sábado, 9 de febrero de 2019

JULITO






(Postales de Mágina)


        A la hora de los afectos, les disminuimos el nombre a quienes amamos como si así pudiéramos reducirlos a la medida exacta del abrazo.


Plaza de Arriba de Bedmar
        Que yo recuerde, de los tres hijos que tuvieron Diego y Aguedica, (los del asombroso hielo de máquina para llenarle las tripas a las neveras, y los polos de colores de la Plaza de Arriba), solo al más chico le achicamos el nombre: Julito.

        Salustiano, el mayor, se paseaba por el pueblo con la gallardía de su padre, tomando de su progenitor aquel azul con el que Diego nos deslumbraba desde sus ojos, atrapándonos en una imperturbable sonrisa. A nadie se nos hubiera ocurrido llamar a Salustiano con un diminutivo abrazable, porque Salustiano es la reencarnación del abrazo de la sabiduría transformado en maestro, sin necesidad de achiques.

Fernando, el segundo de los hermanos de la Plaza de Arriba, tenía por entonces un no sé qué de pilluelo seductor adolescente que reclamaba la contundencia de un nombre sin recortes. (Hace demasiado tiempo que no veo a Fernando. Será que los años alejan proximidades y acercan lejanísimos recuerdos).


Pero el más chico, Julito, habría dejado de ser él si lo hubiésemos mentado con un desabrido “Julio”, cuya ajenidad él mismo se hubiera encargado de echar al pilón por intruso, forastero e impropio para alguien tan cálido, tan entrañable, tan inolvidable como él.


La última vez que vi a Julito, estaba encaramado a una banqueta del bar El Cuco, comiendo “arvellanas”, convidando a una ronda y regalando risas con una generosidad que solamente él sabía administrar y con un gracejo que mucho me temo que sea irrepetible. Con muy pocas personas me he reído tanto como con Julito. 


¡Lástima! Quién iba a decir que aquélla sería la última liga de risas, vino y abrazos en diminutivo…


Años antes, cuando todos moceábamos, y no faltábamos todavía ninguno, cada quien habíamos emprendido el eterno camino de ida y vuelta; de ajenidades y reencuentros cada vez más clareados.

Salustiano se fue por ahí. No demasiado lejos: a Jódar, donde, siguiendo las huellas de los maestros que lo precedieron, dejó su propio rastro de afectos, de letras y de bonhomía.

Fernando se fue más lejos. A un no-sé-dónde, desde el que algunas veces regresa a ver lo que ya no existe y a mentar a tantos como son los que ya se fueron.


Julito fue el único que, aunque estuviera en Sevilla, se quedó llenando nuestras calles deshabitas con su gracejo irreverente, y con su nombre reducido al abrazo eterno, aguantando a pie firme los vacíos de un pueblo invernal, donde solo la partida de dominó y la liga vespertina redimen a los que se quedan de tantísima soledad como la que se atrojan en el mundo rural.


Calles nocturnas de Bedmar
Luego, más listo que ninguno de nosotros, Julito nos tomó la delantera -eso sí, antes de tiempo; y que Dios me perdone por echarle en cara sus decisiones- en el viaje que todos tenemos que hacer antes o después, y fue y se durmió a su manera, sin hacer ruido, no fueran a espantarse los recuerdos. 


Pero, si será grade este hombre de nombre “diminutizado”, que en Bedmar basta con decir “Julito” para que el espacio se llene con su entrañable memoria sin que nadie se confunda de persona.


¡Va por ti, Julito! -digo algunas veces cuando ahora alzo una copa de vino solitaria y sin abrazo, acordándome de cuando a mí me decían Socorrito.



En CasaChina. En un 9 de Febrero de 2019