81/2019
De esto hace
ya algo más de setenta años; pero el nombre de La Moraleda aún sigue levantando
el polvillo de un recuerdo muy lejano en el que los abruptos caminos que unían
o separaban estos pueblos de Sierra Mágina fueron transitados por rojos y
azules que se mezclan en mi corazón y en mi memoria. Los rojos –odio amasado
como el moyuelo sin mucho tiento— hacía pocos años que habían dado de mano en
su tarea de fechorías sanguinarias; los azules –correajes, camisas oscuras impunes
y pistolón justiciero al cinto— habían comenzado sus banderías de cunetas,
fijador y brillantina.
Castillo de Bélmez |
Se suponía
por aquellos tiempos y por estos pagos (¿ahora también?) que ser “rojo” exigía
un ir de desarrapado, en plan pelliza cuando la había, albarcas con suela de goma
a las que se les sacaban los tuétanos antes de desahuciarlas en la esportilla
del trapero, impío paseíllo dominguero con los pelos apelmazados de aquella
manera encima de la mollera sin abecedario y oliendo un poco a sobaquina y a
macho cabrío; mientras que ser “azul” equivalía sin remedio a llevar una
chaqueta de buen ver –la de todo uso, incluidas boda y mortaja—, pegarse el
pelo a la crisma con jabón de sosa hecho en casa y despedir un cierto tufillo a
Floyd de barbería y cera de misa mayor.
Hubo –y hay—
una tercera tropa: la de los que, sin ser ni rojos apóstata ni azules
evangelistas, les pilló la cosa en tierra de nadie y con el paso cambiado en mitad
de semejante pelotera de colores, y tuvieron que apañárselas como Dios (o los
santos patrones de sus lugares) les dieron a entender para salvar el pellejo de
los dedos que los señalaban como enemigos desde lo más rancio de aquel colorido
bipolar.
Unos, otros
y los de en medio se las vieron y se las desearon por aquellos años de novenas
y rosarios de la aurora, de la fiscalía de tasas, del contrabando, de los
estraperlistas y de las cosarias, para echarse a la boca lo que los campos sin enrejar
y los campeadores enrejados o enrolados a este y al otro lado llevaban sin
producir tres largos años, sin que nadie pudiera remediar la hambruna que colea
tras cualquier contienda civil inventada por cualquier maldito.
Fue por
entonces cuando a mi padre le dieron una plaza de “maestroescuela” en Bélmez de
la Moraleda.
Su primera escuela.
Es de
suponer que mi padre fuera “azul” para alcanzar tal destino, o que el hecho de
haberse casado con la hija única de una señora a la que la habían enviudado los
rojos allá por las tristemente célebres matanzas de Paracuellos del Jarama
fuera salvoconducto suficiente en mitad de la caza de brujas de por entonces.
El caso es
que mi padre comenzó lo de ser
maestro en La Moraleda.
Mi padre,
probablemente “azul”, no tenía sin embargo los dineros precisos para poder
hacer el camino desde Bedmar –donde yo acababa de ver la luz— hasta Bélmez de
la Moraleda, el pueblo en el que él tenía que lidiar cada día con galopines de
pies descalzos y endurecidos por la carencia, que jugaban al mocho o a piola,
se rascaban con saña lo que quiera que llevaran entre los pelos de la cabeza y se
levantaban como se acostaban: con los “estógamos” metiendo más bulla que una
zambomba hueca en manos de un aguilandero empapado en cuerva.
¡Paradojas
de la vida! Mi padre, presuntamente “azul”, casado con la hija de una señora censalmente
terrateniente, y, sin embargo, como se decía entonces, pasando más hambre que
un “maestroescuela”. La historia de los “porqueses”
de aquellas miserias familiares sería demasiado larga de contar, y no viene a
cuento si no es para decir que no son los colores los que llenan los platos o
vacían las alhacenas. Y si no, que se lo digan a los que ahora van y vienen vestidos
de poderío personal por esta Sierra Mágina, esta tierra en donde, a fuerza de
esfuerzo, brillan tantísimos arcos iris como los que ahora nos devuelven la luz
por un mismo rasero: la sabiduría.
Así fue la
cosa: mi padre debía elegir. O se gastaba el sueldo en harina para hacerme mis
primeras papillas o gastaba las suelas de sus alpargatas –no estaba bien visto
que un maestro llevara albarcas— yendo y viniendo dos veces al día, de Bedmar a
la Moraleda y de la Moraleda a Bedmar, por trochas y veredillas que por
entonces solo conocían los rabadanes, sus rebaños y el maestro de la Moraleda:
don Ángel.
Durante
muchos años, en la Moraleda, en Bedmar, en Jódar o en cualquier pueblo de esta
Sierra Mágina nuestra, yo no era yo, sino “la hija de don Ángel”. Así, a secas,
sin apellido y sin nombre propios que no fuera aquel “don—Ángel” triunfal y
glorioso que supo camelarse a chicos y grandes con una personalidad brillante y
arrolladora.
Desde 1959
en que murió don Ángel, hasta que han ido desapareciendo quienes le conocieron,
yo seguí sin ser yo. Era “la más grande de las tres hijas de las de don Ángel”.
*
* *
Hoy, tras
más de 70 años de lo de entonces, regresaré a La Moraleda a recoger un premio
literario basado en una historia que mi padre, fabulador empedernido, me
contaba como si fuera verdad, y que hablaba de un chiquillo ciego de aquel
pueblo, que nunca fue a su escuela, pero que sabía leer con el olfato y
escribir con la piel.
Y
que abrazaba a los olivos,
nuestro árbol sagrado.
nuestro árbol sagrado.
Curiosamente, en el programa de festejos veo mi nombre escrito en lugar de poner lo de siempre: ésa es “la-más-grande-de-las-de- don-Ángel”.
Siento que
se me revuelve en la memoria todo aquello que él contaba.
Y entre
tanto matojal como el que llevo ya rastrojado, sé que “donÁngel”, desde donde
esté, sonreirá, haciéndome entrega de mi nombre. Devolviéndome por fin mi
nombre, aunque la historia ganadora por la que me han premiado haya salido de
retazos de lo que él contaba como si fuera verdad, aliñado con algo de cosecha
propia, como si fuera mentira que él ya no está y ahora la fabuladora tenga que
ser yo.
En CasaMagica.
En un 18 de Agosto de 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario