sábado, 3 de agosto de 2019

VIEJOS RECUERDOS EMPLUMADOS


 


         Anoche, mientras ese amigo de cuyo nombre tanto me acuerdo cuando veo a sus chiquillos estaba contándome las minuciosas e inútiles maniobras de su vasectomía, recordé mis primeros pinitos gonadales olvidados entre plumas.

No tendría más de siete años cuando por primera vez tuve entre mis dedos unos testículos, mientras seguía las precisas instrucciones de mi abuela acerca de cómo manejarlos.

        —Espero que tengas las manos limpias como una señorita— escuchaba junto al ronroneo de aquella frase pegajosa que ella le atribuía a Hipócrates: "… lo primero es preparar adecuadamente el campo, colocarse en un lugar bien iluminado, tener las uñas cortas y ser hábil en el manejo de los dedos, sobre todo el índice y el pulgar”.
–Solo que yo prefiero valerme del índice y el corazón que retuercen mejor —concluía.

Ella era así.

O, después del tiempo de gallina solitaria que le tocó vivir, no le quedó más remedio que serlo: distinguida dama en los salones desmantelados por una guerra sin cuartel, y lugareña abundante en los corrales indigentes.
Fue en el Barranquillo, ese cortijo donde pasé algunos años de mi infancia hasta que, consumado el rito de la primera comunión de nieta primogénita, fui rescatada de una inicial infancia solitaria y llena de luz.
        En lo de los testículos me inició mi abuela, quien, tras las primeras maniobras, tomo entre sus manos expertas mis dedos índice y corazón y los introdujo junto a uno suyo por el orificio que ella había practicado previamente con habilidad de cirujano, no sin antes empapuzar a la víctima con un jeringazo de un líquido que ella misma preparaba con ojén, cañamones, oscuras semillas de amapola, y clavo machacado, que guardaba en su taquilla, dentro de un frasquito rotulado con su singular caligrafía como “láudano casero”.
Sentí que su dedo guiaba a los míos, y los separaba un poco dentro de aquellas entrañas mórbidas y anegadas, hasta llegar a unas protuberancias que cabían y se acomodaron entre ellos.
            “Con mucho cuidado” –me indicó, mientras separaba ella algo más mis dedos, y luego los apretaba con energía, hasta que los bultos recién descubiertos quedaron atenazados como en una pinza táctil.
         “Oprime despacico y tira con mucho cuidado…, muy poco a poco…” –susurraba apenas, obligándome a sacar por el boquete la presa de mis dedos—. Ahora, hay que atar con el hilo de seda cada una de las criadillas, dejar pasar unos segundos y cortarlas, pero sin dañar la vena que hay en medio, o nos quedamos sin cena de Navidad. De la cresta y la babilla ya nos ocuparemos después.
El pobre animal seguía exangüe encima del mármol del velador de la gloria, que era el lugar preferido de mi abuela para capar gallos en previsión de la llegada de las siguientes Pascuas.
La operación había sido un éxito. Ahora estaba yo en lo de aprender el cierre de la herida a pequeñas puntadas de hilo bramante y la desinfección final con yodo rebajado.
Mi abuela guardo en una talega las plumas que habíamos arrancado del vientre del animal. En aquellos tiempos se guardaba todo porque las casas tenían espacio para cualquier cosa. Hasta para visitas de seres humanos.
          “Son suaves y nos servirán para rellenas cojines”.
           Finalmente, el gallo comenzó a agitarse sin atreverse a cacarear.
*
         Anoche, mientras ese amigo de cuyo nombre tanto me acuerdo cuando veo a sus chiquillos estaba contándome las maniobras de su vasectomía, recordé la manera de bizquear de aquel gallo con el que me inicié en gónadas y, por un momento, me pareció ver que mi amigo lucía una cresta impropia de la operación que narraba con tal minucia que a punto estuvo de dar con mis pobres huesos por el suelo sin necesidad de láudano.
          —No me vendría mal otro cubata— cacareé sin demasiado ímpetu.
“A ver si los médicos de ahora, tan eruditos ellos, carecen de las habilidades que tenían las antiguas mujeres de estas tierras, tan gloriosamente rústicas ellas, para apañar capones y cojines de plumas…” –pensé por pensar cualquier cosa, mientras la pelusa de mis brazos se me enderezaba rememorando el rústico desplume de las plumas del primer gallo de mi vida.
En CasaChina. En un 3 de Agosto de 2019