No
habían dado aún las ocho de la mañana cuando llegó el Director y abrió la
puerta, sintiendo fijos en sus espaldas los incontables ojos de sus vecinos.
Una larguísima cola, que esperaba pacientemente que se abriera el Banco, se
precipitó al interior, más por disfrutar del frescor del local climatizado de
la pequeña oficina que porque tuvieran una prisa especial. Era Agosto; quien
más y quien menos estaba en paro o a punto de estarlo; hacía más de una hora
que las mujeres habían ido a la plaza a comprar los tres tomates y el pepino
para el gazpacho, y, guardadoras de sus viejas costumbres, habían espurreado
agua fresca en las puertas de sus casas, a pesar de existir ya un servicio de
limpieza municipal, y de haber desaparecido el empedrado debajo de un asfalto
apaciguador de la polvarina que levantaban las bestias camino del río, al que,
por otra parte, hacía demasiado tiempo que ya no bajaban las bestias, porque el
“super” proveía de forraje sin necesidad de quemarse las manos en el mango de la
azada para aporcar el vergel. Las faenas del campo hacía semanas que habían
consumido la temporada, y si bajaban a la Plaza, ya no era para que los manijeros
les apalabraran un jornal, sino para vaguear delante del Bar del Cuervo,
tanteando en el fondo de sus bolsillos las últimas monedas con las que darse el
homenaje de un chato de vino peleón. Y, además, aunque se tuviera alguna faena
sin terminar, el día se anunciaba demasiado caluroso en Torredonjimeno como
para meterse en afanes que no pudieran esperar.
Todos
los vecinos, que antes se apiñaban en la puerta del Banco, estaban ahora en
perfecta formación delante de la caja, y el cajero se retrasaba, lo que obligó
a Director a sustituirlo.
“Vengo
a ingresar”, Pepe –dijo la primera comadre, levantando una mano cerrada y nudosa, incapaz siquiera
de dibujar su firma.
“¿Cuánto?”
–dijo el Director maquinalmente tomando el impreso para los ingresos. “Un Euro”
–respondió Eufrasia, la coja, a la que sus vecinos habían cedido la vez en la
cola, no tanto por su cojera como por los más de 90 años en los que ya apenas
podía apoyar tantísima vida. “Alargame tu cartilla, Eufrasia, para mirar el
número”. “No, hijo, no. Si no es en mi cartilla donde quiero ingresar. Es en
otra…”. “¿En otra? ¿Y te sabes el número, Eufrasia?”. “Aquí me lo han apuntado,
hijo”, -y la anciana le extendió una
hojilla de libreta donde alguien había escrito el dato preciso: ES42
2100 6866 7901 0000 9529. “¿Cuánto vas a ingresar?”, –se apremió Pepe, el
Director, mientras escribía el nombre de los titulares –Manuel... y María…-. “Un
euro” –la voz de Eufrasia sonaba encopetada y campanuda como la de una marquesa
mentando millones. Claro que Pepe, el Director del Banco, nunca había escuchado
la voz de una verdadera marquesa; pero, por lo que escuchó en Jaén cuando fue a
hacer los cursillos de Banca, las pocas y verdaderas marquesas que quedaban
debían sonar así de solemnes y
pomposas cuando se dignaban ir a ingresar al Banco personalmente en lugar de
enviar a su mayordomo. Sólo cuando escuchó la cifra que mentaba la desdentada
boca de Eufrasia, se dignó Pepe levantar la cabeza y fijar su mirada cansina en
los ojillos revenidos de la Eufrasia.
-¿Un
euro?
-¡Un
euro!
-Pero…Eufrasia…
-¿Algún
impedimento, hijo?
-No,
Eufrasia, no. Pero, por mucho que tú ingreses un euro, no van a solucionarse
los 12.000 que deben Manuel y María. Y tú te vas a quedar sin tu euro y ellos
sin su casa en cuantico llegue Septiembre.
-¡Dios
dispondrá lo que tenga que ser, hijo! Tú apunta y toma los dineros, que ya me
está incomodando la rodilla de tanto estar a pie fijo- respondió Eufrasia con
voz tan indescifrable como Pepe nunca le había oído.
El
siguiente en la cola era Bartolo, el nervioso barrendero, que, a pesar de las
calorinas del verano, aún seguía llevando manga larga para que nadie tuviera
que ver las marcas de lo que todo sabían y callaban, sobre sus chutes durante
los años de juventud; hasta que el Ayuntamiento quiso recogerlo de las calles,
y darle un carrillo, un escobón y un badil para adecentar, precisamente, aquellas
calles que tan a deshora habían tenido que hacerle de catre a los cuelgues de
Bartolo. La cuenta, la misma: la de Manuel y María. La cantidad, la misma: un
euro, que para Bartolo suponía lo menos tres cigarrillos de liar.
Sobre
las doce del mediodía, la cola de impositores no bajaba, ni los tres empleados
del Banco daban abasto para seguir apuntando, uno tras otro, los ingresos de
¡un euro! En la cuenta de Manuel y María.
A eso
de la una, Pepe, el Director del Banco, en funciones de cajero, el cajero y Barbarita
la becaria empezaron a ver caras forasteras, de los pueblos vecinos, e incluso
de Jaén.
“A lo mejor
me ascienden y me mandan a la capital” –pensó Pepe, el Director, cuando,
a las tres de la tarde, echó el cierre a la puerta del Banco dejando en su caja
fuerte tal cantidad de monedas de un euro que superaban con mucho los 12.000
euros a que remontaba la deuda de la hipoteca de Manuel y María.
Cuando
al día siguiente recibió la llamada de su Jefe de Zona, a Pepe, el Director, se
le aceleró el pulso. Nunca Don José lo había telefoneado directamente, ni nunca
su voz había sonado tan reconfortante y zalamera:
-“Pepito,
campeón, ¿cómo lo has hecho, tío?”
Estaba
seguro de que se refería a la hipoteca de Manuel y María cuando respondió: “Pues
ya ve usted, Don José…la gente de la calle que es como es… y que de la boca se
lo han quitado para remediar lo de la casa a Manuel y a María… ¡Y la trabajera
que nos ha dado al Ildefonso, el cajero, a Barbarita, la becaria y a un servidor
el atender a tantísimo personal como el que tuvimos que atender con su euro en
la mano…! ¡Que hasta los chiquillos, y los dos tontos que tenemos en el Pueblo,
arrimaron su euro…! ¿Que qué me dice usted, Don José? ¿Que cuánto es el
sobrante una vez liquidada la hipoteca? Pues… a ver, déjeme usted echar cuentas…
¡Huuum…! 9.000 de intereses…, 2.000 de costas
del juicio…, 800 de gastos de mantenimiento… 10 de… Mire usted, Don José, según
mis cálculos, sobran más de 20.000 euros sin contar con los forasteros que, por
cada euro que han transferido, les hemos sacado tres euros de comisiones… ¿Cómo
dice usted…? ¿Qué les diga que estamos
dispuestos a ampliarles la hipoteca para que se compren un motocultor y un
corralillo donde echar gallinas…? Verá usted, Don José: es que el Manuel y la
María ya están jubilados y no precisan de… ¿Qué son órdenes de “arriba”? Pero
¿cómo los convenzo yo de que…? ¡No me diga…! ¡Cómo va a costarnos el puesto de
trabajo a usted y a mí si no los convenzo…! ¡Eso no puede ser de esa manera que
usted dice, Don José! El Banco tiene que considerar que llevamos toda la vida
sudando entre sus paredes. Porque, Don José: si nos despiden por no engatusar a
Manuel y a María, ¿Con qué vamos a pagar usted y yo nuestra hipoteca…?
No,
si un servidor no quería sacar una hipoteca nueva, pero, como se portaron tan
bien y nos dieron tantas facilidades por ser empleados suyos…
En “CasaCala”.
En un 20 de Agosto de 2015
http://www.ideal.es/jaen/provincia-jaen/201508/18/piden-euro-para-salvar-20150817201658.html