sábado, 29 de diciembre de 2018

CARTA AL MÁGICO CARTERO DE MI PUEBLO




Estamos casi a la puerta del año 2019.

 
Estoy en Bedmar. Ya sabes: el Pueblo por excelencia, porque es donde vine al mundo, aunque no fuera yo muy consciente de aquel momento sublime de hace tantísimos años.




Están diciendo por la tele que van a quitar las cabinas telefónicas porque ya no valen para nada con esto del internet. Ya sabes: aquella cabina que mirabas de tan mala manera porque vino a quitarte a ti el trabajo de toda la vida.

Estás, Cartero, como una aparición premonitoria, en mis recuerdos más entrañables.
Estoy recordándote tal como te vi casi al final de tus días. Y recordándome a mí cuando escribí la carta que nunca te envié, aunque debiera haberlo hecho.
Es como si te estuviera viendo el mismo día en que te escribí esta carta que nunca recibiste.

Bedmar. Verano de 1982
   Hoy, después de casi toda una vida, te veo, Cartero, cuando el calor más aprieta, hundiendo al Pueblo entero en un sopor de siesta prematura, martirizada por el chirriante canto de las cigarras. Subes por la calle empinada, más como una sombra a punto de diluirse en la calima que como un ser real de carne y hueso. Arrastras los pies, Cartero, pegándote a las paredes recalentadas de las casas, en un afán inútil de encontrar alguna sombra que a estas horas se te antoja inexistente; la camisa abierta sobre un pecho ya medio arruinado, humedad en la espalda y en los sobacos; el pantalón holgado, sin un color fijo; las alpargatas, como si fueran dos pesas insoportables, arañan la tierra seca y resquebrajada con un deslizarse agónico.
En la mano, un montoncillo de cartas, apenas media docena; mensajes garrapateados, remitidos precipitadamente para intentar disculpar el olvido cotidiano con un repentino recuerdo en la distancia.
Siento que el tiempo mete la marcha atrás como sin quererlo, e intento desesperadamente recobrar la magia de antaño en tu actual figura desolada. Te veo en aquellos años, días lejanos de juventud recién estrenada, cuando, con el corazón anhelante, y un punto de pudor mal contenido, buscaba tu súbita aparición por todas las esquinas, Cartero, con tu carga inconcreta y generosa; en tu cara aquella media sonrisa tan tuya con la que perezoseabas a caso hecho unas inocentes malicias ante la muda interrogación de mis ojos:
-¿Tengo carta?
Entonces tú, Cartero, contraías la mirada desenfocando mi presencia. Sonreías como disculpando una repentina falta de memoria mientras comentabas algo sin interés en esos momentos, prolongando así mi congoja y retrasando cruelmente la respuesta, hasta que conseguías el efecto deseado: que yo bajara la vista hasta la punta de mis pies intentando ocultar la desazón que me causaba la posible privación de la codiciada carta no recibida, la desairada espera frente a las lejanías entonces. Recuerdo que a última hora sonreía un poco tontamente, tratando de ocultar el desencanto para acabar diciendo un  “bueno, tampoco es que espere carta…Era por si acaso…”.
Sólo cuando iniciaba un regreso, más con los pies que con el alma, hacia la nueva espera del día siguiente, escuchaba a mi espalda tu voz, entre cómica y maliciosa, Cartero. Una voz que fingiendo un falso desconcierto me detenía:
-¡Espera, mujer! Si es que no me acordaba de que… -Y te ponías a rebuscar en tu entonces abultada cartera con una parsimonia desesperante que me arrancaba de nuevo gestos de incontrolable impaciencia.
Recuerdo que, en aquellas ocasiones, al volverme, veía tu cara espléndida, irónica, afable, picaresca y yo diría que bellísima, con esa belleza que tienen los rostros que colman nuestras esperas; y tu mano alzada agitando un sobre. En los ojos, que los rememoro rodeados de eternas arruguillas maliciosas, la chispa condescendiente y pícara del adulto ante las mal disimuladas emociones de la adolescencia, que por aquellos tiempos vivía condenada a amar en la distancia, y ensayaba su aprendizaje de ternuras, reprimidas por los inevitables alejamientos de los veranos, a través de unas cartas pensadas, escritas, esperadas y recibidas con desasosiego.
Todavía en esos últimos momentos, Cartero, te permitías, una postrera crueldad; y, ante mi mano alargada, ignorando mi prisa por recibir el mensaje para acariciar el sobre –ya que no la mano de quien había escritos sus líneas- tú, con gesto de haberte equivocado, dabas un respingo hacia atrás mientras que a mí me atenazaba un definitivo encogimiento interno. Releías la dirección con seriedad inesperada, para sonreír nuevamente con socarronería y, en un rasgo de final descaro, repasabas el remite con desesperante lentitud, hasta arrancar de mi cara el profundo rubor de mi mejor secreto descubierto, de mi emoción celosamente –creía yo- oculta.
Cuando por fin te dignabas entregarme la carta, yo me alejaba a toda prisa, apretándola con fuerza y sin volver la cabeza para evitar ver de nuevo tu guasilla sonreída, Cartero, hombre sin nombre propio, o con un nombre que hoy no quiero escribir salvo con sus iniciales, JM, por si alguien se molesta, mi entrañable Cartero, al que seguiría buscando cada día del verano; que recorrerías el pueblo siempre ajeno tú a lluvias, a soles o a tormentas, con tu abultada carga de cartas, haciendo de tu oficio un juego en el que te reías con ternura de emociones inconfesadas o inconfesables, demorándote junto al que, acosado por la impaciencia, abría imprudentemente su sobre delante de ti, y alargabas los ojos por encima del lector, impertinentemente, sin disimulos, como si uno de tus derechos tácitamente reconocidos por razón de tu cargo de “Cartero-de-Pueblo” fuera el saberse de memoria el contenido de las cartas que repartías, se abriesen o no en tu presencia.
Tú, Cartero, eras el primero en dar el pésame o en compungirte con la mala noticia aún encerrada en su sobre; tú cada día te ejercitabas en aquella pequeña crueldad cotidiana e ingenua del “¿tengo – carta, -Cartero?”; eras tú quien imponías tu dictadura sobre nuestras prisas…


Tú, JM, Cartero, eras un ser mágico al que todo le estaba permitido.

Así eras, como te lo estoy contando, Cartero: Tú, durante lo más duro del día, recorrías las calles, silbando bajito tus canciones de siempre, y siempre haciéndote el sordo durante algunos segundos eternos, frente a las voces que te acosaban desde cualquier puerta, o tras las lajas de las persianas pintadas de verde, alborotando los silencios del pueblo de entonces aún antes de que llegaras a la altura de quienes te inquirían:
-¡Cartero!: ¿tengo carta?
Todos los que te conocimos por entonces recordarán cómo movías la cabeza con fingido cansancio, y respondías hacia los umbrosos zaguanes parlantes, más con el gesto que con la voz, inventando cada día itinerarios nuevos o girando bruscamente si descubrías esperándote emboscados a alguno de los que, por nuestros escasos años de aquellos tiempos, no habíamos aprendido aún a esperar tu llegada con la precisa indiferencia, y te buscábamos por las esquinas, sabiendo de antemano que, aunque llevases nuestra carta -¡nuestra carta!- nos evitarías para torturarnos con la duda inocente. O nos ignorarías premeditadamente, obligándonos a emprender tu persecución como pago del tributo por la ilusión escrita guardada en uno de tus sobres.
Bien recuerdo, Cartero, que por la noche cambiabas tu carga de palabras de papel por una vieja guitarra, y emprendías un nuevo recorrido por el pueblo, dejando como por descuido tus canciones dulcísimas debajo de las ventanas de las que ahora somos ya mujeres hechas y derechas, algo cansadas y un tanto desesperanzadas de haber vivido tanto. Tus canciones, Cartero, rememoraban en parte letrillas de moda, intercalando siempre párrafos y nombres de los que sólo nuestros sobres cerrados debieran saber; pero que, por algún extraño (¿y consentido?) evento, tú conocías tanto o más que nosotras.
Las primeras luces te sorprendían casi siempre dormitando junto a tu guitarra, en La Plaza, a la espera de que llegara la camioneta del correo.
¡Ay, Cartero! JM: Hombre casi olvidado, o casi nunca conocido del todo como hombre, porque lo tuyo era más el oficio que tu propia identidad… Hoy, después de veinte años, pasas de nuevo por delante de mi puerta con la carga del tiempo pegándose a tus pies; con la cara segada del sol de por aquí, buscando la sombra de los álamos que alguien taló para ensanchar las calles de un Pueblo tan emigrado que ya no necesitaba semejantes anchuras para un tráfico que solo se arremolina en los veranos.
Este Pueblo del que un día arrancamos nuestras raíces sin demasiado tiento en busca de una vida con coche, sin sosiego.

Y sin Cartero que nos trajera nuestra carta.

Cartero, que te confundes con el inmisericorde calor del medio día pegándote a la cal de las paredes, acarreando cada vez menos cartas y más indiferencia dolorida.
Te veo detenerte un momento delante de la cabina telefónica que pusieron en la Plaza de Arriba y la miras con una mezcla de odio y sarcasmo, de pena y de desprecio, porque sabes bien que la magia de tus mensajes escritos ha sido usurpada por ese artilugio que puede llevar y traer palabras de aquí para allá, a cualquier parte, sin que ni tú, ni la vieja camioneta, ya destartalada por entonces, podáis intervenir en su traslado.

Cartero: a estas alturas de tu vida, acaso estés pensando que el papel escrito ha perdido su ser, y acusas en el gesto de censura a la cabina de teléfonos la inutilidad de tu recorrido callejero.

Pero debieras saber, que hoy, cuando pasabas por delante de mi puerta (“¿Cartero: tengo carta?”), me has devuelto a aquellos otros tiempos de amores presentidos o inventados, de historias no estrenadas, de cartas con aromas de ausencias que aplacaban los anhelos sobre papeles escritos.
*
Porque de entonces tengo papeles amarillos sobre los que aún puedo rescatar pedazos de pasado, de ése que jamás una cabina telefónica podrá devolverme en el futuro, yo te sigo viendo, Cartero de mi Pueblo, mucho más allá del despiadado quebranto que los años han dejado sobre ti -y sobre mí- y te veo pasar como aquel hombre mágico de entonces: el que todo lo sabía.

Alguien me ha dicho que ya no sales de ronda por las noches; pero que, sentado a tu puerta, en el llano rematado por el escaloncillo de siempre, y con la fresca del día que se termina, aún sigues buscando en tu guitarra notas para el recuerdo y palabras por escribir.
Una de estas noches, Cartero, te digo yo que van a ver girar entre tus manos unos papeles de los que tú mismo te vas a hacer cruces. La gente volverá a recrearse en tu olvidada sonrisa, tu cara iluminada como entonces, y a cada nota de tu vieja guitarra sé que le irás poniendo párrafos de esta carta que hoy escribo para ti, sin tener que esforzarme en escribir otra dirección que no sea la del Cartero del Pueblo: SEÑOR CARTERO.
Sí, también tú tendrás por fin tu propia carta, ésa que probablemente nunca recibiste porque, atareado como estabas en lo de traernos las nuestras, te olvidaste de que el tiempo pasa sin que haya un alguien que te recuerde en la lejanía y se pare a ponerte unas letras. Es muy posible que te hayas ido quedando solo con tu guitarra y con algún que otro retazo de las cartas de los demás, los de entonces -que así parecía que todo duraba más- aunque, bien mirado, todavía perdura un poco desteñido en nuestros viejos papeles, porque, por fortuna, en cada pueblo estabas tú, con tus distintos nombres: celestina involuntaria, mensajero de ensueños, curioso empedernido y dulce ladrón de historias ajenas; cómplice impuesto de mensajes cruzados, consuelo anticipado de penas aún por leer cuando tu mano confortaba al inmediato doliente; ser casi divino sin cuya presencia hubiese sido insoportable la distancia de los amores que tu acercabas en los larguísimos veranos.

No sé si sabes, Cartero, que entre los dioses griegos tú fuiste uno de ellos: el que llevaba alas en los pies.

Verano 1982
Invierno de 2018