A primeros de marzo de este mismo año regresaba de un congreso de
escritores celebrado en El Caribe. Siempre se me han hecho larguísimos los
viajes de regreso trasatlántico, pero éste me depararía una experiencia nueva
realmente desagradable. El Boeing 747 que nos traía de vuelta se aproximaba a
Madrid cuando, procedentes de la zona de clase ejecutiva, avanzaron dos
azafatas de vuelo, cada una por uno de los dos pasillos que hay en este avión
rociándonos sin piedad con sendos fumigadores mientras que por la megafonía se
nos informaba de la exigencia de las “autoridades sanitarias” para evitar
cualquier contaminación del tristemente famoso mosquito tigre propagador del
zica que asolaba el trópico.
Tengo que decir que me sentí una apestada, lo que unido al cansancio de tan largo viaje en un espacio tan estrecho, el cambio de horario y el enfrentamiento a un nuevo año de soledad, allí donde había dejado atrás los “Cien años de soledad” del maestro García Márquez, me hicieron brotar lágrimas de rabia.
Tengo que decir que me sentí una apestada, lo que unido al cansancio de tan largo viaje en un espacio tan estrecho, el cambio de horario y el enfrentamiento a un nuevo año de soledad, allí donde había dejado atrás los “Cien años de soledad” del maestro García Márquez, me hicieron brotar lágrimas de rabia.
El 15 de Agosto de 2016 Jean Sánchez, un Bedmareño emigrado a Francia al
principio de los años 60 del siglo pasado, colgaba en el muro de Facebook del
grupo BEDMAREÑOS la primera entrega de sus “Recuerdos de mi infancia de emigrante” en la que narraba su experiencia de
emigración vivida desde su más tierna infancia. De sus palabras se deducía que
no iba a ser aquélla la única entrega y su narración me hizo recordar mi
desagradable regreso del Caribe.
Su propuesta me pareció tan interesante como emocionante y necesitada de
rescate, añadiéndose a esta sensación de exigencia reivindicatoria el contenido
de los comentarios
de nuestros paisanos, inundados por emociones tan lúcidas como reveladoras,
conjunto todo él que me llevó a insertar un comentario propio que fue
inmediatamente respondido por el autor del inicial comentario:
Soco Mármol
Brís Hermoso relato que me gustaría reescribir si me lo permites. No
importan faltas o ausencias literarias cuando hay tanta esencia vital
Jean Sanchez Soco sería un gran honor para mi te lo permito
por supuesto. Un abrazo
Desde el
mismo momento en que Jean me autorizaba a reescribir su experiencia, y tras
señalar sobre el texto los detalles que más me habían interesado (nombres y
circunstancias), comencé a imaginar la posibilidad de trasladar todo aquel
intercambio de crónicas a un relato que, como apuntaba Cristóbal Triguero en su
reflexión, tratara el fenómeno de la emigración de Sierra Mágina en los años 60
del siglo XX visto –como bien señalaba Jean- desde los ojos de un niño de corta
edad ajenos al desarraigo propio.
No se
trataba, pues, de volver a hablar del tan trillado “desarraigo” de los adultos
que tuvieron que dejar su hábitat de siempre para buscarse la vida, sino de
tratar de imaginar esos dos mundos que a un niño emigrante de los de entonces
tuvo que experimentar, entre los enigmáticos –para ellos- duelos de sus
mayores, los realmente desarraigados de lo suyo y reubicados en nuevas maneras
de vida en las que entre otras cosas, quedaban atrás las diferencias de clase
vividas por razón del origen familiar marcado en las estrecheces sociales de un
pueblo, pero tenían que toparse con nuevas y no menos dolorosas desigualdades,
trazadas por la ubicación del hábitat, por el atuendo diferenciador, por el
acento; pero, sobre todo, por la lucha contra el oscurantismo con que se
postergó a determinados núcleos sociales en el acceso a la cultura.
Pocos días
antes, y en un coloquio impartido por una paisana durante los actos de la CULVE
–Cultura Verano- de Bedmar, la ponente, Pepa Medina, entre otros conceptos
sugestivos, se refirió a la emigración como elemento que había supuesto un
desclasarse, mediante la permeabilización de los distintos estratos sociales
desde el anonimato que lo urbano confiere al origen familiar, de tal forma que,
salvando las relaciones tradicionales más arraigadas, los habitantes de la
ciudad pueden “involucrarse” entre sí desde perspectivas ajenas al origen o
clase social de procedencia, siendo la cultura y la formación los únicos
elementos diferenciadores.
Desde ahora
quiero aludir a un hecho paradójico: por mucho que se hable de “igualdad”, lo
cierto es que hasta el que más la pregona aspira a subir un peldaño en la
escala social que lo distinga del que queda más abajo; todos queremos y nos
empeñamos –necesitamos- en ser diferentes, en diferenciarnos de todos y cada
uno de los demás para tener conciencia de la propia identidad; pero –y aquí la
paradoja- todos necesitamos también sentirnos identificados y admitidos con/en
un determinado grupo (social, cultural, emocional, religioso, político, deportivo,
etc.) para poder adquirir una coincidencia identitaria que nos incorpore al
grupo; a la manada.
Entre la
identidad de lo propio como diferenciación personalísima y, al mismo tiempo,
como pertenencia grupal, y la diversidad entre lo propio y lo ajeno, se crea un
fluir continuo que traslada valores recíprocos de unos a otros grupos, de unos
a otros individuos, arraigando y desarraigando identidades evolutivas
espontáneas y generando una dinámica social apasionante.
Así, al tan
real como trillado elemento “desarraigo” de los emigrantes, con toda la carga
dolorosa y negativa que conlleva o se le quiere añadir, incorporaba Pepa, la
ponente, un elemento positivo de rescate restaurador que venía a equilibrar en
la distancia lo que nunca –o quizá con un esfuerzo infinito- se hubiera
equilibrado en la inmovilista permanencia rural.
De esta
manera fue cómo, ante mi avidez de conocimiento del factor humano, o, mejor
dicho, del ser humano, y en menos de una semana, convergían ante mis ojos dos
elementos que me parecían apasionantes: la
emigración entendida como rescate del
individuo frente a un entorno social determinado, y la emigración vista desde los ojos de un niño hijo de los “rescatados”,
marcado por la narrativa del dolor del desarraigo de sus mayores.
Eso me hacía
pensar en los que sin haber vivido la Guerra Civil, llevamos toda una vida
sacudiéndonos los rencores de nuestros padres y tratando de vivir nuestras
propias frustraciones sin añadirle iras que debieran sernos ajenas.
¡Y qué mejor
manera de limpiar sentinas y redimir malas conciencias ajenas que escribir de
lo propio…!
Realmente no
podía resistirme a semejante reto. Pero lo que vino a decidirme definitivamente
de la necesidad de llevar a la letra impresa y novelada las experiencias que
Jean contaba fue el descubrir a la persona “Jean” tras el personaje “Jean”. ¿O
acaso todos somos la persona que somos y el personaje que nos creamos frente a
los demás hasta que llega un momento en que ya no sabemos quiénes somos
realmente?
¡Eso era! Se
trataba de descubrirnos a nosotros mismos a través de una historia
aparentemente inocente.
Pues manos a
la obra: desde el día 15 de agosto nos intercambiamos mensajes en los que él me
va narrando sus recuerdos y yo los intento ordenar literariamente, supliendo
con mi mejor o peor conocimiento del idioma su olvido del mismo en tierras
francesas, fabulando allí donde me faltan los datos, al tiempo que voy
encontrándome en la distancia con esa personita que fue, que padeció, que gozó
y que esperó y sigue esperando algo que quizá ambos descubramos en esta tarea
que hemos comenzado cuando ya vamos enrestados por la vida.
A los
intereses ya expuestos se suma la visión tan personalísima como holística de
los comentarios de los paisanos, lectores de aquella primera entrega. Se me inquietaba Jean, con verdadera cordura, en un
mensaje privado –al hilo de algún comentario- en estos términos llenos de
concordia:
…He
empezado a escribir esa parte pero temo de cansar la gente monopolizando la
atención. He notado un comentario que decía que al final todos los emigrados
hemos sabido salir adelante y que los que verdaderamente han tenido merito son
los que se tuvieron quedar en el pueblo pasando hambre y que han mantenido el
pueblo para que lo disfrutemos nosotros ahora. Entonces pues temo que otros
comentarios como ese puedan surgir y la verdad es que no deseo crear polémicas,
mi propósito no es de comparar en la escala del sufrimiento quien ha sufrido
más, los emigrantes en España, los que se fueron al extranjero y los que se
quedaron en el pueblo.
En efecto, no se trata aquí de hacer un campeonato de “a ver quién ha
sufrido más. Ni siquiera de llamar la atención sobre lo impensable que
resultaría imaginar el formidable avance social de ese pueblo que ahora
disfrutamos todos sin la existencia de los emigrantes. Pero no cabe duda de que
cada uno de aquellos comentarios
siendo como es un compendio de la subjetividad de cada quien sobre un
tiempo y unas circunstancias
absolutamente determinantes en y para Sierra Mágina, es también una explicación
del pasado. Van esos comentarios desde el simple “me gusta”, que nunca se sabe
si encierra algo más que un “aquí estoy”, hasta el “qué emocionante” –que lo
es-, pasando por la vindicación de “yo sufrí más”, acabando por un vaciar ese
enconado resentimiento propio –pero casi siempre de oídas- que deforma la
sanación de la memoria histórica convirtiéndola en rencor no resuelto e ira
descontrolada.
En fin, que ya no hay marcha atrás ni esto tiene apaño; y que, sea por lo que
sea, Jean y yo estamos embarcados en una nave que campa por sus respetos,
dispuestos a escudriñar –o a churretear-
en nuestra particular memoria histórica, vista desde nuestros propios
ojos, cuyas imágenes no necesariamente tienen por qué identificarse con las que
otros paisanos nuestros puedan tener.
He ahí la grandeza de la diversidad: en ese “…nada es verdad ni es
mentira”. Y quien diga lo contrario…
*
No hay comentarios:
Publicar un comentario