viernes, 2 de agosto de 2019

AYER EN BAEZA - II


73/2019
 (Retazos al vuelo)

Campos de Baeza

soñaré contigo

cuando no te vea.
                   A.  Machado.

  Si no hablara, podría pasar por uno de esos hombres de más que mediana edad que pasean su solitaria galanura por el Paseo de Prado de Madrid, siempre atentos a que no se note demasiado el peso con que los años le han lastrado los andares de otros tiempos.

        Pero habla.
        Habla comiéndose las “eses”, y pronuncia con intermitencias decanas, sin duda idénticas a las de mi imaginario caballero (sin caballo) del Paseo del Prado; intermitencias que son como mellas con las que el paso de los años deja su huella en el engranaje de la voz de casi todos los viejos, estén donde estén, ya sea en el postinero y algo añejo Paseo del Prado, ya estemos en esta Plaza de paso de Baeza, donde hoy he recalado por casualidad como podía haber acabado en cualquier otro sitio a 50 kilómetros a la redonda del mágico lugar donde sesteo el estío. 

(Y es que, cuando se llega a esa edad en la que ya no hay quien nos espere, pero aún no se ha alcanzado esa otra en la que se nos aparca a la espera de turno para el desguace, sabemos dónde amanecemos, pero no se sabe dónde buscaremos descanso a los sudores antes de volver a las sábanas del insomnio veraniego).

        Divagaciones…

        Vuelvo a fijar mi atención en el que habla comiéndose las “eses” de semejante manera que trae a mi memoria aquel tonillo desaforado y pendenciero de los parroquianos del casino de mi Pueblo de adopción de entonces; aquella ya tan lejana hilera de próceres provincianos, constituidos en tribuna y tribunal supremo, siempre dictando sentencia despiadada sobre la derechez de la costura que las medias de cristal trazaban en las piernas casi adolescentes de las mocitas de buen ver.
        A retazos me llega ahora el desaforado discurso de la mesa del fondo sobre “las rastas de ese desarrapado que quiere nada menos que ser ministro…”. Pero me distrae una voz infantil en la mesa situada a mi espalda, que, desde un cuerpo bien adulto, sentencia:
        —Estas “crocretas” aunque sean de bar, son caseras; porque las de bar, si las tiras al suelo, rebotan, y esta que se me ha caído se ha despanzurrado.
        Me vuelvo un poco más hacia atrás con disimulo.
        —No se dice “crocretas”; se dice croquetas –corrige desabrida una voz de hombre que sale de un cuerpo de hombre—padre.
        —Pues la Real Academia dice que se puede decir de las dos maneras –rezonga una mujer—madre que sin duda debe tener práctica veterana en lo de rezongar.
        El hombre—padre, soleado como si aún los hombres fueran a la siega, y la mujer—madre, empalidecida como si no estuviera ya más que mediado el verano, zarandean a palabrazo limpio el vaivén de la mirada de un zangalitrón mongólico (o trisómico si lo prefieren), dueño de esa extraña e insuperable sabiduría con la que los mongólicos –y otros “discapacitados” para concebir esas mezquindades propias de la listura— son capaces de distinguir entre unas croquetas de bar y unas caseras que, por lo que parece, también los gorriones saben apreciar, a tenor de la gula que emerge en revuelo de bandada cernida sobre la croqueta caída.
        Al frente, en la mesa en la que comenzó esta crónica, y junto a mi vocinglero andaluz, se han ido aposentando una hermandad de apuestos y distinguidos soliloquios: una calva brillante, bronceada y perfectamente nutrida, que revela casa con alberca propia, (a lo mejor, hasta piscina con minidepuradora); una abundancia de canas cuyos desmanes han sido aplacados sin piedad con un fijador que amarillea con autoridad de madre primeriza; y un sí/es–no/es de pelo hincado y podado como un césped falto de abono, en cuyo tinte exangüe y pajizo pienso yo que algún color más contundente debió haber, aunque de eso haga ya mucho tiempo.

Ayer en Baeza
Dos deliciosos camareros, uno tan mínimo de alzada que su cabeza se queda a la altura de la de los comensales sentados en sus sillas, y otro tan joven como un insulto, brujulean con verdadera eficacia, reparten atenciones campechanas y sonrisas sin censura; pero ignoran mi presencia.

Baeza
        Me decido a llamar para pedir esa cerveza por la que estaría dispuesta −sin intención de timar a ningún crédulo— a ofrendar mi virginidad en este caluroso último día de Julio jaenero.
En la mesa del fondo, el dandi se desabrocha un botón más de la primorosa camisa de hilo, dándole suelta a unos “abuelos” encanecidos que se afanan en cubrir inciertas ruinas epidérmicas. La pulcra calva broncerosa se regodea bajo el tacto casual de la palma de la mano derecha de su amo, que pone de manifiesto la ausencia de manicuras masculinas; las canas adheridas entre sí se mueven de un lado a otro, como un solo ser apelotonado, poniendo en serios aprietos a su fijador negrero; y el pelo hincado se remanga los puños impolutos de la camisa hasta donde aconseja el riesgo de exhibir unos codos arruinados.
        Realmente, esos cuatro remedos de ancianidad contenida son como dandis del Paseo de Prado, aunque el tono de su voz se les desmande hacia lo rural, a pesar de que hablen todos a la vez como si ya no tuvieran nada nuevo que escucharse unos a otros y, de que, entre parrafada y parrafada, aprieten los labios y los tuerzan hacia un lado como si estuvieran diciéndole a la muerte “jódete”.


        El camarero joven como un insulto atiende por fin a mi llamada con un gesto de sorpresa:
        —Me pensé que estaba usted esperando.
        Es que las mujeres ya pueden ir solas a los bares –proclama la voz infantil del mongólico adulto a mi espalda.
        —Tú a callar o te dejo sin el helado del postre; que no dices más que disparates –reniega el hombre-padre, harto ya de semejante castigo de hijo.
        —Pero si el chiquillo… —se desalienta la mujer-madre, renunciando a seguir con su porfía de madre eterna.
        —A mí no me parecen disparates –me atrevo a contradecir al hombre-padre, en mitad de un paisanaje donde las mujeres debiéramos guardarnos para nosotros lo que pensamos.


        En la mesa del fondo, donde los dandis, las fichas de dominó inician un desaforado diálogo que ya no me deja oír y escarbar ni en un retazo de lo que se dice a mi alrededor.

Yo suplico –seguro que la he suplicado— una caña de cerveza “helada si puede ser” que bebo de un par de tragos y que se convierte de inmediato en un sudor espeso.

        Un municipal merodea en torno a mi coche y anota la consumida hora de la siesta.

En Baeza. En un 31 de Julio de 2019