viernes, 24 de junio de 2016

YO TE QUIERO, PANCHO



 ¡Yo te quiero, Pancho! Que me muera aquí mismo si no es verdad que te quiero.        
Tú bien sabes que tengo pocas luces, y que sigo lo mismo de tonta que siempre. Que, como decía Madre, no había cristiano que pudiera hacer carrera de mí. Y todo porque, cuando por el tiempo de la aceituna me llevaba al tajo, yo tardaba todo el día en llenar una esportilla. Pero es que, Pancho, yo no comprendía para qué había que llenar la esportilla si encuantico estaba llena tenía que ir a vaciarla en la criba grande o en el esportón del Manigero y, ¡hala!, a empezar a llenarla otra vez. A mí se me figuraba que aquello sí que eran tonterías mas grandes que mis dichos y que mis maneras.
Madre no se cansaba de decirme tontorrona pero es que a mí se me  arrodeaba el talante cuando me apremiaba para que me aplicara a una tarea tan sin provecho.
A mí se me antojaba que, en la aceituna, lo mejor de la faena era lo que desempañaban los vareadores, tan tiesecicos ellos en lo alto del ramaje, espantando gorriones tardíos con sus varas y mirándole las senaguas a los nublos. Pero encuantico  yo agarraba una vara el Aperador empezaba a tupir a Madre como un demonio:
-¡Catalina!, o atas corto al pendón de tu hija o te despacho del tajo. Que mira la muy marimacho, que no hace otra cosa que estorbar a los braceros y entrarles de mala manera con las vergüenzas al aire. Luego, si pasa algo, no irás a pedirle cuentas a los pobres si le responden como Dios manda; que mira que los está provocando todo el santo día y bien que se sujetan ellos; que un hombre es un hombre y no entiende de tontas cuando lo hurgan en la hombría. ¡Catalina...!

        Madre se ponía colorada como un tomate pero ni le contestaba al Aperador para no disgustarlo mayormente.
Si tendría pocas luces que no me percaté de lo preciso que era llenar y vaciar esportillas hasta que no te pusieron a ti detrás de la criba y empezaste a echarme aquellas ojeadas…, y aquellas risicas como de cariño con las que me mirabas cada vez que me arrimaba con mi capaza llena. Entonces sí que me entraron las urgencias…, que tú mismo decías que ni las mujeres mas recias de la cuadrilla me echaban la pata por encima ni me ganaban a juntar aceituna. Tú te recordarás, Pancho, que me dejaba las uñas entre la escarcha de los terrones de los ruedos, y los pellejos de los dedos se me saltaban de tanta helazón que escupía la amanecida, con tal de llenar la espuerta y poder verte de cerca cuando iba a vaciarla. De verdad que yo nunca he tentado un suelo más duro ni más arisco que ese en el que se agarran las aceitunas, a las siete de la mañana, cuando la noche está rasa. Por eso me gustan tanto los nublos en tiempo de aceituna: te mojan pero no te revientan los sabañones. Por eso y porque el Amo le tenía mandado al Manijero que, cuando lloviera, holgáramos en la cocina de los caseros mientras escampaba, y allí podía juntarme contigo sin que Madre rezongara.
Madre siempre me estaba porfiando:

-Pero ¡pedazo de tontorrona!, ¿cómo te piensas tú que un mozo como ése te pretenda a ti habiendo tantas mozas con la cabeza en su sitio? Lo único que quiere es lo que quieren todos, hacerte una barriga y luego ¡a correr, que la sangre es ajena…!

Tú la perdonarás, Pancho; pero es que ella, con lo listísima que era, de cariños entendía poco; que a Padre nunca le escuché dirigirle la palabra si no era para despreciarla y ofenderla diciéndole que no servía para otra cosa que no fuera parir mastuerzos. Padre, cuando decía aquellas cosas me señalaba a mí; pero es que yo me pienso que él se sentía muy afrentado con mi simpleza delante de la gente del Pueblo, y a alguien tenía que echarle el muerto. Y no iba a pagar la rabia con los de fuera de casa, que para eso está la familia…
Yo no sabía lo que era cariño hasta que tú me quisiste…. ¿Y qué iban a entender Padre y Madre de lo nuestro si ellos no se tenían roce ni para insultarse…?; que te lo digo yo, que en eso del cariño sí que se distinguir gracias a ti, y lo entiendo como si fuera una maestra….
Y es que, Pancho, cuando aquella mañana en el tajo me agarraste las manos y empezaste a chuparme la sangre que me chorreaba por los dedos helados, despacico…, despacico…, mirándome a la cara de reojo, yo, en mi cortedad, me alboroté por dentro de semejante manera como se alborotan las tórtolas entre los caíllos y los abrojos por el buen tiempo. Y entonces me pensé: de éste debiera aprender Don Nicolás, el Médico, a quitar dolores; que me ha amainado el escozor mismamente con la calor de su saliva, y tal parece que me haya disipado en los sesos la bruma la tontera. Que  hasta el helamiento de los huesos se me ha ausentado.
Me pienso yo, Pancho, que si de verdad soy tan tonta como dicen pues que bendita sea mi pavera que me alcanza para quererte de esta manera tan llana. A nadie he querido yo como te quiero a ti, Pancho.
A Madre, aunque estuviera siempre diciéndome tonta, le tenía un apego muy grande, y muy blandico,  y muy afanoso.  Y siempre estaba rastreándola con reojos y acechando su mirar, por si me tenía un desaire por mis simplezas. Algunas veces hasta me  echaba una sonrisa, o me pasaba la mano por los pelos… y, entonces, era como si reventara y me abriera como las granadas por Septiembre. ¡Ay!,  bien que me duelo de no tenerla ya conmigo, que otro gallo me cantara si ella estuviera. Que me pienso yo que  por encima de mi tontera nunca se le despintó hacia mi persona el apego de madre.
        A quien le tenía de verdad querencia era a Doña Medarda, la Maestramiga. Que ésa sí que se halló conmigo y me entendió en mi ignorancia. Yo de letras, pues ya sabes; que entonces se me figuraba ser muy engorroso lo de escribir. Pero, cuando se lo decía a Doña Medarda, en lugar de tupirme o de rebajarme me decía:

-Mira, Catalinilla; no escribas si se te hace trabajoso. Como a ti lo que te prueba es pintar pues pinta letras y luego les pones nombres.

Yo le hice caso, porque para mí lo de pintar ya sabes tú que es lo que más me gustaba en el mundo. Y mira tú si pintaría letras en la Escuela de Doña Medarda que aprendí a dibujar hasta tu nombre; ¡que hay que ver lo que te gustaba el cómo lo hacía!:


A Padre le perdí el apego cuando, en casa del Cura, le pinté lo que hacíamos tú y yo debajo del Puente y por los cañaverales de la Vega. Pero no te creas que salió de mí el pintar lo nuestro. Es que se pusieron los dos a porfiarme de una manera que me metieron el agobio en el cuerpo, sobre todo el Cura, que decía que me iba a ir al infierno si no me confesaba de mis pecados; y yo para esclarecerles que lo que tú y yo hacíamos no podía ser un pecado, porque aquello era  lo que los ángeles tendrían que estar haciendo en la gloria  cada día, se lo pinté; y el Cura se santiguó y me mentó con una referencia que no se qué quería decir pero era más malo que lo de  llamarme tonta por cómo le echaban ascuas los ojos. Y Padre me atizó un guantazo que se me saltaron las lágrimas. Y todo por quererte. ¡Porque mira que te quiero, Pancho!
        Bueno, como te iba diciendo, pues a Padre le perdoné lo del sostrazo. Pero lo que no le perdoné fue que me llevara en casa de la Comadrona; y que la Doña Pepita empezara a hurgarme con unas tenazas largas en las entrañas como si fuera a arrancármelas; que hasta me puse a chillar y se me saltaban las lágrimas por encima de la vergüenza de ver a Padre fijo en mis partes con esos ojos chiquitillos y apretados que tiene, que parecen pozos ciegos…. Y todo porque había dicho el Cura que lo que naciera, si nacía, sería un pendón pecaminoso en manos de una “majadera” sin remedio.  Yo no sé lo que es una “majadera”. Pero… ¡si yo te contara cómo me dolían el cuerpo y los sesos con lo que tuve que aguantar en casa de la Comadrona…!
        Luego ya no me dejaban salir a la calle para que no se repitiera la preñez; hasta que a Madre le entraron las ciciones, y a Padre todo se le hacía poner a calentar calderos en la lumbre para, cuando le volvieran las tercianas, poder amainarle las tiriteras. Ya no se ocupaba de otra cosa. Era como si el aliento de la muerte que rondaba por la cabecera de Madre le estuviera sacando a Padre del cuerpo un apego que nunca había demostrado.
Entonces, tú te recordarás de eso,  yo me escapaba a la Vega a ver si te veía. Y cuando ibas llegando yo te chistaba desde los cañaverales con aquel cuchicheo tal que semejante al de las perdices que tú me enseñaste. Y, si alguna tarde que no llegabas, a mí se me abrían las carnes y se me anochecía el talante.  Entonces en el Pueblo empezaron a llamarme putón además de tonta, y se corrió la habladuría de que tú le habías quitado la honra a Padre. Y le sacaron aquella copla tan afrentosa que ahora me cantan a mí… Hasta que Padre se calculó para sus adentros que la honra solamente se lava en sangre…
        Ya te he contado en otras cartas que me puse peor de la sesera cuando Padre te descerrajó el tiro. Yo creo que lo hizo para aliviarse de la faena de tener que vigilarme a mí la barriga y a Madre las calenturas.
Te juro que cuando te vide muerto a la vera de Padre se me encendió tanto odio por él como querencia te tuve a ti. Pero, pensándolo bien, todo no ha sido tan malo; ya no hay nadie que pueda hacerme la contra ni quitarme al novio; porque, desde que te tengo aquí enterrado, ya eres como mío de verdad y puedo venir a verte y meterte cartas por la juntura de la losa para que te hagan compaña. Tú habrás visto que no te he faltado ni un día. Todas las santas tardes, desde que te dieron tierra, aquí he estado yo, con mi carta de amor de cada día, como si donde te hubieras ido de verdad es a la “mili” y yo te estuviera escribiendo al otro lado del charco, como decía Doña Medarda cuando le escribía a las analfabetas cartas para sus novios. Yo por lo menos me aprendí a dibujar las letras para poder decirte lo mucho que te quiero. Porque ¡mira que te quiero, Pancho!
        Pero hoy tengo que decirte algo malo, y es que ya ha salido el juicio y le he oído a la Ricarda, la barragana, que a Padre se lo llevan a prisión de por vida. Te recordarás que te lo escribí; que por la Pascua, cuando se murió Madre, a Padre lo soltaron, hasta que saliera la sentencia, para que se ocupara de mí y me buscara acomodo. Pero ¿quién iba a querer cargar con un ser como yo que, como dice el Cura, soy un pedazo de carne con ojos, con un buche que no se llena nunca y con una boca que dice lo que nadie quiere oír?  Y, para colmo, -dice-, pendón sin enmienda.
¡Ay, Pancho!; si no te hubieras muerto ahora tendría donde recogerme. Que bien que me lo decías cuando lo nuestro: -mira, Catalinilla; vámonos a vivir juntos al chozo que tengo en la Vega, que a nadie puede incomodarle que nos queramos y que estemos bien casados-.  Pero el Cura sin querer casarnos porque decía que Dios no quiere casamientos de tontos. Y Padre, tan cerril…, ¡mira que lo que te hizo…!
Ahora dicen que, cuando encierren a Padre, a mí me van a meter en el asilo. Que ni pensión me queda para que alguien quiera recogerme a cambio de cobrarla. Así que no te extrañará que no venga a verte más por las tardes y que no te pueda mandar más cartas.
        Y no es porque no te quiera escribir de lejos. Yo le pregunté al Cartero que si a los muertos le llegaban las cartas poniéndole bien las señas, por si podía seguir escribiéndote. Pero no te voy a referir lo que me contestó el muy marrano porque hoy no quiero incomodarte; que si lo supieras me pienso yo que te levantarías de tu tumba y lo agarrarías por el pescuezo de semejante manera que enganchaste al Manijero la tarde que te dijo lo de “echarme un polvo todos juntos”, cuando nos pillaron a ti y a mi queriéndonos en los atrojes del grano. ¡Que hay que ver cómo te pusiste!, y sin querer destaparme el misterio de tu enojo; que fue la única vez que tú también me referiste de mala manera y me llamaste tontorrona. Y no se me olvidará nunca el abrazo que me diste luego, mientras te lloraban los ojos como si fueras chico, viéndome llorar a mí. Yo no me recuerdo que nadie me haya dado en mi vida un abrazo llorado como el tuyo de aquel día. Por eso te juré, como tú me reclamaste, que siempre me iba a quedar a tu vera aunque cayeran chuzos de punta; pero ya te darás cuenta que no puedo remediar lo que remedio no tiene; que cuando se lleven a Padre a mi me encierran en el Asilo porque no puedo apañármelas sola. Ahora sí que nos separan de verdad, Pancho; y nos va a poder la vida en lo que la muerte no nos ha podido.
        Así que, si Dios no lo remedia, ésta tiene que ser mi última carta, porque de seguro que mañana me llevan a ese sitio que te he referido.
        Si puedo escaparme, por mis muertos te juro en esta tumba que me escapo para venir a hacerte compaña. Pero, si Dios no me da luces para encontrar el portillo por el que escaparme, que sepas por esta carta, que es la última que te meto en la tumba, todo lo que te quiero. Porque ¡yo te quiero, Pancho!

                                                   Marineda 21 de Diciembre de 2001.
                                                           Gaviola de Aznaitín





Segundo Premio de Relato Breve MIRAMAR. Del Colegio de Abogados de Málaga





              EN LA ERA...

Antes de cerrar la noche
al dar de mano aquel día,
se puso el primer lucero
amarillito de envidia.
Fue por Agosto, la era
preñada y recién mullida
nos sirvió como canasta
inocente y encendida.
Casi sin querer rozaste
con cabecillas de espiga
un recodo de mi cuerpo
que en ansias se consumía,
mientras le ponías canciones
a la líquida rutina
del discurrir de la acequia
que remansaba cansina.
Yo corté dos amapolas
rojas como mi fatiga
y en el centro de la era
te reté con florecillas
metiendo  en ellas los besos
que entre los labios me ardían.
Sin terminar de querernos
nos pilló la amanecida
hurgándonos en el cuerpo
con ansias de mas caricias
Le pedí al aire toallas
y al amanecer cortinas
para secar mis sudores
y taparme las fatigas
que se me estaban subiendo
pecho adentro, cara arriba.
Y me atusé con desgana
dos o tres pajuelas chicas
que con aquellos trajines
entre el pelo se escondían.
Tú te pusiste a la trilla;
yo con los haces de espigas
a cortarle los ramales
que en el tajo les ponían.
Y los dos a murmurarnos
con maliciosas risillas
la buenura de la noche
tan llena de picardías.
Antes de llegar la siesta,
casi por el medio día
se vino el viento solano
sobre la parva extendida
mientras renegaba el Amo
hablando de horas perdidas:
que si se pone a llover
esta  parva se extravía...
que si esto..., que si lo otro...
que está lista la maquila...,
que se arrejuntan las granzas
con el trigo de la orilla...
que si dicen que rezongo...
que este  ventarrón me ruina....
Entonces, como los vientos
abaleaban con ira
y a la contra aquella parva
juntando pajón y espigas,
perdiéndonos, camastrones,
tras los costales de harina
nos echamos a querernos
para aprovechar el día.

La Pililla



  34/2014
Foto de Juan José Pozo

(Paisajes de un Bedmar en blanco y negro)

 La Pililla era entonces como la Tierra Prometida. El alfa y el omega de todos los sueños de verano adolescente, el líquido derroche del agua interminable, el punto de referencia de todas las historias.
La Pililla era el principio y el fin de todo en nuestro Pueblo.
“Alárgate a por agua a La Pililla” –le decía el ama a su moza cuando el cántaro amenazaba sequía, y la moza ansiaba querencia de ojos.
“Ni se t’ocurra pasar de La Pililla” –le conjuraba la madre a su quinceañera, más temerosa de lo que tuvieran que decir las otras madres sobre su hija que de lo que su hija pudiera hacer si traspasaba las últimas bombillas encendidas y sin apedrear del Pueblo.
“Párame en la Pililla” –le decíamos a la camioneta de “Los Albanchurros” cuando, por finales de junio, nos acarreaba la adolescencia desde el Colegio de las Carmelitas de Jaén, camino de los desmanes del verano.
Alfonsico el Cherra, el cabrero librepensador, que era un descreído que se pasaba la vida mentando a Dios malamente, -y apedreando con su honda por la almendrera a los primaverales ladrones de allozas-, cada vez que iba de mala gana a ver la entrada de La Virgen, remoloneaba calculando con ojos expertos los dos caños de agua del pilar de La Pililla, los comparaba con el venero de lo que todavía echaba la alberca grande del Barranquillo, y se decía para sus adentros: “no permita Dios que tenga yo que ver la merma de lo mío”. Y Dios, de tanto sentirse mentar por un impío, no permitió que los ojos de Alfonsico el Cherra vieran secarse el venero del cortijo donde dicen que servía por lo que servía, y lo dejó hasta que dio su última boqueada seguir curtiendo sus pellejos en la alberca que ahora casi se muere de sed,.
Las cabras de Juana la Tufos eran muy señoritas y, en lugar de triscar por trochas alejadas, se quedaban ramoneando por el Pelotar. Luego, a eso de las cinco de la tarde, Juana las bajaba hasta un escaso bosquecillo de ailantos que había en la carretera de arriba, a mitad de camino entre El Barranquillo y las primeras casas del Mundo Gráfico, y esperaba mi vuelta de la escuela de Doña Ramona para ordeñarme una de sus cabras directamente en la boca. “Nena –decía manteniéndome bocarriba debajo de su cabra- si es que, dende que se te murió tu pápa, t’as queda’o mu seca”. Después del ordeñe, Juana bajaba con sus cabras hasta el abrevadero de La Pililla para que el agua fresca les repusiera en sus ubres lo que la largueza de la cabrera les había mermado en mi boca, y no tuviera que pagar su largura en correazos.
Mucho tengo yo que agradecerle a Juana la Tufos, porque me pienso yo que aquellos ordeñes sin hervir, de la teta a la boca, me vacunaron para siempre de las ziciones, -ésas que los entendidos mientan como “fiebres de malta”-. Y me sanaron de ser una escolimada asquerosa.
Por las mañanas, antes siquiera de que el mirador de Aroma de Mágina soñara con ponerle ventanas de palco al Cerro Aznaitín, la Pililla era el tendido de sombra desde el que guipar de balde los galanteos de los primeros rayos del sol asomando por detrás de La Serrezuela, con los impudores desnudos del último cerro de Sierra Mágina.
Por las tardes, y con las calorinas de los quince años metidas en el cuerpo, aprendíamos alrededor de La Pililla a jugar al “ramalico caliente”, viendo cómo el Cerro engatusaba y se bebía los últimos rayos que, mientras acariciaban la piedra viva, le iban poniendo peinillas de luces cenitales antes de echarse a dormir.
A esas horas, empezaban a llegar al Pilar, desde las huertas, reatas interminables de mulos y de borricos cargados de todo lo que el vergel diera, para vender al día siguiente en la Plaza de Abastos de Jódar, y aún algo que apartar para la pipirrana de la casa propia o para el ponche del llano, donde se tomaba la fresca contra los sofocos con los que respiraba el Pueblo.
Por entonces, en Jódar quitaron el lavadero del Andaraje y el Pilar de la Plaza, porque les pareció que era más bonica una fuente de taza con chorrillos volanderos, que aquella añeja ordinariez de dos caños tan llena de siglos y de chismorreo de aguaderas. Pero en Bedmar, como éramos menos señoritos, conservamos nuestros pilares –menos uno: el del Camino Viejo- sin canalizarle al agua sus ansias de raudales.
Por lo que me han contado, en Jódar, cuando se dieron cuenta de  que las moderneces acaban con la historia propia, se pasaron años buscando el despiece de su mala cabeza para poder armar de nuevo su pilar fenecido. Creo que nunca pudieron encontrar las piedras con aquellos senos donde aguantar los cántaros mientras se llenaban hasta el gollete.
La Pililla, sin embargo, ahí sigue, como entonces, para sujetarme la memoria en su sitio ahora que empieza me flaquearme la vista.
Aunque me pienso yo que antes no había en el Pilar peces de colores, sino ranas, ovas y sanguijuelas…
¿O será que ya no me acuerdo bien, y confundía los peces de colores con el espejeo del sol bajo sus aguas…?

En “CasaChina”. En un 23 de Junio de 2014