jueves, 15 de agosto de 2019

OTRA VEZ MATEO



                                                           
  Quien tenga oídos para oír, que oiga”.

Mateo 13.911:

        Vivo en las habitaciones de atrás de la casa y pienso constantemente en Ana Frank, en su primer, único y apasionado amor. En sus terrores. En su muerte prematura…
Yo también tengo miedo. Un miedo incontrolado, irracional, denso, definitivo, asfixiante, implacable.
Tengo miedo de los ruidos de la zona delantera de la casa.
Tengo miedo a que los vecinos se asomen a los balcones y vean que sigo viva a pesar de todo. Y no puedan disimular. Miedo a que Rudolf, ese guardaespaldas de prestado que se buscó Mateo, mi exmarido, a cambio de arrastrar su portafolios de abogado tardío de comisaría en comisaría, sacándolo del calabozo, aunque haya de pagar con el sucio dinero del pobre diablo que le sirve de sicario, reciba la orden de acabar esta guerra disparándome desde lo oscuro de la noche en cuanto yo encienda la pequeña lámpara que ilumina las páginas de ese libro que no consigo nunca empezar a leer.
Es ese miedo escurridizo y pegajoso, al que creía haberle ganado la batalla al trasladarme a las habitaciones de atrás, el que acecha desvelado desde algún lugar inaccesible de lo más profundo de mis músculos, hasta que, de forma impensada, se me desenrosca por dentro y salta como una cobra dispuesta a la tarascada.
Hay algún momento en el que el miedo parece que aguarda, asustado de sí mismo, como si se hubiera dormido; hasta que de nuevo se produce lo que ambos esperamos y tememos sin darnos tregua. Entonces, en cuanto suena el timbre de la puerta, nos sacudimos el sopor, acudimos con sumisión a la llamada y vemos que una funcionaria de cualquier Juzgado aguarda a que le franquee la entrada con paciente gesto de indiferencia.
Después de largos meses de acarrear pánicos desde las habitaciones de atrás hasta el timbre de mi puerta, ya nos vamos conociendo los tres: el miedo, la mensajera del miedo y yo misma.
Cuando le abro, ella me mira con cierta lástima transformada en una mueca semejante a una sonrisa sin causa; me entrega pesados legajos de papeles que abultan más que ella misma, y me pide que firme en uno que ella retiene. Y yo firmo en un papel que no sé lo que dice. Y ella me entrega una nueva citación, otra demanda, una flamante querella, un emplazamiento para comparecer en tres, en siete, en diez, en veinte días…, ante el Juzgado tal; o en tal comisaría, o en la Comandancia de la Guardia Civil…
Y yo regreso a las habitaciones de atrás, acarreando mi miedo, muerta de miedo, porque mañana, o pasado mañana, o al otro tendré que salir a la calle, envuelta en una niebla de miedo avieso, con el corazón encogido de miedo a un “noséqué” casi material, y con los ojos empañados de miedo a la luz del día.
Malvivo en las habitaciones de atrás a oscuras, envuelta en miedo, esperando que llegue el día señalado.
Llegada la fecha, emprendo esa ruta ya tan desgastada, tan corroída, tan helada de miedo a llegar a donde se me ha citado, temiendo el momento en que tenga que enfrentarme con ese volver a sentir sobre mí el odio en estado puro, vidriándose en los ojos de Mateo, mi industrioso y hábil verdugo clandestino disfrazado dentro de su toga; y temo que, mientras él me mira desde allí arriba, donde se sientan los hombres de negro, y cruza miradas de inteligencia con sus colegas, yo no sepa cómo contestar las preguntas del juez para que no me apremie justiciero, reduciéndome al silencio, ni sepa qué responderle al fiscal cuando, con la monotonía de siempre, me haga las mismas preguntas de siempre. O qué quiere saber ese agente que huele a mariguana afanada del último alijo en la última comisaría de turno. Ni cómo aliviarle las explicaciones al guardia civil que huele a sudor de interminable noche de guardia con tufo a celda de orines rancios.
Me espeluzna tener que salir del inhóspito refugio de la sala de interrogatorios, o del cuartelillo lleno de corrientes de aire, o del juzgado amenazante y gregario, y ver a Mateo demorarse, taimado y socarrón, en el sitial giratorio del estrado de “abogado-defensor-de-sí-mismo”, guardando en su portafolios el proyecto macerado de lo que sin duda son nuevos terrores en conserva destinados a mi despensa.
De poco sirve que, a duras penas, temblando, y echando mano de mis últimas fuerzas, consiga arrastrarme a trompicones por el corto y trillado trayecto que hay entre el juzgado y mi casa, o entre la comisaría y mi casa, o entre la comandancia y mi casa, para llegar con el pulso palpitante, las sienes tocando a rebato y la boca seca como el esparto de agosto. Es algo más que una urgencia abrir la puerta, cerrarla a mi espalda con espasmódico alivio y correr a las habitaciones de atrás, donde Rudolf, el guardaespaldas de prestado del que fue mi marido, no podrá verme desde lo oscuro de la noche, cuando encienda mi lamparita de no leer; ni podrá dispararme con esa carabina de números borrados que yo me sé bien quien se la proporcionó para un por si acaso, que lleva mi nombre escrito en letras invisibles para todo ese aparato institucionalizado donde me toman declaración.
Poco a poco lo voy comprendiendo: De nada vale este refugio trasero. Para nosotras no hay refugio lo suficientemente seguro. Porque Mateo, como todos los Mateos del mundo, estudió y estudiaron para hacerse expertos en asaltar refugios tan endebles como los que se nos ofrecen a nosotras; y luego buscar el socorrido favor del “no-supe-lo-que-me-hacía”; o unirse al coro de los que, con la frente ungida de ceniza penitencial de un día, entonan su particular “¡quién-iba-a-pensarlo…!”.
*
Desde las habitaciones de atrás se suele percibir el telefonillo de portería misericordiosamente amortiguado por unos metros más de distancia, de tal manera que, desde que suena el interfono de la cancela de la calle, hasta que se desgañita el timbre de la puerta de casa, se me conceden siempre unos segundos, indispensables para tratar de desagriar el gesto de desesperación, disimular mi pánico y recomponer los restos de mi dignidad arruinada.
Pero hoy, precisamente hoy, que es (era/ fue/ sería…) nuestro aniversario, quien quiera que sea ha debido encontrar el rastrillo de la portería abierto; y de repente, sin previo aviso del interfono, se escucha por sorpresa el timbre de la puerta de acceso a la casa desgañitándose con una contundencia que no admite objeciones.
Me solivianto, preguntándome quién viene hoy a acabar de partirme en pedazos el día: ¿otra vez el policía de guardia? Me paraliza ese uniforme−. ¿Otra vez el cartero con su amenazante carta certificada con acuse de recibo? −¡Cuánto me angustia el papelito rosa pegado a la carta!−. ¿Otra vez los acreedores burlados por el insigne Mateo? −¿Cómo se las apañaría para convencerlos de que era yo la responsable?
¿Otra vez…?
Llego descalza hasta el hall y aplico mi ojo derecho a la mirilla.
Esta vez es otra vez la agente judicial.
O lo que es lo mismo: ¡Otra vez Mateo!
*
¡Sábado! Día de descanso, aunque sea en las habitaciones de atrás. Y, sin embargo…
El timbre de la puerta ha sonado de manera tan amenazante que a punto he estado de vaciar de una vez por todas el frasco de los sueños intermitentes que me regalo a mí misma cada noche, píldora a píldora. Lo hubiera hecho de no haber sido porque para ello necesitaba ir a la cocina a por un vaso de agua, y la cocina tiene ventanas a la calle desde donde Rudolf puede verme. De no ser así, posiblemente hoy se hubieran acabado dulcemente mis terrores.
Lo cierto es que no lo he hecho.
¿No resulta incongruente? ¿Acaso no es de locas lo de no tomarse a puñados las pastillas del sueño eterno por miedo a que me duerman eternamente de un disparo anónimo desde el otro lado de la calle?
¡Ah, el miedo, el miedo…! ¡Cómo enloquece el miedo!
Claro que eso es lo que Mateo, el siempre brillante, convincente y espectacular Mateo, alegó durante el último juicio, con esa medio sonrisa encantadora con la que siempre cautiva a quien lo escucha de paso: “pobrecilla, está tan loca”.
¿Cuándo? −me preguntaba de nuevo durante aquel último juicio− ¿cuándo será finalmente el juicio final…?
Como digo, hace apenas una hora sonó el timbre de la puerta de manera brutal, amenazante, despiadada, terca, continua, definitiva, enloquecedora…
No tuve más remedio que acudir para sacudirme el terror progresivo que se enseñoreaba de mi cerebro y se convertía en mí misma cada vez que volvía a escucharse esa llamada apremiante que clamaba y reclamaba venganza tras la puerta de la parte delantera de la casa; aunque, a mi manera, me previne no sé bien de qué, observando durante unos segundos por la mirilla.
Allí, tras la desesperanza de la madera acorazada, estaba la insignificante agente judicial de siempre, más triste que nunca. Impasible, pálida, descuidada en su pelo, con la piel de sus zapatos rasguñada en los tacones y en las punteras, y las uñas mordidas hasta casi convertir la nimiedad de sus dedos en pequeños muñoncillos sangrantes. Allí estaba ella, mostrando, por primera vez desde que nos tratamos, unos casi imperceptibles signos de inquietud. Era como si algo a lo que ya se había acostumbrado se le estuviera echando a perder antes de tiempo. La vi ligera de carga, golpeando con su bolígrafo, mordisqueado y casi consumido, una liviana carpeta de cartón azul con cierre de gomas deslucidas.
(¡Hay que ver los detalles que se pueden apreciar desde detrás de la mirilla del miedo antes de abrirle la puerta!).
Abrí, plenamente consciente de que mi mano temblaba indisciplinada al girar la llave en la cerradura y descorrer los cerrojos.
“Firme usted aquí” −sonó imperiosa una voz resentida, desproporcionada con las escasas proporciones de aquella mujercilla consumida por la inmemorial rutina del “firmeustedaquí”.
Mi firma se estremeció sobre el papel con el mismo temblor de la mano con que la trazaba, y con el mismo tremor de una entonación que no me pareció mía al preguntarle:
-¿Otra citación?
-Una notificación -respondió desangelada y sin ganas.
“Hágase saber a la demandada que se suspende la vista señalada para el día… tal, por defunción del demandante”.
−¿Defunción del demandante? ¿De Mateo?
−Usted sabrá. Yo…
¿Qué significaba aquello?
¿Mateo había muerto…?
Entonces… ¿Yo era libre…?
¿Se atrevería Rudolf, su sicario, a… ahora que se había quedado sin jefe-abogado defensor que le pagara sus brutales servicios con una protección tan precaria? ¿Habría tenido tiempo Mateo de hablar con Rudolf para indultarme, en un último rasgo de arrepentimiento?
¿…O acaso era yo quien debía arrepentirme?
Mejor sería dormir unas cuantas noches más en las habitaciones de atrás hasta verificar que tenía permiso para seguir viva y dispuesta a perdonarme. O a pedir perdón.
¿Pedir perdón?
¿A quién, si ya estaba sola?
*
Muchos días después, tras asegurarme de la muerte de mi exmarido por la ausencia prolongada de las jadeantes llamadas mudas a mi teléfono, y por el silencio del timbre de la puerta, decidí recuperar el tiempo perdido. Sucedió una noche en que me atreví a acostarme en nuestro dormitorio.  
Él, Mateo, regresó en cuanto cerré los ojos; me apuntó con su dedo a modo de pistola e hizo ¡pum-pum!, como lo hizo durante años, antes de desesperarme y tener la maldita ocurrencia de pedir el divorcio.
Pero no fue el regreso de Mateo a mis más horribles pesadillas lo que me arrancó del mal sueño. Me desperté sobresaltada, descompuesta por la estridencia del timbre de la puerta.
“Que mire usted, que he visto luz en la ventana de delante y pensé si no habrían entrado ladrones…”.
¿Ladrones? ¿De verdad puede creer alguien que en esta casa queda algo que se pueda robar?
Despedí al conserje nocturno con unas confusas palabras de agradecimiento, cerré la puerta, di dos vueltas a la llave, eché la cadena, aseguré los cerrojos, cegué la mirilla, fui a la cocina y tomé a toda prisa una pastillita de cerrarle el paso durante unas horas a los malos pensamientos, apagué a toda prisa la luz de las habitaciones de delante y retrocedí a mi refugio trasero.
*
A pesar de que ya no suena el timbre de la puerta, a pesar de que sé que Mateo está muerto desde hace más de un año, porque mi teléfono ya no parpadea de miedo, y de que Rudolf está en la cárcel, porque el abogado al que le hacía de guardaespaldas de prestado ha dejado de pasarle al subcomisario la revista porno, entre cuyas páginas escondía los 500 € mensuales con que le tapaba aquella bocaza que una vez al mes mascaba churros en la cafetería de debajo del despacho de Mateo, yo continúo durmiendo en las habitaciones de atrás.
A ver si va a ser verdad que estoy loca…
A saber, si no será verdad que todas las mujeres estamos locas...
Hay que estar muy loca para creer que alguna vez podría recuperar mis habitaciones delanteras.
Porque el muerto, a pesar de estar muerto, me ha desahuciado para siempre de esas habitaciones de siempre donde, si alguna vez amago un sueño propio, aparece Mateo, siempre con su encantadora sonrisa vidriada de odio embozado, siempre con su ira intermitente, izada sobre un mástil invisible para todos menos para mí. Y sueño, y aparece Mateo como siempre, con su dedo extendido, como si disparase culpas −pum-pum− con las que acabar de rematarme tras haberme herido de muerte. Y me despierto, y allí está Mateo, para siempre, apareciendo y desapareciendo en la calima de la pared de enfrente, como si su paso por mi vida la hubiese impregnado de su amenazante presencia rediviva. Para siempre.
*
“Y aún después de muerto”.

Eso fue lo que añadió Mateo el día de nuestra boda, tras escuchar aquello de “hasta que la muerte nos separe”.
Lo recuerdo ahora desde las habitaciones de atrás.
Mateo.
Siempre Mateo.
Inmortal Mateo.
Otra vez Mateo…