“Quien tenga oídos para oír, que oiga”.
Mateo 13.911:
Vivo en las habitaciones de atrás de la casa y pienso
constantemente en Ana Frank, en su primer, único y apasionado amor. En sus
terrores. En su muerte prematura…
Yo también tengo miedo.
Un miedo incontrolado, irracional, denso, definitivo, asfixiante, implacable.
Tengo miedo de los
ruidos de la zona delantera de la casa.
Tengo miedo a que los
vecinos se asomen a los balcones y vean que sigo viva a pesar de todo. Y no
puedan disimular. Miedo a que Rudolf, ese guardaespaldas de prestado que se
buscó Mateo, mi exmarido, a cambio de arrastrar su portafolios de abogado
tardío de comisaría en comisaría, sacándolo del calabozo, aunque haya de pagar con
el sucio dinero del pobre diablo que le sirve de sicario, reciba la orden de acabar
esta guerra disparándome desde lo oscuro de la noche en cuanto yo encienda la
pequeña lámpara que ilumina las páginas de ese libro que no consigo nunca empezar
a leer.
Es ese miedo
escurridizo y pegajoso, al que creía haberle ganado la batalla al trasladarme a
las habitaciones de atrás, el que acecha desvelado desde algún lugar
inaccesible de lo más profundo de mis músculos, hasta que, de forma impensada, se
me desenrosca por dentro y salta como una cobra dispuesta a la tarascada.
Hay algún momento en el
que el miedo parece que aguarda, asustado de sí mismo, como si se hubiera
dormido; hasta que de nuevo se produce lo que ambos esperamos y tememos sin
darnos tregua. Entonces, en cuanto suena el timbre de la puerta, nos sacudimos
el sopor, acudimos con sumisión a la llamada y vemos que una funcionaria de
cualquier Juzgado aguarda a que le franquee la entrada con paciente gesto de
indiferencia.
Después de largos meses
de acarrear pánicos desde las habitaciones de atrás hasta el timbre de mi
puerta, ya nos vamos conociendo los tres: el miedo, la mensajera del miedo y yo
misma.
Cuando le abro, ella me
mira con cierta lástima transformada en una mueca semejante a una sonrisa sin
causa; me entrega pesados legajos de papeles que abultan más que ella misma, y
me pide que firme en uno que ella retiene. Y yo firmo en un papel que no sé lo
que dice. Y ella me entrega una nueva citación, otra demanda, una flamante querella,
un emplazamiento para comparecer en tres, en siete, en diez, en veinte días…,
ante el Juzgado tal; o en tal comisaría, o en la Comandancia de la Guardia
Civil…
Y yo regreso a las
habitaciones de atrás, acarreando mi miedo, muerta de miedo, porque mañana, o
pasado mañana, o al otro tendré que salir a la calle, envuelta en una niebla de
miedo avieso, con el corazón encogido de miedo a un “noséqué” casi material, y con
los ojos empañados de miedo a la luz del día.
Malvivo en las
habitaciones de atrás a oscuras, envuelta en miedo, esperando que llegue el día
señalado.
Llegada la fecha, emprendo
esa ruta ya tan desgastada, tan corroída, tan helada de miedo a llegar a donde se
me ha citado, temiendo el momento en que tenga que enfrentarme con ese volver a
sentir sobre mí el odio en estado puro, vidriándose en los ojos de Mateo, mi industrioso
y hábil verdugo clandestino disfrazado dentro de su toga; y temo que, mientras
él me mira desde allí arriba, donde se sientan los hombres de negro, y cruza
miradas de inteligencia con sus colegas, yo no sepa cómo contestar las
preguntas del juez para que no me apremie justiciero, reduciéndome al silencio,
ni sepa qué responderle al fiscal cuando, con la monotonía de siempre, me haga
las mismas preguntas de siempre. O qué quiere saber ese agente que huele a
mariguana afanada del último alijo en la última comisaría de turno. Ni cómo
aliviarle las explicaciones al guardia civil que huele a sudor de interminable noche
de guardia con tufo a celda de orines rancios.
Me espeluzna tener que
salir del inhóspito refugio de la sala de interrogatorios, o del cuartelillo
lleno de corrientes de aire, o del juzgado amenazante y gregario, y ver a Mateo
demorarse, taimado y socarrón, en el sitial giratorio del estrado de “abogado-defensor-de-sí-mismo”,
guardando en su portafolios el proyecto macerado de lo que sin duda son nuevos
terrores en conserva destinados a mi despensa.
De poco sirve que, a
duras penas, temblando, y echando mano de mis últimas fuerzas, consiga
arrastrarme a trompicones por el corto y trillado trayecto que hay entre el juzgado
y mi casa, o entre la comisaría y mi casa, o entre la comandancia y mi casa,
para llegar con el pulso palpitante, las sienes tocando a rebato y la boca seca
como el esparto de agosto. Es algo más que una urgencia abrir la puerta,
cerrarla a mi espalda con espasmódico alivio y correr a las habitaciones de
atrás, donde Rudolf, el guardaespaldas de prestado del que fue mi marido, no
podrá verme desde lo oscuro de la noche, cuando encienda mi lamparita de no
leer; ni podrá dispararme con esa carabina de números borrados que yo me sé
bien quien se la proporcionó para un por si acaso, que lleva mi nombre escrito
en letras invisibles para todo ese aparato institucionalizado donde me toman
declaración.
Poco a poco lo voy
comprendiendo: De nada vale este refugio trasero. Para nosotras no hay refugio
lo suficientemente seguro. Porque Mateo, como todos los Mateos del mundo,
estudió y estudiaron para hacerse expertos en asaltar refugios tan endebles
como los que se nos ofrecen a nosotras; y luego buscar el socorrido favor del
“no-supe-lo-que-me-hacía”; o unirse al coro de los que, con la frente ungida de
ceniza penitencial de un día, entonan su particular “¡quién-iba-a-pensarlo…!”.
*
Desde las habitaciones
de atrás se suele percibir el telefonillo de portería misericordiosamente
amortiguado por unos metros más de distancia, de tal manera que, desde que
suena el interfono de la cancela de la calle, hasta que se desgañita el timbre
de la puerta de casa, se me conceden siempre unos segundos, indispensables para
tratar de desagriar el gesto de desesperación, disimular mi pánico y recomponer
los restos de mi dignidad arruinada.
Pero hoy, precisamente
hoy, que es (era/ fue/ sería…) nuestro aniversario, quien quiera que sea ha
debido encontrar el rastrillo de la portería abierto; y de repente, sin previo
aviso del interfono, se escucha por sorpresa el timbre de la puerta de acceso a
la casa desgañitándose con una contundencia que no admite objeciones.
Me solivianto, preguntándome
quién viene hoy a acabar de partirme en pedazos el día: ¿otra vez el policía de
guardia? Me paraliza ese uniforme−. ¿Otra vez el cartero con su amenazante
carta certificada con acuse de recibo? −¡Cuánto me angustia el papelito rosa
pegado a la carta!−. ¿Otra vez los acreedores burlados por el insigne Mateo? −¿Cómo
se las apañaría para convencerlos de que era yo la responsable?
¿Otra vez…?
Llego descalza hasta el
hall y aplico mi ojo derecho a la mirilla.
Esta vez es otra vez la
agente judicial.
O lo que es lo mismo: ¡Otra
vez Mateo!
*
¡Sábado! Día de
descanso, aunque sea en las habitaciones de atrás. Y, sin embargo…
El timbre de la puerta
ha sonado de manera tan amenazante que a punto he estado de vaciar de una vez
por todas el frasco de los sueños intermitentes que me regalo a mí misma cada
noche, píldora a píldora. Lo hubiera hecho de no haber sido porque para ello
necesitaba ir a la cocina a por un vaso de agua, y la cocina tiene ventanas a
la calle desde donde Rudolf puede verme. De no ser así, posiblemente hoy se
hubieran acabado dulcemente mis terrores.
¿No resulta
incongruente? ¿Acaso no es de locas lo de no tomarse a puñados las pastillas
del sueño eterno por miedo a que me duerman eternamente de un disparo anónimo desde
el otro lado de la calle?
¡Ah, el miedo, el
miedo…! ¡Cómo enloquece el miedo!
Claro que eso es lo que
Mateo, el siempre brillante, convincente y espectacular Mateo, alegó durante el
último juicio, con esa medio sonrisa encantadora con la que siempre cautiva a
quien lo escucha de paso: “pobrecilla, está tan loca”.
¿Cuándo? −me preguntaba
de nuevo durante aquel último juicio− ¿cuándo será finalmente el juicio final…?
Como digo, hace apenas
una hora sonó el timbre de la puerta de manera brutal, amenazante, despiadada,
terca, continua, definitiva, enloquecedora…
No tuve más remedio que
acudir para sacudirme el terror progresivo que se enseñoreaba de mi cerebro y
se convertía en mí misma cada vez que volvía a escucharse esa llamada
apremiante que clamaba y reclamaba venganza tras la puerta de la parte
delantera de la casa; aunque, a mi manera, me previne no sé bien de qué, observando
durante unos segundos por la mirilla.
Allí, tras la
desesperanza de la madera acorazada, estaba la insignificante agente judicial
de siempre, más triste que nunca. Impasible, pálida, descuidada en su pelo, con
la piel de sus zapatos rasguñada en los tacones y en las punteras, y las uñas mordidas
hasta casi convertir la nimiedad de sus dedos en pequeños muñoncillos
sangrantes. Allí estaba ella, mostrando, por primera vez desde que nos tratamos,
unos casi imperceptibles signos de inquietud. Era como si algo a lo que ya se
había acostumbrado se le estuviera echando a perder antes de tiempo. La vi ligera
de carga, golpeando con su bolígrafo, mordisqueado y casi consumido, una liviana
carpeta de cartón azul con cierre de gomas deslucidas.
(¡Hay que ver los
detalles que se pueden apreciar desde detrás de la mirilla del miedo antes de
abrirle la puerta!).
Abrí, plenamente consciente
de que mi mano temblaba indisciplinada al girar la llave en la cerradura y
descorrer los cerrojos.
“Firme usted aquí” −sonó
imperiosa una voz resentida, desproporcionada con las escasas proporciones de
aquella mujercilla consumida por la inmemorial rutina del “firmeustedaquí”.
Mi firma se estremeció sobre
el papel con el mismo temblor de la mano con que la trazaba, y con el mismo
tremor de una entonación que no me pareció mía al preguntarle:
-¿Otra citación?
-Una notificación
-respondió desangelada y sin ganas.
“Hágase saber a la demandada que se suspende la vista
señalada para el día… tal, por defunción del demandante”.
−¿Defunción del
demandante? ¿De Mateo?
−Usted sabrá. Yo…
¿Qué significaba
aquello?
¿Mateo había muerto…?
Entonces… ¿Yo era
libre…?
¿Se atrevería Rudolf,
su sicario, a… ahora que se había quedado sin jefe-abogado defensor que le
pagara sus brutales servicios con una protección tan precaria? ¿Habría tenido
tiempo Mateo de hablar con Rudolf para indultarme, en un último rasgo de arrepentimiento?
¿…O acaso era yo quien
debía arrepentirme?
Mejor sería dormir unas
cuantas noches más en las habitaciones de atrás hasta verificar que tenía
permiso para seguir viva y dispuesta a perdonarme. O a pedir perdón.
¿Pedir perdón?
¿A quién, si ya estaba
sola?
*
Muchos días después, tras
asegurarme de la muerte de mi exmarido por la ausencia prolongada de las jadeantes
llamadas mudas a mi teléfono, y por el silencio del timbre de la puerta, decidí
recuperar el tiempo perdido. Sucedió una noche en que me atreví a acostarme en
nuestro dormitorio.
Él, Mateo, regresó en
cuanto cerré los ojos; me apuntó con su dedo a modo de pistola e hizo ¡pum-pum!,
como lo hizo durante años, antes de desesperarme y tener la maldita ocurrencia
de pedir el divorcio.
Pero no fue el regreso
de Mateo a mis más horribles pesadillas lo que me arrancó del mal sueño. Me
desperté sobresaltada, descompuesta por la estridencia del timbre de la puerta.
“Que mire usted, que he
visto luz en la ventana de delante y pensé si no habrían entrado ladrones…”.
¿Ladrones? ¿De verdad
puede creer alguien que en esta casa queda algo que se pueda robar?
Despedí al conserje
nocturno con unas confusas palabras de agradecimiento, cerré la puerta, di dos
vueltas a la llave, eché la cadena, aseguré los cerrojos, cegué la mirilla, fui
a la cocina y tomé a toda prisa una pastillita de cerrarle el paso durante unas
horas a los malos pensamientos, apagué a toda prisa la luz de las habitaciones
de delante y retrocedí a mi refugio trasero.
*
A pesar de que ya no
suena el timbre de la puerta, a pesar de que sé que Mateo está muerto desde
hace más de un año, porque mi teléfono ya no parpadea de miedo, y de que Rudolf
está en la cárcel, porque el abogado al que le hacía de guardaespaldas de
prestado ha dejado de pasarle al subcomisario la revista porno, entre cuyas
páginas escondía los 500 € mensuales con que le tapaba aquella bocaza que una
vez al mes mascaba churros en la cafetería de debajo del despacho de Mateo, yo
continúo durmiendo en las habitaciones de atrás.
A saber, si no será
verdad que todas las mujeres estamos locas...
Hay que estar muy loca
para creer que alguna vez podría recuperar mis habitaciones delanteras.
Porque el muerto, a
pesar de estar muerto, me ha desahuciado para siempre de esas habitaciones de
siempre donde, si alguna vez amago un sueño propio, aparece Mateo, siempre con
su encantadora sonrisa vidriada de odio embozado, siempre con su ira intermitente,
izada sobre un mástil invisible para todos menos para mí. Y sueño, y aparece
Mateo como siempre, con su dedo extendido, como si disparase culpas −pum-pum−
con las que acabar de rematarme tras haberme herido de muerte. Y me despierto,
y allí está Mateo, para siempre, apareciendo y desapareciendo en la calima de
la pared de enfrente, como si su paso por mi vida la hubiese impregnado de su
amenazante presencia rediviva. Para siempre.
*
Eso fue lo que añadió
Mateo el día de nuestra boda, tras escuchar aquello de “hasta que la muerte nos
separe”.
Lo recuerdo ahora desde
las habitaciones de atrás.
Mateo.
Siempre Mateo.
Inmortal Mateo.
Otra vez Mateo…
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