martes, 17 de noviembre de 2015

Higos rayados



74/2015


        Ser de Jódar sin duda es ser “Magineroso”; o lo que es lo mismo: ser una contradicción esencial en la que emerge en ofertorio el frescor azulado de pequeños valles por los que se derrama el agua como si no fuera otra cosa que agua, para trocarse un poco más allá en aspereza en la que se respira la tenacidad del esparto hincado en las laderas que ascienden trabajosas de sudor y de caliza, hasta acabar asumiendo la identidad del risco enhiesto de cumbres sobrevoladas por los grajos.
Porque Sierra Mágina es eso: un continuo subir y bajar laderas esparteras y espartanas con los pies calzados con borceguíes de albardín sin majar, haciendo la travesía de una interminable persecución de valles inauditos donde sus habitantes, los Maginerosos, consumen su vida jugando a la gallinita ciega, cada vez que la venda de uno de sus cerros le tapa los ojos al sol que, procedente de Granada, y pasando por Cabra del Santo Cristo –el Cristo de los tres huevos-, por Solera, por Bélmez de la Moraleda –el Pueblo de las caras-, rodea la Sierra de La Cruz, atravesando las extravagancias orográficas, hasta perderse camino de Jaén.        Jódar es uno de los dieciséis Pueblos que componen la Comarca de la que hablo.
De Jódar recuerdo como un rito ineludible el Jardín de Francisco, aquel que era parada  inevitable del día de difuntos, y abastecimiento de crisantemos y de dalias camino de los responsos del Cementerio.
¡Quién diría que en tierra tan áspera, de esparto y de secarral, existía un jardín semejante!
Bien es cierto que allí donde las calles carecen de árboles, teniendo que salirse a las afueras del Pueblo para encontrar los primeros cinamomos o recolectar para los gusanos de seda las hojas tiernas en las últimas moreras de La Partición, en cada casa hay el correspondiente pozo de carrucha, cubeta y agua salobre, cuyos brocales se enseñorean en el corral, o en el patio, o en el jardín, –diferenciación nominal aneja a la categoría social de sus moradores, de la que hablaremos otro día- y donde se echan a florecer dos plantas que son como señoritas de compañía estacionales, desde que los últimos fríos se afanan en deshacer escarchas hasta que las primeras escarchas vienen por sus fueros: las caléndulas, de las que dicen que son las primeras flores del año, y los dompedros, que sé que son las últimas antes de que empiece el olor a muerte de los crisantemos en el Jardín de Francisco.
Claro que, a lo mejor, el Jardín de Francisco ya ni existe, porque, sin darme cuenta, estaba hablando de sesenta años atrás; y, de entonces a ahora, las casas de Jódar se han ido escurriendo ladera abajo, desde la falda de Las Cuevas hacia la carretera de circunvalación con el mismo entusiasmo con el que nosotras, hace más de cincuenta años, nos echábamos por los escurridizos de las barandillas que flanqueaban la escalinata de La Barriada de Fátima, dejándonos en su lijada barbacana algo más que los entredoses de las bragas y las taloneras de los calcetines tobilleros.
Lo que sí existe –porque todo lo que está en Internet existe- es el llamado HUERTO DE LA CORA, imaginado y sostenido por unos jovenzanos en quienes han “agarrado” como lombrices las raíces de “lo nuestro”, que no es otra cosa que lo de las hortalizas, los alcarciles y los habicholones.
Según veía el video, iba recordando a los hortelanos de mi Pueblo, Bedmar, llegando a Jódar de madrugada, con sus mulos y sus borricos cargados de lo que el día anterior hubiera madurado en sus vergeles, doblando y tendiendo en el suelo de las calles arrimadas a la Plaza de Abastos sus serones, sobre los que apañaban como podían la carga en montoncicos parejos, y se desgañitaban pregonando su mercancía verduleras hasta que llegaba la hora de recogerse y volver de vacío para comenzar de nuevo.
Yo puedo asegurar que esos habicholones de más de un metro de largos de los que habla internet fueron mi cena de infancia más de una noche; que esos pimientos largos y retorcidos como los cuernos de las cabras ‑cornicabra que los llamaban como si fueran aceitunas de cornachuelo- se cosían por el rabo en mi casa durante todo el verano para convertirse en sartales deslumbrando con sus querencias rojas el blancor de la cal de las paredes.
Pero, sobre todo, esos higos rayados, que se dice que se consideraban “perdidos” casi desde tiempos del Cid Campeador, junto con los higos invernizos, eran nómadas de todos los ceberos y capachas que bajaban al Río Bedmar a “echarse a panza”.
¿Que qué es eso de “echarse a panza”?
Si de verdad queréis saberlo, no tenéis más que sacar una miajilla de tiempo para sentaros junto a alguno de los viejos de nuestra Plaza de Abajo (que ahora la mientan de otra manera, pero que no tiene pérdida si preguntáis por “La Plaza de Abajo”), o acomodaros en La Pililla, en cualquier poyo, sin priesas ni urgencias, y preguntarle a ese viejo que mira ponerse el sol de su vida por detrás del Cerro Aznaitín.
Él os informará de lo que es “echarse a panza”.
El único peligro es que os de por practicar lo aprendido de los viejos y acabéis con unas ciciones de echarse a morir –que es otra forma de echarse- aguantando retortijones de fruta verde que no se los deseo ni a mis peores enemigos (suponiendo que los tenga).



En “CasaChina”. En un 17 de Noviembre de 2015