Estamos casi a la puerta del año
2019.
Estoy en Bedmar. Ya sabes: el Pueblo por excelencia, porque es donde vine al mundo, aunque no fuera yo muy consciente de aquel momento sublime de hace tantísimos años.
Están diciendo por la
tele que van a quitar las cabinas telefónicas porque ya no valen para nada con
esto del internet. Ya sabes: aquella cabina que mirabas de tan mala manera porque vino
a quitarte a ti el trabajo de toda la vida.
Estás, Cartero, como una aparición premonitoria,
en mis recuerdos más entrañables.
Estoy recordándote tal
como te vi casi al final de tus días. Y recordándome a mí cuando escribí la carta que
nunca te envié, aunque debiera haberlo hecho.
Es como si te estuviera viendo el mismo día en que te escribí esta
carta que nunca recibiste.
Bedmar. Verano de 1982
Hoy, después de casi toda una vida, te veo,
Cartero, cuando el calor más aprieta, hundiendo al Pueblo entero en un sopor de
siesta prematura, martirizada por el chirriante canto de las cigarras. Subes
por la calle empinada, más como una sombra a punto de diluirse en la calima que
como un ser real de carne y hueso. Arrastras los pies, Cartero, pegándote a las
paredes recalentadas de las casas, en un afán inútil de encontrar alguna sombra
que a estas horas se te antoja inexistente; la camisa abierta sobre un pecho ya
medio arruinado, humedad en la espalda y en los sobacos; el pantalón holgado,
sin un color fijo; las alpargatas, como si fueran dos pesas insoportables,
arañan la tierra seca y resquebrajada con un deslizarse agónico.
En la mano, un montoncillo de cartas, apenas media docena;
mensajes garrapateados, remitidos precipitadamente para intentar disculpar el
olvido cotidiano con un repentino recuerdo en la distancia.
Siento que el
tiempo mete la marcha atrás como sin quererlo, e intento desesperadamente
recobrar la magia de antaño en tu actual figura desolada. Te veo en aquellos
años, días lejanos de juventud recién estrenada, cuando, con el corazón
anhelante, y un punto de pudor mal contenido, buscaba tu súbita aparición por
todas las esquinas, Cartero, con tu carga inconcreta y generosa; en tu cara aquella
media sonrisa tan tuya con la que perezoseabas a caso hecho unas inocentes
malicias ante la muda interrogación de mis ojos:
-¿Tengo carta?
Entonces tú, Cartero, contraías la mirada desenfocando mi
presencia. Sonreías como disculpando una repentina falta de memoria mientras
comentabas algo sin interés en esos momentos, prolongando así mi congoja y
retrasando cruelmente la respuesta, hasta que conseguías el efecto deseado: que
yo bajara la vista hasta la punta de mis pies intentando ocultar la desazón que
me causaba la posible privación de la codiciada carta no recibida, la desairada
espera frente a las lejanías entonces. Recuerdo que a última hora sonreía un
poco tontamente, tratando de ocultar el desencanto para acabar diciendo un “bueno, tampoco es que espere carta…Era por si
acaso…”.
Sólo cuando iniciaba un regreso, más con los pies que con el alma,
hacia la nueva espera del día siguiente, escuchaba a mi espalda tu voz, entre
cómica y maliciosa, Cartero. Una voz que fingiendo un falso desconcierto me
detenía:
-¡Espera, mujer! Si es que no me acordaba de que… -Y te ponías a
rebuscar en tu entonces abultada cartera con una parsimonia desesperante que me
arrancaba de nuevo gestos de incontrolable impaciencia.
Recuerdo que, en aquellas ocasiones, al volverme, veía tu cara espléndida,
irónica, afable, picaresca y yo diría que bellísima, con esa belleza que tienen
los rostros que colman nuestras esperas; y tu mano alzada agitando un sobre. En
los ojos, que los rememoro rodeados de eternas arruguillas maliciosas, la
chispa condescendiente y pícara del adulto ante las mal disimuladas emociones
de la adolescencia, que por aquellos tiempos vivía condenada a amar en la
distancia, y ensayaba su aprendizaje de ternuras, reprimidas por los
inevitables alejamientos de los veranos, a través de unas cartas pensadas,
escritas, esperadas y recibidas con desasosiego.
Todavía en esos últimos momentos, Cartero, te permitías, una postrera
crueldad; y, ante mi mano alargada, ignorando mi prisa por recibir el mensaje para
acariciar el sobre –ya que no la mano de quien había escritos sus líneas- tú, con
gesto de haberte equivocado, dabas un respingo hacia atrás mientras que a mí me
atenazaba un definitivo encogimiento interno. Releías la dirección con seriedad
inesperada, para sonreír nuevamente con socarronería y, en un rasgo de final
descaro, repasabas el remite con desesperante lentitud, hasta arrancar de mi
cara el profundo rubor de mi mejor secreto descubierto, de mi emoción
celosamente –creía yo- oculta.
Cuando por fin te dignabas entregarme la carta, yo me alejaba a
toda prisa, apretándola con fuerza y sin volver la cabeza para evitar ver de
nuevo tu guasilla sonreída, Cartero, hombre sin nombre propio, o con un nombre
que hoy no quiero escribir salvo con sus iniciales, JM, por si alguien se
molesta, mi entrañable Cartero, al que seguiría buscando cada día del verano;
que recorrerías el pueblo siempre ajeno tú a lluvias, a soles o a tormentas,
con tu abultada carga de cartas, haciendo de tu oficio un juego en el que te
reías con ternura de emociones inconfesadas o inconfesables, demorándote junto
al que, acosado por la impaciencia, abría imprudentemente su sobre delante de
ti, y alargabas los ojos por encima del lector, impertinentemente, sin
disimulos, como si uno de tus derechos tácitamente reconocidos por razón de tu
cargo de “Cartero-de-Pueblo” fuera el saberse de memoria el contenido de las
cartas que repartías, se abriesen o no en tu presencia.
Tú, Cartero, eras el primero en dar el pésame o en compungirte con
la mala noticia aún encerrada en su sobre; tú cada día te ejercitabas en aquella
pequeña crueldad cotidiana e ingenua del “¿tengo – carta, -Cartero?”; eras tú quien
imponías tu dictadura sobre nuestras prisas…
Tú, JM, Cartero, eras un ser mágico al que todo le estaba
permitido.
Así eras, como te lo estoy contando, Cartero: Tú, durante lo más
duro del día, recorrías las calles, silbando bajito tus canciones de siempre, y
siempre haciéndote el sordo durante algunos segundos eternos, frente a las
voces que te acosaban desde cualquier puerta, o tras las lajas de las persianas
pintadas de verde, alborotando los silencios del pueblo de entonces aún antes
de que llegaras a la altura de quienes te inquirían:
-¡Cartero!: ¿tengo carta?
Todos los que te conocimos por entonces recordarán cómo movías la
cabeza con fingido cansancio, y respondías hacia los umbrosos zaguanes
parlantes, más con el gesto que con la voz, inventando cada día itinerarios
nuevos o girando bruscamente si descubrías esperándote emboscados a alguno de
los que, por nuestros escasos años de aquellos tiempos, no habíamos aprendido
aún a esperar tu llegada con la precisa indiferencia, y te buscábamos por las
esquinas, sabiendo de antemano que, aunque llevases nuestra carta -¡nuestra
carta!- nos evitarías para torturarnos con la duda inocente. O nos ignorarías
premeditadamente, obligándonos a emprender tu persecución como pago del tributo
por la ilusión escrita guardada en uno de tus sobres.
Bien recuerdo, Cartero, que por la noche cambiabas tu carga de
palabras de papel por una vieja guitarra, y emprendías un nuevo recorrido por
el pueblo, dejando como por descuido tus canciones dulcísimas debajo de las
ventanas de las que ahora somos ya mujeres hechas y derechas, algo cansadas y
un tanto desesperanzadas de haber vivido tanto. Tus canciones, Cartero,
rememoraban en parte letrillas de moda, intercalando siempre párrafos y nombres
de los que sólo nuestros sobres cerrados debieran saber; pero que, por algún
extraño (¿y consentido?) evento, tú conocías tanto o más que nosotras.
Las primeras luces te sorprendían casi siempre dormitando junto a
tu guitarra, en La Plaza, a la espera de que llegara la camioneta del correo.
¡Ay, Cartero! JM: Hombre casi olvidado, o casi nunca conocido del
todo como hombre, porque lo tuyo era más el oficio que tu propia identidad…
Hoy, después de veinte años, pasas de nuevo por delante de mi puerta con la
carga del tiempo pegándose a tus pies; con la cara segada del sol de por aquí,
buscando la sombra de los álamos que alguien taló para ensanchar las calles de
un Pueblo tan emigrado que ya no necesitaba semejantes anchuras para un tráfico
que solo se arremolina en los veranos.
Este Pueblo del que un día arrancamos nuestras raíces sin
demasiado tiento en busca de una vida con coche, sin sosiego.
Y sin Cartero que nos
trajera nuestra carta.
Cartero, que te confundes con el inmisericorde calor del medio día
pegándote a la cal de las paredes, acarreando cada vez menos cartas y más
indiferencia dolorida.
Te veo detenerte un
momento delante de la cabina telefónica que pusieron en la Plaza de Arriba y la
miras con una mezcla de odio y sarcasmo, de pena y de desprecio, porque sabes
bien que la magia de tus mensajes escritos ha sido usurpada por ese artilugio
que puede llevar y traer palabras de aquí para allá, a cualquier parte, sin que
ni tú, ni la vieja camioneta, ya destartalada
por entonces, podáis intervenir en su traslado.
Cartero: a estas alturas de
tu vida, acaso estés pensando que el papel escrito ha perdido su ser, y acusas
en el gesto de censura a la cabina de teléfonos la inutilidad de tu recorrido
callejero.
Pero debieras saber, que hoy, cuando pasabas por delante de mi
puerta (“¿Cartero: tengo
carta?”), me has devuelto a aquellos otros tiempos de amores
presentidos o inventados, de historias no estrenadas, de cartas con aromas de
ausencias que aplacaban los anhelos sobre papeles escritos.
*
Porque de entonces tengo
papeles amarillos sobre los que aún puedo rescatar pedazos de pasado, de ése
que jamás una cabina telefónica podrá devolverme en el futuro, yo te sigo
viendo, Cartero de mi Pueblo, mucho más allá del despiadado quebranto que los
años han dejado sobre ti -y sobre mí- y te veo pasar como aquel hombre mágico
de entonces: el que todo lo sabía.
Alguien me ha dicho que ya no sales de ronda por las noches; pero
que, sentado a tu puerta, en el llano rematado por el escaloncillo de siempre,
y con la fresca del día que se termina, aún sigues buscando en tu guitarra
notas para el recuerdo y palabras por escribir.
Una de estas noches, Cartero, te digo yo que van a ver girar entre
tus manos unos papeles de los que tú mismo te vas a hacer cruces. La gente
volverá a recrearse en tu olvidada sonrisa, tu cara iluminada como entonces, y
a cada nota de tu vieja guitarra sé que le irás poniendo párrafos de esta carta
que hoy escribo para ti, sin tener que esforzarme en escribir otra dirección
que no sea la del Cartero del Pueblo: SEÑOR CARTERO.
Sí, también tú tendrás por fin tu propia carta, ésa que
probablemente nunca recibiste porque, atareado como estabas en lo de traernos
las nuestras, te olvidaste de que el tiempo pasa sin que haya un alguien que te
recuerde en la lejanía y se pare a ponerte unas letras. Es muy posible que te
hayas ido quedando solo con tu guitarra y con algún que otro retazo de las
cartas de los demás, los de entonces -que así parecía que todo duraba más-
aunque, bien mirado, todavía perdura un poco desteñido en nuestros viejos
papeles, porque, por fortuna, en cada pueblo estabas tú, con tus distintos nombres:
celestina involuntaria, mensajero de ensueños, curioso empedernido y dulce
ladrón de historias ajenas; cómplice impuesto de mensajes cruzados, consuelo
anticipado de penas aún por leer cuando tu mano confortaba al inmediato
doliente; ser casi divino sin cuya presencia hubiese sido insoportable la
distancia de los amores que tu acercabas en los larguísimos veranos.
No sé si sabes, Cartero,
que entre los dioses griegos tú fuiste uno de ellos: el que llevaba alas en los
pies.
Verano 1982
Invierno de 2018