en todos sitios; pero lo de la butifarra de Bedmar o lo del ponche de melocotón es que no tiene pareja con nada. Porque…
¿De verdad hay una butifarra mejor que la de por aquí, por muy gris que quieran verla, o una bebida con mejores
hechuras y bravuras que el ponche de melocotones del río Cuadros?
¿Y van a venir los de afuera, los que no saben lo que es un buen plato de andrajos, o unos borullos, o un amocafre o un minguillo... a enseñarnos ahora lo que
es un RULO?
Y todos esos que, cuando vamos a su tierra, nos mientan como nos
mientan por haberles enrulado su economía y su hacienda, ¿van a venir a
bailarnos en corro en lugar de jugar a la comba con nosotros sin pisarnos la guita?
¡Anda ya!
En “CasaMagica”.
En un 12 de Agosto de 2018