67/2018
(Postales de Sierra Mágina)
Por entonces, hacia el mes
de junio se comenzaba a hacer el agosto; o, dicho de otra manera,
volvían los estudiantes, tan biniquillos ellos, a pasar las vacaciones de
verano; se iban los segadores eventuales a los Montes, se comenzaba –hoz en
mano, sombrero de paja y lomo derrengado a la altura de los riñones- a segar y
a barcinar, cargando los mulos con una balumba de haces, de cebada primero y
más tarde de trigo, que, dispuestas a la tarea de la trilla, se esparcía en las
eras privadas, o en las eras comunes del Pelotar, esas construcciones únicas de piedra seca tan especiales
de Sierra Mágina de las que ya hablaremos otro día, y se miraba al cielo a
ver si el Dios de la lluvia tenía el miramiento de dejar sacar la parva en condiciones sin mandar una inclemencia de nubes
de verano que remojara la mies en plena era antes del abaleo, o mandara un solanazo de esos que obligaban a sacar la
parva a contraviento haciendo que el grano se fuera a hacer su pez donde la
paja y la paja ocupara el lugar del pez.
Si las cosas iban como Dios manda, se comenzaba la faena, dando
vueltas y más vueltas sobre los trillos, artilugios que ahora nos parecen
imposibles, y que entonces giraban en las eras a cualquier hora del día hasta
la puesta del sol.
Ya se sabe que nuestros campesinos, para ayudarse en las sudores y
en las briegas, tenían un cante para cualquier faena como los clérigos tienen
cánticos para cualquiera de sus ritos. Ambos dos, campesinos y clérigos, saben
bien que los ritos precisan de música de fondo.
Y lo de trillar no podían ser menos.
Los cantes de trilla, sin
música instrumental que los acompañara –como los de siega o los de fragua- eran la mejor manera de echar por la boca las solaneras y los
sudores con que se ensañaba el agosto, sin que nadie tuviera que tomarse a mal
lo que se decía cantando para no ofender:
El trillo despacio
rueda
Y el sol lo
contempla ufano
mientras que la
copla suena
mecí’a al viento
solano.
Por cuatro perras
gordas
estoy trillando
y le parece poco,
compañerita mía,
cuando viene el amo.
Lo de “hacer el agosto”
comenzaba por junio con la llegada de los estudiantes y acababa a mediados de
agosto con la desaparición de las golondrinas y el atroje del grano.
Luego empezaban las ferias de los pueblos, y mal que bien, siempre
quedaba algunos dineros, por pocos que fueran, para las cunicas, el turrón de
almendra de Manolito el confitero o el chato de vino en la verbena consumido
con tiento bajo el escenario desde el que las animadoras -¡aire, morena!-
revoloteaban sus volantes dejando ver sus piernas enflaquecidas con los que
ellas, a ritmo de guitarras y bandurrias, hacían su propio agosto por estos
pueblos de Sierra Mágina.
Hasta que empezaron las orquestas…
https://youtu.be/TPOk6S63Ar0
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