jueves, 17 de diciembre de 2015

LOS CAMPANILLEROS




 


       Debía yo tener muy pocos años porque todavía llevaba el abriguito azul marino con cuello de terciopelo del que sólo conservo los botones con anclas marineras.
De aquello han debido pasar ya muchos años, porque por la parte de atrás, el latón de los botones que conservo está demasiado oxidado para pensar que fue cosa de ayer mismo.
Y debía ser Navidad, porque las habituales y tristes bombillas de las esquinas llevaban varios días con refuerzos a su alrededor que se reflejaban en el charol de nuestros zapatos, y el escaparate de Los Gazquez no se apagaba por la noche para impedirle a los juguetes que se durmieran antes de que llegaran los Reyes Mágicos, o se escaparan a sus cajetas de cartón aprovechando lo oscuro.
Los botones de mi abrigo azul marino
El tiempo tras los botones
      El caso es que, embutida en mi abrigo azul marino con cuello de terciopelo y botones con anclas, con las luces de refuerzo sacándole brillo a mis zapatos de charol, y de la mano de mis padres, una tarde fuimos al Teatro Principal de Jódar, donde Barbarita, la inolvidable taquillera, nos vendió las entradas para escuchar cantar a La Niña de la Puebla.
       Ella, sobre el escenario, vestida de negro como un luto a destiempo, escondía su ceguera bajo unas gafas igualmente vestidas de luto sin alivio. Tras ella, a modo de campanilleros, sombras oscuras le arrancaban a los almireces su melodía callejera de fogones invernizos mal abastecidos.
En los campos de mi Andalucía...
       “Canta como un jilguero con los ojos pinchados” –le escuché decir a mi padre con emoción.
Corriendo el tiempo me  enteré de que los jilgueros que mejor cantan son  los ciegos, porque ninguna luz los distrae de sus trinos y se centran en lo que deben estar: en dolerse de sus ausencias y en reclamar presencias.
Ese día, en lugar de querer ser maestra o bombera, o princesa, o monja, o santa o puta…quise ser ciega, como La Niña de la Puebla, para poder cantar para mi padre y arrancar de su voz una emoción semejante.
A lo largo los años, varias veces regresé vehementemente a mi deseo de cerrar los ojos y cantar para alguien de esa manera que sólo los privilegiados tienen de cantar cuando el amor los vuelve ciegos.
Incluso me enceguecí cantando cuando no debía y amé ciegamente mientras me cantaba el corazón. Y eso no todos lo pueden decir.
A estas alturas de la vida, aún cierro los ojos, no ya para cantar, sino para recordar aquel villancico tan de mi tierra, tan de Andalucía…

Tan Magineroso como Los Campanilleros

Cuando la música se acaba, me quedo aún unos momentos más recordando. Porque lo que jamás olvidaré es aquella letra que en la voz de La Niña de La Puebla se convirtió en presente y presagio del resto de mi vida.
       Letras de Campanilleros, hay muchas. Pero estas Navidades me quedo con la de La Niña de La Puebla:

Toas las flores… / toas las flores del campo andaluz /al rayar el día llenas de rocío / lloran penas que yo estoy pasando / desde el primer día que te-he conocío /  porque en tu querer / tengo puestos los cinco sentíos / y me vuelvo loca sin poderte ver /.
Pajarillos…/ pajarillos que estáis en los campos / gozando el amor y la libertad / recordadle al hombre que quiero / que venga a mi reja por la madrugá / que mi corazón / se lo entrego al momento en que llegue / cantando las penas qu’he pasao yo.

       En “CasaChina”. En un 17 de Diciembre de 2015
 

viernes, 11 de diciembre de 2015

EL JUEGO DE LAS PRENDAS



19/2015

 (De la Serie "Secretos de Familia")

HOY: al hilo del personaje Juan Martínez Villergas

       Tendría que pasar mucho tiempo para que una servidora acabara de comprender las picardías que se escondían tras aquellos juegos, en el que el perdedor entregaba una prenda personal y, para recuperarla, tenía que dar o hacer lo que el severo tribunal de jugadores decidía que debía pagar.
Modificación cromática propia sobre dibujo de Internet
Como digo, sólo el acceso a la adolescencia me metió en rubores cuando, jugando al “juego del anillico”, las manos de aquel mozuelo, detenidas apenas unos segundos entre las mías, me metieron la pechera en tamborrada cardiaca y la cara en sonrojos más luminosos que un semáforo en mitad de una noche sin luna. Pero, hasta que sucedió aquello, las chiquillas de apenas seis años desmaliciados jugábamos a las prendas en el patio de las Escuelas de La Barriada de Fátima, bajo la atenta mirada de la Maestra, Doña Lola, y de su hermana, Doña Pepita, la “mocica vieja” convertida en “Doña” por el hecho de haber nacido de la misma madre que nuestra Maestra.

       Antón, Antón, Antón perulero/ cada cual, cada cual, que aprenda su juego/ y el que no lo aprenda/ pagará una prenda…”.

Modificación cromática propia sobre dibujo de Internet
       Allí íbamos depositando el cinturón de nuestro babi, una sandalia de las de goma, el lazo del pelo, la medallita de la Milagrosa…
La recuperación de la prenda estaba condicionada, como he dicho, al veredicto del Tribunal de Jugadoras: “si quieres tu medalla, tienes que ir a la alambrera del patio de los niños –apenas a tres metros- y sacarle la lengua a Luquitas. O poner pata en pared como un perrillo; o enseñarnos las bragas”.

       “Antón, Antón, Antón Pirulero…”.
       Ya en Bedmar, en los “butifueras” del Cortijo de la Salina, donde las cuadrillas de aceituneros tenían suficiente edad para alborotarse, y yo la pillería precisa para saber de qué iba el alboroto, se me fue alcanzando que el famoso “Antón Pirulero” tenía más astucia en picardías de la que nos gastábamos en las Escuelas de la Barriada de Fátima en Jódar. Por esos tiempos de aceituneros, pude cerciorarme de que las penas a pagar eran repizquitos furtivos por debajo de los refajos, besillos de ambigua trayectoria, regodeos y manos que se metían allí donde a las mozas le alteraba el pulso y a los mozos la hombría.

       Antón, Antón, Antón Pirulero…”.

Modificación cromática propia sobre dibujo de Internet
       Tuve que llegar a mayor para saber que el tal “Pirulero” era un natural del Perú. 

Y tuve que llegar a vieja para saber que el tal “Antón Pirulero” fue un semanario, publicado en Argentina, en 1875, por uno de nuestros escritores malditos del Romanticismo, Juan Martínez Villergas, a quien estoy segura de que le hubiera gustado saber que la cabecera de su semanario dio de sí tanto que sirvió algo más que para contar cosas por escrito, o para juegos de niñas en el patio de una escuela de la Barriada de Fátima.
Su “Antón Pirulero” traído desde el lunfardo sirvió para acelerarle los pulsos al mocerío en aquellos tiempos en que el mapa del pecado estaba siempre al sur del ombligo.

En “CasaChina”. En un 26 de Febrero de 2015.

jueves, 10 de diciembre de 2015

HOSTAL PARAÍSO DE MÁGINA DESDE LOS VENTANALES




81/2015
Desde los ventanales del comedor del Hostal PARAÍSO DE MÁGINA, en ese Bedmar en el que siguen anidando las golondrinas de mi infancia recién nacida y los grajos continúan oteando el desmorone de su Castillo, una siente que el mundo se abre hasta más allá de su propia existencia. Y ya no existe nada que no sea ese preciso instante en el que los ojos se confunden con la intensidad de lo imperecedero.
Ayer, sin ir más lejos, pasé por este LUGAR, que anoto una vez más en mi libreta de emociones, y el tiempo se detuvo como siempre suspendido en intensidades del pasado convertido en un todo presente.
·   El LUGAR: rotundo sin concesiones. Áspero y tierno; entre pardo y pajizo tirando a verde-olivo.
·     LOS CONDUMIOS: dignos de gastronomía arcana en alquimias de fogones caseros. ¡Dónde encontrar a estas alturas de los tiempos un aperitivo tan clarividente como sardinas arenques, troceadas sobre aceite de oliva recién parido!
·     LOS PERSONAJES: entrañables: Anita, reina de sus fogones de los que salen platos dignos de las mesas más honradas; Manuel, su marido, de gesto adusto y corazón cabal; Juan, que lleva el campo retratado en la retina. Y la siempre añorada Estefanía, la hija que creció ya entre libros –los tiempos cambian- cuyas páginas la alejaron de lo rural y la acercaron a la eterna añoranza…
·     Y YO: sabiendo que en pocos minutos tendré que regresar de nuevo al eterno y borroso camino de seguir viviendo, detenida en el instante, saboreando la intensa exactitud de lo efímero, mientras recuerdo a mi admirado Fernando Pessoa cuando dijo aquello que quizá le nació mientras miraba el tiempo interrumpido desde un ventanal semejante:

“El valor de las cosas no está en el tiempo que duran sino en la intensidad con que suceden. Por eso existen momentos inolvidables, cosas inexplicables y personas incomparables.” Fernando Pessoa

En “CasaChina”.  En un 10 de Diciembre de 2015