lunes, 27 de agosto de 2018

EL LIBRO DE JEAN SÁNCHEZ


77/2018

       
¡Quién iba a decirlo!  
Jean con su familia en Madrid

Jean Sánchez, aquel niño que salió de Bedmar cuando lo de la emigración, casi sin saber andar, y que luego regresó durante un tiempo a vivir con su abuelo en el pueblo, y que más tarde se fue definitivamente más allá de los Pirineos, tras una estancia de ida y vuelta al Madrid de los suburbios y de los barrios extramuros, aquel niño cuyo nombre se afrancesó en tierras de emigración, nuestro paisano Jean Sánchez ha escrito un libro. Un libro maduro, entrañable, sencillo, directo y honesto, en el que cuenta su historia; pero en el que, mágicamente, todos podemos encontrar nuestra propia historia; porque, más cerca o más lejos, estuvimos viviendo nuestras propias historias, paralelas a las de Jean, que ahora convergen en un mismo punto: su mágico libro.


Tuve el privilegio de leer y emocionarme con el primer capítulo. Y desde aquel instante supe que J-e-a-n era la persona elegida por el destino para escribir sobre la durísima historia de la emigración de Bedmar (J-a-e-n) y de sus gentes

Y tengo el privilegio de que me haya recordado en sus primeras páginas, las de “agradecimientos”, cuando soy y seré yo por siempre la eternamente agradecida, como paisana y como escritora.

Pueblos de Sierra Mágina
Lo recuerdo con verdadera ternura. Cada capítulo/entrega de los que me fueron llegando me estremecía, a veces hasta las lágrimas, a veces hasta la sonrisa o la risa abierta. Porque lo que Jean iba escribiendo era la vida misma de una época en la que cada uno de nosotros sabe bien para sus adentros lo que lo que tuvo que aparentar o callar -que no todo fue lo que parecía-. En definitiva, lo que tuvo que vivir cada quien. O lo que no vivió. Y lo que Jean ha escrito es la vida misma vivida honestamente pero, sobre todo, esforzadamente dentro de una familia marcada por la excelencia.
Barranco Peregil, paso de cosarias
Según iba leyendo, eran los paisajes de mi/nuestro Pueblo los que tomaban vida y sentido nuevos. Así, La Posada, cerrada ahora a cal y canto, perdía sus gruesos muros dejándome ver aquellos otros tiempos en los que sus antepasados trajinaban en el interior. La Serrezuela reflejaba figuras inexistentes de “corsarias” -como les decían en Bedmar- o cosarias” -sin la "r"- como las define el Diccionario de la Real Academia de la Lengua a aquellas aguerridas mujeres que, sin hombre  que les procurase el sustento de sus casas, porque sus hombres habían muerto en el frente, o habían sido fusilados, o habían huido al monte, traían y llevaban ellas cosas de estraperlo (curiosa y significativa palabra) de un pueblo a otro, arriesgándose a ser apresadas y escarnecidas por “el orden establecido”. 
 Los huecos de las carnicerías de la Plaza de Arriba cobraban ecos de “carnicerías humanas” en los viejos tiempos de unos odios que Jean (¡bendito seas!) es incapaz de sentir. 
Y París, aquel París que yo conocí por primera vez y a pie -mochila al hombro- allá por la revolución de 1968, ha acabado por convertirse en la ciudad redentora donde mi paisano aprendió que cualquiera que, en lugar de paralizarse en la diatriba de odios heredados se esfuerce por la superación personal, puede llegar a escalar la Torre Eiffel sin llevar los pies descalzos ni demandar limosnas envenenadas.

Recorrer ahora los distintos capítulos de ese libro que pronto verá la luz me produce un cierto sabor agridulce. Y mucha, muchísima ternura. Porque duele lo que cuenta; pero su manera de contarlo está tan llena de cordialidad y tan carente de revancha que aquella durísima realidad que va narrado nuestro paisano la convierte en una catarsis sanadora para todos.

Jean
Él, que salió del Pueblo con lo puesto, que cuenta cómo la familia vivió en las chabolas de Vallecas en Madrid o en el barrio obrero de San Blas, que nos relata su éxodo y sus arrestos sin paliativos pero sin alharacas, acaba mostrándonos una foto cuyo pie reza: La urbanización Pueblo Dorado, donde tengo el piso en Mojacar”.
Y es ese saber que nuestros paisanos más desheredados supieron arañarle a la vida un mejor estatus a fuerza de privaciones y esfuerzo lo que me reconcilia con el mundo y con sus peores recuerdos.
Sobre todo, cuando uno de ellos, -en este caso, Jean- nos cuenta en primera persona lo que jamás debemos olvidar: que la excelencia del esfuerzo personal y perseverante está por encima de la envidia igualitaria.

¡Gracias! Mil gracias, Jean, por lo que me/nos enseñas con tanta sencillez.

En CasaChina. En un 27 de Agosto de 2018

miércoles, 15 de agosto de 2018

LA BÚSQUEDA


Acto de entrega de premios CULVE 2018
 45/2018

(El último pinete)

Primer premio de Relato Breve CULVE 2018
Ayuntamiento de Bedmar (Jaén)

Aquella mañana el alcalde había ordenado cambiar de sitio los pedazos de paisaje con los que estaba hecho el Pueblo; y luego mandó ir colocando pedazos de otros paisajes forasteros entre los pocos retales que aún quedaban de los nuestros.
Quizá fuera por eso por lo que la Antonia, hecha como estaba ya a recordar lo que andurreó en el pasado más que a ver por donde andaba, se perdió irremediablemente, sin que nadie pudiera dar razón cierta de su paradero cuando la echaron en falta.
El último pinete de Bedmar
No es que la Antonia, a primera vista, fuera ni más ni menos que cualquier vecino. Pero, por alguna sinrazón, y después de tantísimo remiendo de trasiego de criaturas, todos se barruntaban que, junto con el Roque, la Antonia era lo poco que iba quedando de la memoria de lo que fue el Pueblo muchos años atrás; y, por si un por si acaso, cuando echaron en falta a la Antonia, pensaron que no debieran dejar que se perdiera sin hacer algo, si es que aún estaban a tiempo de hacer sin deshacer pasados sin historias que contar para los más nuevos.
Cuando comenzó la búsqueda, algunos dijeron que, con las claras del día, la habían visto bajar como otras veces por la Rambla, y que iba como si no acabara de saber bien por donde iba mientras rezongaba: “¿Pero se puede saber qué calle es ésta? ¡Ni que no me conociera el camino con los años que tengo ya!” -cuentan todavía que algunos le escucharon decir algunas cosas más, mientras tentaba los nuevos árboles con los que se probó a remediar el desastre de la tala de los viejos plátanos orientales, que llevaban dándole sombra a la vida agostada de los lugareños desde que había memoria por sus calles.
La almendrera de Bedmar
Es muy posible que la Antonia se pasara toda la mañana subiendo y bajando por la Rambla, porque de ella dieron razón confusa muchos de los que todavía tenían por costumbre hacer aquel camino a pie a muy distintas horas. El primero fue el Roque, quien, aun sabiendo como sabía que el efluvio de las vacas de la Camila había desaparecido hacía ya muchos lustros del esquinazo de la Calle Alta de San Marcos, gustaba él de comenzar el día alargándose hasta aquel recodo donde Carmen, en otros tiempos, ordeñaba a su Lucera cada tarde, después de traerla Rambla abajo, con las ubres a reventar, la barriga llena de yerba y rastrojo y los ojos adormilados dispuestos al sosiego. El Roque, al igual que Carmen la Camila, había sido pastor antes de irse a Navarra, y aún después de volver al Pueblo y de ser viejo. Por entonces, antes de lo de la emigración, se permitía acercarse cada madrugada, antes de que Carmen sacase a su Lucera, para recomendarle lo que siempre le recomendaba: que procurase que la vaca comiera algo más que hierba corta y fresca para esquivar que las flatulencias acabaran por no encontrar el boquete por donde salir, e hincharan al pobre animal hasta tener que hincarle un pedazo de caña entre dos costillas para aliviarle las bufas antes de que reventara.
Además, a esa hora, la Antonia, que había comenzado a mocear sin desdenes, tenía por costumbre ir a comprar la leche; y no había mejor sitio desde donde mirarla pasar que el llano de la Camila, sin que nadie tuviera que decir nada, ni ellos tener nada que decirse si no era con los ojos.
Lo que pasa es que, ahora, en siendo ya viejos, nada les impedía hablarse, aunque ya no pudieran distinguir las cosas de las que conversar y aunque tuvieran desde tanto tiempo atrás algunas deudas de arrimo pendientes.
-A’ si te extravías, que esto ya no es lo que era -aventuró el Roque esa mañana dirigiéndose a la Antonia, al verla tan desnortá’ como nunca la había visto.
-¿Que a ver si me extravío? ¿Más…? ¡Sabrás tú por donde te andas a estas alturas cuando no lo supiste ennortar entonces, cuando teníamos tiempo para vivirnos, so carcamal sin memoria!
Al Roque le dolieron aquellas palabras como un presagio, y echó calle adelante, sin arrodearse a mirar hacia dónde enfilaba sus pasos la Antonia.
A eso de media mañana fue el hornero quien mentó los ires y venires sin norte de la Antonia, desde la Rambla hasta el Mercado de Abastos, donde, finalmente, dijo que la había visto como si bullera con alguien invisible, y tal pareciera que iba buscando, en mitad de la desolación de los escombros, aquellos puestos de cemento entre los que ella, una vez al año hasta que todo acabó, había moceado tantas veces, bailando en la verbena, con su cancán almidonado, sus mangas en sisa y la calentura de sus dieciocho años demandándole ajuntamientos casuales a ritmo de pasodoble, de los que luego tanto rezongaba el cura en el sermón de la misa mayor, en la que los manguitos sobre los brazos pecadores procuraban malamente una redención del desnudo baile nocturno.
Cuando el Municipal entró en el corralón de lo que había sido tiempo atrás el Mercado de Abastos, y mucho antes verbena anual a falta de mejor ubicación, refirió que la Antonia tenía los ojos como enlutados y los labios como echándoles responsos a los tiempos muertos.
Últimos pinetes de Bedmar
-Ya verás, Antonia, lo bonica que va a quedar La Plaza cuando se acaben las obras -trató el Municipal de sosegarle el desconsuelo a la vieja, sin darse cuenta de que los viejos no necesitan palabras, sino paisajes reconocibles, para anclarse un poco más a la vida, y poder olvidarse de que ya no les va quedando sitio propio de referencia.
Al caer de la tarde, pasó por delante de la cafetería Aroma de Mágina, y CrisPin, el niño pintor, le chistó para recordarle que tenía un dibujo nuevo que enseñarle; pero la Antonia parecía que llevaba prisa y siguió su camino. Una chispa más adelante, muchos de los que estaban ligando en las terrazas del Mesón y del Paraíso de Mágina, envueltos en las moderneces que salían de los altavoces echándole un pulso al silencio, la vieron pasar, arrastrando los pies, y con toda la carga de los viejos recuerdos del Pueblo a cuestas, doblándole el espinazo. ¡A donde iría la Antonia a esas horas, metiéndose en las tinieblas de aquel Parque sin música! ¿Es que nadie le había dicho a aquella vieja loca que en el quiosco de La Pililla hacía ya mucho tiempo que no servía “biscúter” de cerveza y platillos de “arvellanas” como los que la Antonia seguía demandando, cerril, como quien busca en la mugre el retrato del primer novio?
¡Si es que los viejos no tienen apaño…!
Últimos pinetes de Bedmar
Lo que es verla de vuelta, nadie la vio aquella noche. Pero la Antonia, como todos los de antes, era muy suya; y, cuando se ponía abulaná’, había que dejarla hacer a su aire si uno no quería llevarse un berrinche con lo que era capaz de echar por su boca cada vez que le entraba la ventolera de que le estaban robando su paisaje de siempre, a escondidas y pedazo a pedazo.
Cuando al día siguiente la echaron de menos, y fueron al Ayuntamiento a ver si el alcalde quería echar un bando para organizar la búsqueda de su memoria viva, lo primero que mentaron fueron “Los Pinetes”, a los que ella tanta inclinación les había tenido. ¿Y si se había caído al civanto, con la poca vista que le quedaba a la vieja, y la mucha querencia de aquellos rústicos poyos en los que, a falta de mejor y más prudente sitio donde sentarse con su mozo, tantas veces puso a orear los ardores de su juventud? Pero el regidor los sosegó recordándoles que él mismo había mandado juntar todos los pinetes, cegando los huecos, y convirtiéndolos en un solo banco corrido y enfoscado, sujeto por un sólido balate de piedra seca entreverada de ripios, de manera que aquel peligro había desaparecido por los siglos de los siglos, asemejando el lugar, tan pintoresco y raro hasta entonces, al de los tendidos de los parques de las mejores ciudades que él conocía.
Cuevas de Bedmar
Además, estaba remediado lo del peligro de los huecos. Y no es que jamás se hubiera dicho que por allí se despeñara nadie desde que había memoria; pero el progreso era el progreso, y la amenaza de las mellas entre pinete y pinete, era algo así como un acecho sin fecha; de manera que, por mucho que los viejos echaran de menos los sin par y singularísimos Pinetes del Pueblo, había llegado el momento de que alguien con ideas originales se ocupara de apañar peligros en potencia y traer nuevos aires que los igualara a los pueblos más modernos.
(Y, de paso, quitarle las telarañas a la memoria añeja. Hasta que, con el tiempo, otros vengan a borrarle la suya. Pero eso no lo saben todavía).
 A la Antonia la encontró el Roque.
La Pililla. (Foto de Juan José Pozo)
No es que a él, por ser el más viejo, le hubiera encomendado nadie el trayecto menos dificultoso; es que él siempre fue de decidir por cuenta propia; era el que más y mejor conocía a la Antonia, y por eso, mientras las cuadrillas de la búsqueda se esturreaban por la Almendrera, por detrás del Castillo, por el Camino Viejo, por las Protegidas y hasta por las ruinas de la Fuengrande y por el Boquerón que atraviesa el pueblo, arrancando desde el rastrillo de la calle Mayor hasta sabe Dios dónde, el Roque enfiló en solitario la carretera de entonces sin vacilar ni por un momento. Salió del Pueblo por el Mundo Gráfico. No quería pasar por La Pililla para no tener que agarrarse un berrinche con ese árbol señoritingo que le han puesto al pilar en la delantera, impidiéndole al viejo pilón mostrar su brava hermosura de piedra viva sin celajes de falso postín. Fue rodeando por su izquierda el Pelotar, tratando de no recordar la desaparecida Cueva del Gato ni mirar el destartalado corralón que corona y deslustra ahora tan hermoso paraje de entonces.
Cuando pasó por los Pinetes, cerró los ojos para no tener que dolerse de su flamante inexistencia, y, mirando hacia el secarral donde tantos años antes había cabrilleado el frescor de la alberca redonda, le dedicó una emoción especial al recuerdo del “granadillo”, junto al que le había dicho a la Antonia al oído aquellas cosas picantes que tanto le hermoseaban a la moza la cara a fuerza de rubores.
A su derecha, hacia abajo, el viejo tejar del Barranquillo era ahora una urbanización dispareja y recalentada; y el Barranquillo mismo, con su eterno pino “hendido por el rayo”, un desdibujo de lo que fue y una larga tristeza siempre a punto de sucumbir.
Según avanzaba, vio a su izquierda la vieja empedradura que maldejaba paso a un estrecho sendero, la pronunciada revuelta del antiguo Puente del Barranquillo oculto por la maleza, y salvada ahora su curvatura por un enderezamiento de alquitrán perfectamente trazado, ancho y liso.
Se metió por el desmoronado camino, casi sepultado bajo el imperio de los cardos corredores; separó el enramado de retamas a punto de florecer, evitó respirar el amargo olor de las exuberantes adelfas silvestres para evadirse del dolor de cabeza que le producían aquellas flores malignas, dejó atrás el esqueleto de un primer pinete, amparado a la sombra de un almendro que se caía de viejo, y avanzó con cautela hasta el otro lado de la curva.
Allí estaba ella, sentada en el suelo, las piernas extendidas dejando ver de lejos las desgastadas suelas de sus alpargatas de estameña; con la espalda apoyada en la irregular superficie del último pinete indultado por el olvido de los municipales afanes modernistas. A fin de cuentas, ¡quién se acordaba ya de esa curva abandonada a su suerte después de enderezarla con la carretera nueva!
¡Ella, la de toda la vida, su Antonia, con la cabeza inclinada apenas sobre un hombro, y las manos cruzadas en el regazo sosteniendo una ramilla rediviva de tomillo aceitunero!
Como él sabía de antemano, la Antonia no podía estar en otro sitio que allí, en ese último pinete, de los tres que se habían salvado de las inevitables memorias de las moderneces municipales, que tanto peligro decían que remediaban, aunque nunca se hubiera sabido de ninguna desgracia.
Bueno, a decir verdad, una vez la Sebas se cayó saltando pinetes. Pero ni siquiera se desolló las rodillas.
¡Ay, la Antonia, y su propensión a recuperar lo perdido, de enmendar lo irremediable y de cumplir con la palabra empeñada…!
“A fin de cuentas -musitó- ¡qué sabe la juventud de ahora de lo que representan los viejos paisajes para quienes ya no nos queda otra cosa que recordar! ¡Si lo supieran…!”.
Sin pensárselo dos veces, se sentó a su lado sobre un pañuelo que sacó del bolsillo y extendió en el suelo. Apoyó su espalda contra el pinete, le pasó su brazo ajado y quebradizo por los hombros y la atrajo hacia él, sin que aquel cuerpo, ya vacante de alma, ofreciera una última resistencia al abrazo adeudado y siempre pospuesto.
Besarla no iba a besarla. Ya no hacía falta. Pensándolo bien, ellos se habían estado besando toda la vida, aunque solo fuera desde lejos, y de deseo o de intención.
Se besaron con los ojos muchas veces, debajo de los álamos de la Rambla, cuando ella iba con su lechera a casa de la Camila…; hasta que alguien pensó que aquellas frondas centenarias de la Rambla, que tantas cosas ocultas sabían, pudieran traer rincones maleantes y malos pensamientos para las nuevas generaciones.
Y los talaron.
Se besaron con el aliento, mientras enroscaban los brazos enfebrecidos en la verbena de la feria, que cada año se ponía en el ruinoso Mercado de Abastos; hasta que a la verbena le encontraron mejor y más anchuroso acomodo en el corralón que quedó cuando demolieron la insalubre indignidad de la vieja “Casa-cuartel de la Guardia Civil”, y el Mercado ya no servía ni para mercado ni para verbena.
Ni para recordar.
Se besaron con el tiento de los labios bebiendo del mismo gollete de un botellín compartido, un “biscúter” consumido a medias; sentados en la penumbra de las sillas de enea del ausente Quiosco de la Pililla, en aquellas noches de canícula en que, entre el único ruido de los susurros sin tráfico ni altavoces, se escuchaba el rebuzno de algún rucio en celo y el gorgoteo de los dos caños del pilar de La Pililla hablándose entre ellos de sus cosas.
Se besaron a saltos, de pinete en pinete, en la intimidad de aquellos sólidos espacios discontinuos por los que se cayó la Sebas, pensados para el asiento de dos, sin acabar de despeñarse ellos por el civanto del deseo, aunque todo fuera desazón de sangre hirviéndoles dentro del perol de unos cuerpos en sazón dispuestos a lo que fuera en la estrechez de un pinete sin enlucir, mostrándole sus vergüenzas de piedra vista a quienes quisieran verlas.
E hicieron de uno de los Pinetes un banco corrido, como el de los cuarteles, para hacerle la guardia a las noches de verano.
Una noche, justamente la del día antes de irse él a Navarra, a lo de los espárragos, para no volver nunca en condiciones de cumplir lo que se prometieron, el Roque y la Antonia se arriesgaron a ir carretera adelante, algo más lejos que lo que las buenas costumbres ordenaban, y se besaron de verdad y en carne viva sentados en ese último pinete del puente de la curva del Barranquillo, donde ahora perseveraba inmóvil la mujer, y al que ella había ido a buscar su inmortal recuerdo; aquel que a él nunca se le borró de la memoria, ni siquiera cuando, harto de no poder encontrar los dineros precisos para el camino de vuelta, se casó con la otra, mientras recordaba, palabra por palabra, la voz algo ronca de la noche del beso:
-No quisiera yo morirme en otro sitio que no fuera en este pinete. Eso sí: después de otro beso tuyo como el que me acabas de dar.
-¡Así sea!, -había respondido él entonces como si pronunciara un conjuro.
¡Para qué iba a besarla!
Había sido ella la que se había muerto sin consideración, y sin darle ocasión a que le diera el beso que se tenían apalabrado.
Claro que a él aún le quedaba por cumplir con la palabra empeñada. Y él era un hombre de palabra.
Lo mejor sería seguirla a donde quiera que se hubiera ido, antes de que llegaran las cuadrillas de la búsqueda.

Los encontraron más tarde.

Pero nadie de la cuadrilla mentó la existencia de los últimos pinetes; no fuera a ser que a alguien le diera por…

Bedmar (Pueblos de Sierra Mágina)


En “CasaChina”. En un 29.06.2018