74/2015
Ser de Jódar sin duda es ser “Magineroso”;
o lo que es lo mismo: ser una contradicción esencial en la que emerge en
ofertorio el frescor azulado de pequeños valles por los que se derrama el agua
como si no fuera otra cosa que agua, para trocarse un poco más allá en aspereza
en la que se respira la tenacidad del esparto hincado en las laderas que ascienden
trabajosas de sudor y de caliza, hasta acabar asumiendo la identidad del risco
enhiesto de cumbres sobrevoladas por los grajos.
Porque Sierra Mágina es eso: un continuo subir y bajar
laderas esparteras y espartanas con los pies calzados con borceguíes de albardín
sin majar, haciendo la travesía de una interminable persecución de valles
inauditos donde sus habitantes, los Maginerosos, consumen su vida jugando a la
gallinita ciega, cada vez que la venda de uno de sus cerros le tapa los ojos al
sol que, procedente de Granada, y pasando por Cabra del Santo Cristo –el Cristo
de los tres huevos-, por Solera, por Bélmez de la Moraleda –el Pueblo de las
caras-, rodea la Sierra de La Cruz, atravesando las extravagancias orográficas,
hasta perderse camino de Jaén. Jódar
es uno de los dieciséis Pueblos que componen la Comarca de la que hablo.
De Jódar recuerdo como un rito ineludible el Jardín de
Francisco, aquel que era parada inevitable del día de difuntos, y abastecimiento
de crisantemos y de dalias camino de los responsos del Cementerio.
¡Quién diría que en tierra tan áspera, de esparto y de
secarral, existía un jardín semejante!
Bien es cierto que allí donde las calles carecen de árboles,
teniendo que salirse a las afueras del Pueblo para encontrar los primeros
cinamomos o recolectar para los gusanos de seda las hojas tiernas en las
últimas moreras de La Partición, en cada casa hay el correspondiente pozo de
carrucha, cubeta y agua salobre, cuyos brocales se enseñorean en el corral, o en
el patio, o en el jardín, –diferenciación nominal aneja a la categoría social
de sus moradores, de la que hablaremos otro día- y donde se echan a florecer
dos plantas que son como señoritas de compañía estacionales, desde que los
últimos fríos se afanan en deshacer escarchas hasta que las primeras escarchas
vienen por sus fueros: las caléndulas, de las que dicen que son las primeras
flores del año, y los dompedros, que sé que son las últimas antes de que
empiece el olor a muerte de los crisantemos en el Jardín de Francisco.
Claro que, a lo mejor, el Jardín de Francisco ya ni existe,
porque, sin darme cuenta, estaba hablando de sesenta años atrás; y, de entonces
a ahora, las casas de Jódar se han ido escurriendo ladera abajo, desde la falda
de Las Cuevas hacia la carretera de circunvalación con el mismo entusiasmo con
el que nosotras, hace más de cincuenta años, nos echábamos por los escurridizos
de las barandillas que flanqueaban la escalinata de La Barriada de Fátima,
dejándonos en su lijada barbacana algo más que los entredoses de las bragas y
las taloneras de los calcetines tobilleros.
Lo que sí existe –porque todo lo que está en Internet existe-
es el llamado HUERTO DE LA CORA, imaginado y sostenido por unos jovenzanos en
quienes han “agarrado” como lombrices las raíces de “lo nuestro”, que no es
otra cosa que lo de las hortalizas, los alcarciles y los habicholones.
Según veía el video, iba recordando a los hortelanos de mi
Pueblo, Bedmar, llegando a Jódar de madrugada, con sus mulos y sus borricos
cargados de lo que el día anterior hubiera madurado en sus vergeles, doblando y
tendiendo en el suelo de las calles arrimadas a la Plaza de Abastos sus serones,
sobre los que apañaban como podían la carga en montoncicos parejos, y se
desgañitaban pregonando su mercancía verduleras hasta que llegaba la hora de
recogerse y volver de vacío para comenzar de nuevo.
Yo puedo asegurar que esos habicholones de más de un metro de
largos de los que habla internet fueron mi cena de infancia más de una noche;
que esos pimientos largos y retorcidos como los cuernos de las cabras ‑cornicabra
que los llamaban como si fueran aceitunas de cornachuelo- se cosían por el rabo
en mi casa durante todo el verano para convertirse en sartales deslumbrando con
sus querencias rojas el blancor de la cal de las paredes.
Pero, sobre todo, esos higos rayados, que se dice que se
consideraban “perdidos” casi desde tiempos del Cid Campeador, junto con los
higos invernizos, eran nómadas de todos los ceberos y capachas que bajaban al
Río Bedmar a “echarse a panza”.
¿Que qué es eso de “echarse a panza”?
Si de verdad queréis saberlo, no tenéis más que sacar una
miajilla de tiempo para sentaros junto a alguno de los viejos de nuestra Plaza
de Abajo (que ahora la mientan de otra manera, pero que no tiene pérdida si preguntáis
por “La Plaza de Abajo”), o acomodaros en La Pililla, en cualquier poyo, sin
priesas ni urgencias, y preguntarle a ese viejo que mira ponerse el sol de su
vida por detrás del Cerro Aznaitín.
Él os informará de lo que es “echarse a panza”.
El único peligro es que os de por practicar lo aprendido de
los viejos y acabéis con unas ciciones de echarse a morir –que es otra forma de
echarse- aguantando retortijones de fruta verde que no se los deseo ni a mis
peores enemigos (suponiendo que los tenga).
En “CasaChina”. En un 17 de Noviembre de 2015