domingo, 28 de agosto de 2016

EMIGRANTES 1. El viaje


 (Transcripción sobre el texto resumido de Jean Sánchez "RECUERDOS DE INFANCIA)



Mi padre fue Diego Sánchez Ortiz, hijo de Antonio Sánchez Rodríguez, de mote “El Maraña” y de María de los Santos Ortiz Troyano, “La Posadera”.
No daba el negocio de la posada sino para malvivir y dar de comer a la familia, de manera que, en cuanto mi padre levantó tres cuartas del suelo, antes siquiera de darle tiempo a aprender a leer y escribir, lo sacaron de la escuela y se empleó en el cuidado del ganado de un pariente más afortunado que él, de los que en Bedmar eran dueños de tierras y de bestias y apalabraban jornales con los desposeídos.
EMIGRANTES. Foto tomada de internet


         Mi madre se llamaba Catalina Medina Vilches, hija de María Cuadros Vilches Vilches, conocida en Bedmar como “La Corsaria” porque durante la Guerra Civil, y aún después de la guerra, se dedicó al estraperlo para sacar adelante a su familia. Mi abuelo materno, Juan Medina Carreras, había muerto años antes dejando a los suyos sin recursos. Pero no se achicó mi abuela frente a la miseria que sobrevolaba sobre su cabeza y pronto la necesidad la empujó a cruzar las trochas más difíciles de la sierra y buscar los atajos menos frecuentados para traer y llevar por los pueblos de la Comarca de Sierra Mágina desde lo más preciso como hogazas de un impensable pan blanco en los tiempos de la Fiscalía de Tasas y las cartillas de racionamiento hasta miserables menudencias como cadejos de hilo, picunelas y medias de cristal que en tiempos de semejantes privaciones eran auténticos caprichos sólo al alcance de bolsillos bien cebados.
         Este mercadeo estaba lleno de peligros para una mujer sola, teniendo en cuenta que los montes estaban infectados de maquis hambrientos y de guardias civiles emponzoñados por la crueldad de la miseria y por el adoctrinamiento de los flamantes ganadores de una guerra que lo fue más de clases sociales que de ideas. Algunos días llegaba la mujer al pueblo sin el pan blanco prometido en alguna de las caserías, sin los doscientos reales que le habían dado por adelantado para comprarlo, y sin poder decir que había sido el maqui o los civiles quienes se lo habían quitado por miedo a que unos u otros se tomaran venganza o dejaran de hacer la vista gorda como algunas veces hacían a cambio de compartir con ellos sus miserias.
         Ni siquiera la leyenda que se inventó mi abuela María Cuadros sobre el intermitente asalto de un lagarto inmenso que sin fecha fija le salía al paso y al que le tenía que echar el pan blanco para aplacarlo le sirvió finalmente para contentar a los que le habían dado dineros para hacer el mandado, ni su redoblado afán en cruzar trochas mejoró la ruina de su esforzado negocio que varias veces la llevó al cuartelillo. Así que buen día, cuando mi madre, ya con 16 años, le dijo que por qué no buscaban mejor acomodo del que tenían empleándose como criadas en Madrid, mi abuela no se lo pensó dos veces; cerraron la casa de la Pililla una mañana y, cargadas con un hatillo de ropa de muda, una almorzada de caretos, una talega de perillos de invierno, una tajada de tocino y dos hornazos, tomaron el camino de la estación de Jódar, atravesando por última vez las veredas que tantas veces había cruzado ella en su tarea de corsaria, pero ahora sin tener que buscar ocultación a la vista de nadie. Por primera vez en muchos años hacía mi abuela el camino sin llevar de matute nada que pudiera apetecérseles a los maquis o que encabritase a los civiles hasta el extremo de echar manos a las tijeras de esquilar como habían hecho con muchas mujeres del pueblo, para pelarla en el corral del cuartel o en la plaza de abajo a la vista de todos.
Iban sin prisas. A eso de las diez de la mañana pasaron por el lavadero de La Fuengrande, donde ya trajinaban las mujeres más madrugadoras jabonando ropa con un ojo de jabón de sosa, y soleándola sin aclarar antes de darle el último enjuague. 
Ruinas del lavadero de La Fuengrande
         Cuando vieron aparecer a mi abuela ninguna de las lavanderas hizo amago de darla por presente, hechas como estaban a dejarla pasar sin darse por enteradas en generosa complicidad con su oficio que todas conocían. Sólo cuando vieron aparecer a mi madre dejaron algunas su tarea secándose sus manos en los mandiles y colocando los brazos en jarras, mientras meneaban la cabeza en gesto de reprobación.
          -¿Y a dónde dices que vais? –dijo una de ellas dirigiéndose a mi abuela.
        -No recuerda una servidora haber dicho que fuéramos a ninguna parte en concreto –respondió ella austera.
          -¿No irás a hacer el estropicio de empicar a la chiquilla en lo tuyo?
-¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? –dijo ahora mi abuela arrimándose sin reparos al pilar donde el agua corría poniendo un rezongo de frescor en aquel lavadero hermosísimo rodeado de higueras y zarzales, y mojando sus manos en ella para acabar atusándose el pelo.
         -Mira, María Cuadros, que te lo digo por el bien de la nena. Que hay por esos caminos demasiado tunante sin miramientos con ganas de echar mano a carne enteriza, y que cualquier día te la desgracian si la metes en esas correrías. Que se dice por ahí –dijo mirando en su entorno con desconfianza y acercando su boca al oído de mi abuela- que desde que se habla de que en el pueblo quedan todavía milicianos clandestinos, han venido hasta falangistas de Úbeda que rondan a ver a quién pillan amparando bandidos y cobijando a rojos.
          Mi abuela se limitó a mojar de nuevo sus manos en el pilar, pasárselas por el pelo y, dando la espalda a las mujeres del pilón, se despidió de ellas con un escueto “nos vamos a Madrid porque mi nena, la Catalina, y yo nos vamos a poner a servir, que ya tenemos hasta casa de postín apalabrada en donde emplearnos”.
          -¿Y tus otros nenes?
          -Esos, Dios dirá. El Juan Pedro se queda en la herrería con su tío Juan Francisco, y a Lola la tiene recogida su tía Isabelita, mi cuñada, que tan bien casada está en Linares que de seguro que a la chiquilla le dan hasta carrera.
          Y echaron a andar, mi abuela por delante, en silencio, y mi madre siguiendo sus pasos sin atreverse a importunar con palabra alguna el evidente dolor de la mujer. Siguieron sin volver la vista atrás, hasta perderse entre las olivas, mientras las mujeres del lavadero las miraban alejarse con apetencia mal disimulada y con lástima apenas escondida.
Barranco perejil en la Serrezuela (Internet)
         A poco más de una legua mi abuela, perfecta conocedora del camino, torció hacia la derecha por un atajo que desembocaba en un barranco que parece que le dicen el del perejil, y que comenzó a estrecharse haciéndose umbrío, flanqueado por peñas asombrosas. El camino se empinaba poco a poco hasta que acabó por abrirse a derecha e izquierda en dos brazos de los que mi abuela enfiló sin vacilación el de la izquierda. “Lo habré pateado pocas veces incluso estando preñada” –dijo en voz alta sabiendo que ése era el que llevaba a Jódar, dejando traslucir en su tono una especie de añoranza de despedida mezclada con una rabia infinita.
          Cuando llegaron a la estación de Jódar apenas había nadie en los andenes. Solamente la chimenea de la casa del Jefe de Estación humeaba llenando el entorno de un penetrante olor a leña de olivo que a esa hora podía con el conocido olor de las estaciones y con los olores a carrizo que subían desde el cercano Guadalquivir. Atravesaron el andén y fueron a sentarse en un cercano bosquecillo de yerba dispuestas a esperar a que llegase la hora de coger el tren correo que no pasaría hasta bien entrada la noche. Mi abuela se quitó la toquilla  que llevaba puesta a pesar de que a esas alturas del año ya calentaba el sol lo suficiente como para aligerarse la vestimenta y la tendió en el suelo delante de ella y de su hija, a modo de mantel, disponiendo encima unas hojas de higuera que acababa de arrancar. Luego sacó de la talega una navajilla con la que partió en dos un hornazo y un pedazo de tocino, entregando a mi madre la mitad. Dividió también en dos un tomate, colocó cada mitad encima de las hojas de higuera, los espolvoreó con sal gorda que tenía en una calabaza enguitada y le dijo a su hija: “nena, come despacio y gobiérnate con tiento, que estos son todos los avíos que tenemos hasta que lleguemos a Madrid y encontremos algo”.
          El tren, procedente de Almería, llegó con retraso, llenando de una humareda blanca y pegajosa el andén y la estación entera. A sus dieciséis años, era ésa la primera vez que mi madre viajaría en tren, y lo hizo con el alma desgarrada a pesar de haber salido de ella lo de irse de criadas. Atrás quedaban sus hermanillos chicos sin saber a ciencia cierta cuándo podrían volver a verlos. Pero sobre todo, se dejaba en el pueblo al muchacho que había conquistado su corazón de manera tan propia; el que luego sería mi padre, y a cuyo encuentro en Francia iría años después en otro tren de carbonilla que ya pertenece a mis propios recuerdos.
*
       Mis padres se habían casado en Bedmar el 16 de febrero de 1956; ella, con 22 años, había vuelto al pueblo para casarse; y mi padre con 24 cumplidos y recién regresado de la mili, después de dos años de servicio militar. Juntos volvieron a Madrid para iniciar su vida de matrimonio.
Exactamente, nueve meses después de la boda, en diciembre de 1956, nació mi hermano Antonio; yo nací dos años después y finalmente nació Diego.
       Nada más casarse, mis padres, como he dicho, se instalaron en Madrid, donde vivíamos todos junto con mi abuela María Cuadros en una casita más que humilde del Puente de Vallecas.
Los años que siguieron a la boda no debieron ser demasiado propicios para sacar a la familia adelante en Madrid, por lo que mi padre decidió probar suerte emigrando a Cataluña encontrando trabajo de albañil en Tosa de Mar, donde comenzaban a construirse las primeras urbanizaciones de segunda vivienda. Pero el trabajo era discontinuo y escaseaba, el sueldo de un peón no alcanzaba para mantenerse él en Cataluña y enviar dineros a su familia y lo que más le dolía a mi padre era pensar que nuestro destino estaba marcado de tal forma que nosotros, sus hijos, seríamos analfabetos como ellos dos si no conseguía torcerlo de alguna manera.
Así fue cómo, a primeros de año de 1961, mi padre se lio la manta a la cabeza y se fue a Francia dispuesto a abrirse y abrirnos camino hacia un panorama de mejores augurios.
Posiblemente, fue mi padre uno de los primeros emigrantes de Bedmar con destino a Francia pues, aunque la hambruna y la miseria empujaban a los necesitados fuera de las lindes de nuestra tierra, pocos eran los que se atrevían a dar el salto definitivo al otro lado de la frontera, quedándose en Cataluña, en Navarra o en Vascongadas. Y no se equivocó mi padre, no. Antes de que pasaran cuatro meses, el sueldo que ganaba en Cataluña se había duplicado; y no habían pasado aún ocho meses cuando ya nos estaba llamando para que fuéramos a reunirnos con él a Francia. Lo siguiente fue mandarnos los billetes de tren para que pudiéramos reunirnos con él.
A pesar de mi corta edad, recuerdo perfectamente todo el barullo de aquellos últimos días en España. Antes de emprender viaje a nuestro nuevo destino, mi abuela, mi madre y nosotros fuimos a Bedmar, “a despedirnos de la familia, que Dios sabe cuándo podremos hacer el camino de regreso de un sitio tan lejísimos” –decía mi abuela cuando íbamos camino del pueblo-. No se me alcanzaba a mí el porqué de la pesadumbre que nos demostraban los parientes de Bedmar cuando se enteraron que nos íbamos todos a Francia y, por el contrario, yo estaba tan contento y tan emocionado con nuestro nuevo destino que ni siquiera reparaba en la belleza de los últimos días pasados en el pueblo ni en la congoja que se empezaba a instalar en la cara de mi abuela o el silencio pertinaz en que se sumió mi madre, precursor sin duda de la tristeza sin límites que vendría más tarde.
A finales de agosto regresamos a nuestra casita de Vallecas en Madrid donde paramos lo justo para meter en varias talegas algo de comida fácilmente transportable, como sardinas arenques, bacalao, chorizos que nos habían regalado en el pueblo y dos panes. La ropa de mi madre y de mi abuela iba en una maleta de cartón y la de nosotros en una segunda maleta, ambas atadas con una guita como entonces había que hacer para que no saltaran las endebles aldabillas al menor roce y se esturreara el contenido en el sitio menos conveniente.
Desde nuestra casa hasta la Estación fuimos en el metro, arrastrando las maletas y las talegas como podíamos, cargando mi madre en sus brazos a mi hermano Diego. Finalmente, tras colocar las maletas en los portaequipajes, abarrotados con otras idénticas a las nuestras, nos apretujamos unos contra otros, sentados todos en las duras tablas de un compartimento de tercera camino de Irún. A mí me colocaron al fondo del compartimento, junto a la ventanilla que permanecía bajada exhibiendo delante de mis ojos todo un mundo desconocido y colorista como no había visto otro igual. Por el andén iban y venían vocingleros vendedores de barquillos y de gaseosas, soldados de los de verdad, con botas que hacían un ruido muy espacial sobre las baldosas, unos gorros picudos de los que colgaba una borla muy nerviosa y cordones colgando; pasaban también camino de los vagones de primera clase unos hombres ataviados con amplias camisolas grises, que a mí me parecían viejísimos y minúsculos tras la balumba de sus carros cargados de equipajes verdaderamente lujosos y distintos a nuestras pobres maletas. De vez en cuando cruzaba una pareja de la Guardia Civil con sus tricornios relucientes y sus innecesarios capotes, cuya sola presencia imponía un no sé qué, más de miedo que de respeto.
Al fondo, hacia donde se terminaba la cubierta de la estación y se alcanzaba a ver el cielo, comenzaron a escucharse silbatos y pitidos; la locomotora se rebulló y resopló de la misma manera que yo recordaba que hacía la de la estación de Jódar, y un agudo chirriar de ruedas junto con una seca sacudida avisó de que el tren se ponía finalmente en marcha camino de una nueva vida.
Miré a mi alrededor. El tren iba lleno de hombres y mujeres, vestidos más o menos como nosotros y silenciosos como mi madre, como mi hermano Antonio y como mi abuela. Por alguna razón comprendí que yo también debía callarme hasta que a ellas se les pasara el berrinche que yo sabía que llevaban dentro del cuerpo aunque no pudiera comprender por qué. Entonces mi madre hizo algo que a mí me llenó los ojos de lágrimas. Apoyó su cara sobre mi cabeza y me dio un beso en el pelo sin decir palabra, y se quedó quieta, mirando por la ventanilla, emperrándose en no girar la cara hacia adentro y dejándome que yo disfrutara con el olor a clavellinas que le salía por el escote desde la combinación. Yo sabía que Antonio la miraba, posiblemente esperando que también a él le diera otro beso o le hiciera cualquier caricia, pero madre se había quedado como agarrotada, con los ojos más allá del andén y con el miedo apoltronado en su pescuezo. Y así permaneció, inmóvil, con los ojos fijos en la nada de un día que comenzaba a terminarse, durante más tiempo del que soy capaz de imaginar.
El tren, unas veces más nervioso y otras más cansino, cruzaba la noche alertando su paso con pitidos entrecortados y tristes, dejando que su avance se convirtiera en un traqueteo ocioso y monótono que nos adormecía. Algunos daban cabezadas hundiendo las barbillas de todo un día sin afeitar en los cuellos de las camisas desabrochadas. Un grupo de gente joven alborotaba en el pasillo pasándose de mano en mano una bota de la que trasegaban vino alegremente. Diego, después de haber mamado a su gusto, dormía en brazos de mi madre y yo, desde mi privilegiada situación, le espiaba la cara a ella, seguro como estaba de que, en cualquier momento, se le caerían las lágrimas a chorreones dándome la ocasión de poder consolarla a besos. Pero mi madre siempre fue una mujer muy fuerte que nunca dejaba trasparentar fácilmente su estado de ánimo, por lo que siempre tenía que inventarme cosas de cosecha propia para arrimarme a besarla.
De vez en cuando, el tren se detenía a cargar agua o carbón en estaciones mejor o peor iluminadas. Entonces los hombres aprovechaban para saltar al andén en busca de agua con la que llenar sus garrafillas, un cuarterón de tabaco o algo que comer en las cantinas, mientras que sus mujeres se espantaban temiendo que el tren arrancara sin ellos dejándolas abandonadas a un incierto destino. Pero nosotros no llevábamos hombre por el que temer y debíamos constituir un grupo ciertamente peculiar. ¿A dónde iban dos mujeres solas, con dos maletas como las de los hombres, acarreando además talegas con algo de comida, y tres chiquillos de los cuales al menor había que llevarlo en brazos y el mayor apenas alcanzaba los cinco años?
         El viaje se nos empezaba a hacer larguísimo y la noche se me presentaba tan interminable que acabé vencido por el sueño encima del regazo de madre.
Me despertó un sonoro chirriar metálico, un brusco frenazo que hizo que el tren se detuviera sin miramientos.
          -¿Ya estamos en Francia, mama?
         -No, hijo, esto es Irún. Vamos; que es aquí donde dijo tu papa que había que cambiar de tren.
          -¿Es que éste no nos va a llevar a Francia?
        -No. Ya ves que todos se bajan. Tenemos que mudarnos a un tren más menguado porque las vías de Francia son más estrechas que las de España.
      El tren en el que habíamos venido desde Madrid se estaba quedando vacío efectivamente. Los viajeros bajaban y se colocaban en fila, aguardando mansamente, atravesando estrechos pasillos cuya limpieza me sorprendió. Nosotros recogimos nuestro equipaje y bajamos del tren colocándonos en la fila. Mi madre cargó a Diego en un brazo y en la otra mano tomó una de las dos maletas poniéndose delante. Mi abuela agarró la otra maleta y mi mano, colocándose atrás. Entre mi madre y mi abuela, mi hermano Antonio caminaba solo, silencioso como era propio en él.
        Por fin llegamos a la aduana donde nos esperaba la primera vergüenza que yo recuerdo en mi vida: nos registraron palpándonos minuciosamente incluido el bebé, nos hicieron abrir las maletas allí mismo, esparciendo en el suelo nuestras miserables pertenencias y, a continuación, nos apremiaron a entrar en un estrecho recinto donde un hombre con bata blanca y gafas torcidas nos reconoció y auscultó sin mostrar un mínimo gesto de cercanía y sí un mucho de repugnancia. A Antonio y a mí nos abrió la boca, nos aplastó la lengua con una espátula de palo y nos enfocó las anginas con una linterna mientras yo daba arcadas sin acabar de vomitar. Cuando creíamos que había terminado todo, vimos que la gente se movía hacia el siguiente pasillo murmurando “la desinfección, la desinfección…”.
        Nos sentimos arrastrados hacia aquella una nueva fila en la que, uno por uno, nos fueron fumigando con DDT con una prodigalidad que nos asfixiaba. Vi que mi madre soltaba mi mano e intentaba cubrir la cabeza de mi hermanillo y comprobé que mi hermano Antonio, con toda la madurez que ya tenía a sus cinco años, se adelantaba a madre tratando de cubrir con su cuerpecillo la rociada dirigida al pequeño Diego; entonces yo me aguanté las terribles arcadas que me habían entrado y que ahora se acrecentaban con el rociado, me limpié con el brazo dos lagrimones que se me desmandaban y avancé hasta el aparato del fumigado del DDT pensando que, por malo que fuera aquello, peor lo tenían las moscas del pueblo que, en lugar de morirse de sopetón como las de las casas de los ricos donde se les echaba fly, tenían que fenecer de hambre, de miedo o de sabe Dios qué con las patas adheridas en aquellas tiras pegajosas que colgaban del techo de la tienda.
        Cerré los ojos esperando que se terminara allí mismo todo. Estábamos cansados de un viaje tan larguísimo. No sabíamos hacia donde iba aquella fila en la que ahora estábamos, nos sentíamos perdidos, desesperados; mi madre titubeaba echando ojeadas hacia atrás para comprobar que no nos separábamos y el miedo se reflejaba en cada cara con verdadero descaro. Atravesábamos ahora un túnel demasiado estrecho como para avanzar en grupo, y en el que, al fondo, se veía otro andén donde teníamos que tomar el tren francés. Yo me agarraba a la falda de mi madre para no perderme porque me escocían los ojos de la carbonilla del tren español y del DDT francés, por lo que los llevaba entornados, casi cerrados.
         De pronto, casi a ciegas, escuché la voz de mi hermano con un tono como si, en lugar de seguir siendo el hombre de la casa, se hubiera hecho chico otra vez:
        -¡Papa!
        Me deslumbraba la luz que entraba por la boca del túnel de salida al andén, pero, aun así, pude ver una silueta inconfundible.
        -¡Que sí, que es papa! –seguía alborozándose Antonio.
      La silueta avanzaba hacia nosotros en contrasentido a la marcha de aquella masa humana integrada por los emigrantes que pugnaban por alcanzar y subir al tren francés, agarrotados por nuevos miedos entre los que el mayor era que el tren se fuera sin ellos. 
       En efecto: era nuestro padre que había viajado hasta Irún para venir a nuestro encuentro y llevarnos a nuestra nueva casa.
     Ésa fue de las pocas veces que vi llorar a madre. Se abrazó a mi padre con desesperación. Todos nos abrazamos y así, todos a una, subimos al tren que nos llevaría a nuestro destino fuera de España.
        El tren arrancó por fin con su inconfundible desasosiego de ruidos metálicos y silbidos de vapor. Toda la familia, ahora al completo, permanecíamos amontonados en un pasillo, pero el equipaje había aumentado. Vi a contraluz que padre apoyaba la espalda contra el paramento entre dos ventanillas, y de un bolso que llevaba colgado del hombro como si fuera una capacha, pero más fino, sacó toda clase de golosinas. Yo contemplaba las galletas, los bollos, y me quedé boquiabierto mirando las tabletas que él abría, dejando a la vista un chocolate de color marrón claro, tan distinto a las onzas negras y terrosas que les repartía la Comisaría de Abastecimientos y Transportes a quienes tenían cartilla de racionamiento, y que decían que estaban hechas con harina de algarroba.
EMIGRANTES. Foto tomada de Internet
         Mi padre siguió mi mirada codiciosa. Sonrió y partió dos onzas que me entregó y en las que mis dientes se hundieron sin dificultad alguna descubriendo en su interior un empedrado de riquísimas almendras. 
         En ese mismo minuto supe que jamás olvidaría aquel momento, lleno de chocolate con leche y almendras y bollos tiernos, que se convirtió en el mejor regalo de mi vida.









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