16/2016
Para explicar este poema: Dicen los que saben que un poema no debe ser explicado; que, una vez escrito, hay que dejarlo ir, campar por sus respetos, independizarse de la mano que lo escribió y habitar esos rincones donde, quienes lo leen, guardan a buen recaudo sus propias emociones.
Sin embargo, este
poema no puede echar a andar sin su propio paisaje: la nostalgia de aquel
jardín del Barranquillo, la casería de mi abuela, donde pasé algo más de un año
de mi infancia –desde los cinco a los siete años- preparándome para la primera comunión,
sin más compañía que la del padre Gratiniano, -un sacerdote Redentorista-,
Nicolás, un seminarista que venía desde Jaén los fines de semana en la
camioneta de los coches de línea, y Maruja, la muchacha a cuyo cuidado me dejó
mi abuela cuando ella se fue a Madrid llegado el otoño.
Mi recuerdo
de aquellos seres que cuidaban de “la nieta de la señora” es entrañable. El Padre Gratiniano se dirigía a mí
llamándome “angelito de Dios”. Nicolás, el seminarista, compartía
conmigo su merendilla de “casaos”, esa exquisitez de menesterosos que no
precisa de más avíos que las avideces de algo que llevarse a la boca en
invierno, una almorzadica de higos puestos a secar al sol sobre los paseros de agosto, empujados
luego a sudar sus azúcares en la sombra de las cámaras; y, llegado ese tiempo en
que los vergeles se echaban a invernar en escaseces,
un subir a buscarlos en los altillos y abrirlos por la mitad para embutir en el dulzor de
sus barrigas vegetales las nueces que buenamente les quepan. Y Maruja, con su eterna bondad acomodada detrás de los abultados cristales
de sus gafas de miope sin apaño, que le achicaban los ojos hasta convertirlos en dos
puntos minúsculos, me permitía algunas tardes percudirme el vestido de piqué con entredoses haciendo rosquillas fritas
en el rincón más apartado del jardín que con el tiempo se convirtió en un
remedo de la gruta de Lourdes con chorrillo de agua incluido corriendo a los
pies de una Virgen minúscula eclipsada entre piedras de toba traída del río
Cuadros.
Algo más que un "NiñoJesús" necesitaba |
Sólo la lejanía de mis iguales, los chiquillos de mi edad, puso una nota triste en
aquella dulce infancia. Porque el Jardín del Barranquillo donde entre adultos me enseñé en
el arte de las primeras letras y cultivé las últimas melancolías, estaba separado de la zona de caseros,
pastores, muleros, jornaleros y molineros por una alambrera que aquí y allá, entre
las enredaderas que la disimulaban, dejaba al descubierto algún resquicio desde
el que yo podía ver los juegos de los chiquillos de mi edad al otro lado de la
valla. Ésa fue, quizá, la única nota triste de aquellos largos meses que pasé
en el jardín del Barranquillo: ver desde detrás de la alambrera cómo otros
niños jugaban a cualquier hora sin miedo a mancharse unos vestidos que quizá no
eran tan hermosos como los míos, pero tampoco tan endebles.
Tan chica para un jardín tan grande |
El tiempo y el
destierro de lo nuestro nos igualaron ropajes. Ahora los
regresos tienen vocación de reencuentros tentados de igualitarismo en los que hacer
balance del pasado, sabiendo que las migraciones impermeabilizaron el dolor y
filtraron lo esencialmente desigual. Pero no es la conciencia de lo desigual lo
que permanece.
Lo que
verdaderamente permanece es la nostalgia. Ni el jardín ni nosotros, los que nos mirábamos desde la alambrera,
somos los mismos. Pero ahora lo que de verdad nos hace iguales es esta lejanía emigrada que
cada año regresa a lo que ya no es ni volverá a ser.
NOSTALGIAS DE UN JARDÍN ABANDONADO
(2º premio
Bedmar 2016)
La infancia
solitaria:
hay una niña humilde al otro
lado.
Y una valla por medio que no pudo
negarle a nuestros dedos
infantiles
su inevitable y dulce
acercamiento,
su inmemorial contacto.
Mi jardín:
a este lado
mi cárcel vegetal ceñida al cuerpo
lo mismo que un encierro de gacelas
apenas aprendices de sí mismas
que miran con los ojos muy abiertos
por si la vida anida tras la verja
triscando empalizadas.
Sus corrales:
agreste libertad de greda y barro,
marga donde apretaban las hambrunas.
Y allí una nena chica, juega sola
con ojos de gacela redimida…
Por entre MI jardín y SUS corrales
(terco silencio aquí; allá el bullicio)
retoza la inocencia de la infancia
sin vallas que consigan detener
el vuelo de los pájaros.
Destierro de
alambrada
el tiempo devastó los contratiempos
para nuestras infancias desiguales...
Luego
quitaron la alambrada.
Pero entonces ya no éramos las mismas.
Un Pueblo
que un día sin saber cómo
fue artesa sin patrón ni manigero.
Escarpada llanura para todos,
vergel de cada boca,
fecundos pedregales de secano
en los que se cultiva el aroma de dompedros.
Desocupado patio de vecinos
donde recuperar nuestra inocencia
derribándole al tiempo sus taludes.
Y la nostalgia:
tan igual para todos…
que trepa por tapias de los años
dibujándole arrugas a todos los recuerdos.
¡Ah, Pueblo de la infancia, cómo oprime
este “endolorecerse” en la distancia!
· Título:
NOSTALGIAS DE UN JARDÍN ABANDONADO
· Seudónimo:
Aznaitina Sinnombre
· Tlf.:
609238661