domingo, 3 de febrero de 2019

SILENCIOS DE TEMPORADA


 
06/2019
       
 ¿Malaventuras, querencias y cosas que tapar debajo de la manta…?
¡Pues claro que las tengo! ¡Estaría bueno!
Como cada quién.
Aunque mi más humillante afrenta es este afán incontinente por volver a los silencios de temporada, esos que ya no se encuentran, que yo sepa, sino en Bedmar y sus aledaños.
Lo que pasa es que, los que viven en Bedmar de seguido, se guardan muy mucho de airear melindres de añoranzas y andares pasados de moda, para evadirse de estar en lenguas de todos, por aquello de que es mejor estar a bien con todos cuando van quedando tan pocos.
Cuando se vive fuera de  Bedmar, y le entra a una la cerrazón del regreso a lo que ya no es, aunque sea de paso,  lo mejor que se puede hacer cuando se llega es aparcar el desaliento, procurando componer bien las hechuras del gesto antes de pisar el escalón y salir a la calle con cara de desencanto, para que nadie tenga que pensar que se regresa allí con indigencias en el alma, dejando ver a los ojos de cualquiera que, por mucho que se aparente, siempre hay una propensión casi libidinosa a los silencios rurales, que nos hace regresar una y mil veces a ver si se nos acalla la bulla de los sesos, sin darnos cuenta de que los tiempos, como los silencios, cambian demasiado de atavío como para poder reconocerlos a la primera.

Volver al Bedmar de lo que ya casi no existe -pienso en mi descargo- es una manera de recuperar todavía algunos silencios; los más delgados. Esos en los que poder escucharle los murmullos al mundo sin que el mundo nos atosigue con su barullo, -quitados los días del solano-.

          En esos días de Bedmar sin aire, una se despierta al amanecer con la sensación de que al mundo de afuera le ha entrado un enronquecimiento intermitente, bien distinto al incesante y estridente rumrum del tráfico urbano, semejante a eso que llaman acúfenos, y que es un no vivir, un no parar de oír ruido de fondo sin querer oírlo por su “sin-provecho”.
El silencio de Bedmar -quitados los días del solano- es misericordioso como un periódico en el que leer lo que está pasando afuera sin tener que levantarse de la mesa camilla y salir a sufrirlo a la intemperie; como un viejo parte de guerra escuchado en la radio de galena con antena de hilo de cobre amarrado al somier, sabiéndonos a salvo de las andanadas de la primera línea del frente de los guirigayes.
El silencio de Bedmar es como una nada maciza y anchurosa, tras cuyas tapias de adobe se pueden amontonar rumores propios y ajenos, añejos o recientes, sin que nos entre el regomello por la falta de espacio de los pisos de ciudad ni por la indiscreta endeblez de sus tabiques.
¡Ni un coche!
Solo los pájaros.
A esas horas del amanecer, no hay ni un coche que interrumpa la delgadez del silencio en la que se derrama la jerigonza de los pájaros y los ecos de la tarea de cada temporada.
Silencio de Bedmar, donde, apenas entrados los primeros fríos del invierno, se deja escuchar sin interferencias el traqueteo del tractor camino del tajo, en perfecta sintonía de tiempos bien medidos: el lejano anuncio del acercarse, la rotunda bocanada de cuerpo presente del ya-estoy-aquí, y el diluirse en la lejanía de su propio y discontinuo jadeo de gasoil -plof-plof-.
Silencio de Bedmar en el que, metidos ya en faena los fríos de las cámaras, con sus bigas vistas, asaeteadas de clavos hambrientos de membrillos, se queda una echando en falta los horripilantes gruñidos del marranillo de la infancia, engordado durante el verano debajo de la higuera de la huerta de Cuadros, hasta rematarles el engorde del otoño con granillo traído de las sierras por Catalina la Cuete, aquella cosaria de alcaparrones, de espárragos, de cardillos, de esparto o de setas de chopo… de todo lo que el campo daba sin precisar de estiércol.

Y es que, desde Catalina la Cuete, ya no se sube a la sierra a buscar granillo, ni se baja a las huertas a engordar marranillos para la matanza. O a escarbar dentro del azafate de pipirrana,  todos a una, a la sombra de la parra del llano, buscando empapar las abundancias del bendito aceite de la fabriquilla con sopones de pan de hogaza pinchados en la punta de la navaja ‑cucharada y paso atrás-. Aquella pipirrana apañada con tomates propios, criados en vergeles bien vigilados durante todo el verano de entonces; o a hacer ponche con vino de tonel, “turrones” de azúcar sin refinar y melocotones recién cogidos, para aligerarle la sed y los pesares al largo destierro del agosto. “Hacer el agosto” le decían a aquella manera de vivir al aire libre sangrando las acequias.
 Ahora a lo que se baja a las huertas -a lomos de un coche comprado a plazos sin atarres ni tábanos traseros-, es a echar buenamente el día, bañándose en la vieja charca convertida en “piscina-con-cloro”, y a holgar a la fresquita del río durante las horas más inmisericordes, en las que las calles jadean asfalto por encima de ocultos empedrados, hasta que llega la hora de subirse para el Pueblo a ligar con vino embotellado, rodajas de tomates ecológicos sin pliegues ni arrugas, y lonchas de embutido encaramadas en tajadas de una cosa a la que le dicen pan, y que, por su manera de ponerse mohíno antes de que se acabe el día, no debe de ser mucho más que una bocanada de aire endurecible dentro de una almorzadica de harina de la de siempre con la que engañifarle las maneras a esa cosa. 

Foto de internet
Las chacinas de la liga vespertina, ‑salvo una butifarra de estraperlo casero de la de siempre, que me sé yo donde se hace, pero no pienso mentarlo para que “sanidad” no nos las despioje de su gustillo de siempre ni nos la fumigue con vete a saber qué- son de fábrica industrial vigilada por las batas de veterinarios a sueldo fijo.

Y es que las viejas matanceras, con sus efluvios a pimientas verdes y azafranes en hebra, y sus inmensos mandiles blancos contorneándole unas caderas más redondas que el Pelotar, hace años que dieron de mano; porque, desde la prohibición sanitaria y sus desinfectadas moderneces, ya no se hacen matanzas en las casas, para que lo de la triquina o la brucelosis no reclame un médico fijo que el Pueblo no puede permitirse, y para que los pobres marranillos no padezcan el desangre del cuchillo matarife sin que le pongan la anestesia de las fábricas de chacinas industriales; no vaya a ser que, con el tiempo, por la gracia de cualquier “santotomás” discutidor, acabe reconociéndoseles que tienen algo más que una “sub-alma”, como pasó con las mujeres cuando lo de la Edad Media y tengamos que pedir perdones por pecados ajenos.
*
El último silencio que escuché yo en el amanecer de Bedmar de hace pocos días fue el de la faena de la corta.

¡Hay que ver cómo han cambiado los silencios de mi Pueblo!
Ahora, en lugar del acompasado primoroso golpeteo del hacha de Diego el cortador -por cierto, ¿qué habrá sido de Julia, su mujer, la que por agosto nos hacía en su huerta un arroz de pobres con berenjenas que no había estrellas Michelin con que pagarlo?- ahora -digo- lo que trae y lleva el silencio de un Bedmar sin runrunes urbanos son los desiguales estertores de las motosierras, cebándose aquí y allá, más cerca o más lejos, en la vejez de las olivas, acosándolas con su saña de motor desafinado. Es como si se tuviera mucha prisa en liberarle las sobras más visibles a nuestros árboles, sin acabar de sanearles las rugosidades de las cortezas a golpe de hachuela ni someterlos a la tortura del hacha afilada con piedra de asperón que tan hermosos olores le arrancaba a las heridas de los troncos. 



Me pregunto a qué sonará Bedmar en marzo, cuando ya estén todas las tareas del invierno rematadas, y los jornales en holganza de silencios imperturbables que no sea la tristísima e irremediable llamada a muerto del campanario de la Parroquia, (tal cual repicó un día como el de hoy de 1959). 

 A qué sonará Bedmar cuando las tareas menos trabajosas del pueblo se apliquen resignadas en torno a una partida de cartas en las mesas del hogar del jubilado, a la espera del regreso del ruido de los veraneantes más madrugadores.

En CasaChina. En un 2 de febrero de 2019