06/2019
¿Malaventuras,
querencias y cosas que tapar debajo de la manta…?
¡Pues claro que las tengo! ¡Estaría bueno!
Como cada quién.
Aunque mi
más humillante afrenta es este afán incontinente por volver a los silencios de
temporada, esos que ya no se encuentran, que yo sepa, sino en Bedmar y sus
aledaños.
Lo que pasa es que, los que viven en Bedmar de
seguido, se guardan muy mucho de airear melindres de añoranzas y andares
pasados de moda, para evadirse de estar en lenguas de todos, por aquello de que es mejor estar a bien
con todos cuando van quedando tan pocos.
Cuando se vive fuera de Bedmar, y le entra a una la cerrazón del
regreso a lo que ya no es, aunque sea de paso, lo mejor que se puede hacer
cuando se llega es aparcar el desaliento, procurando componer bien las
hechuras del gesto antes de pisar el escalón y salir a la calle con cara de
desencanto, para que nadie tenga que pensar que se regresa allí con indigencias
en el alma, dejando ver a los ojos de cualquiera que, por mucho que se aparente,
siempre hay una propensión casi libidinosa a los silencios rurales, que nos
hace regresar una y mil veces a ver si se nos acalla la bulla de los sesos, sin
darnos cuenta de que los tiempos, como los silencios, cambian demasiado de atavío
como para poder reconocerlos a la primera.
Volver al
Bedmar de lo que ya casi no existe -pienso en mi descargo- es una manera de
recuperar todavía algunos silencios; los más delgados. Esos en los que poder
escucharle los murmullos al mundo sin que el mundo nos atosigue con su barullo,
-quitados los días del solano-.
En esos días de Bedmar sin aire, una se
despierta al amanecer con la sensación de que al mundo de afuera le ha entrado
un enronquecimiento intermitente, bien distinto al incesante y estridente rumrum
del tráfico urbano, semejante a eso que llaman acúfenos, y que es un no vivir,
un no parar de oír ruido de fondo sin querer oírlo por su “sin-provecho”.
El silencio de Bedmar -quitados los días del
solano- es misericordioso como un periódico en el que leer lo que está pasando afuera
sin tener que levantarse de la mesa camilla y salir a sufrirlo a la intemperie;
como un viejo parte de guerra escuchado en la radio de galena con antena de hilo
de cobre amarrado al somier, sabiéndonos a salvo de las andanadas de la primera
línea del frente de los guirigayes.
El
silencio de Bedmar es como una nada maciza y anchurosa, tras cuyas tapias de
adobe se pueden amontonar rumores propios y ajenos, añejos o recientes, sin que
nos entre el regomello por la falta de espacio de los pisos de ciudad ni por la
indiscreta endeblez de sus tabiques.
¡Ni un coche!
Solo los pájaros.
A esas horas del amanecer, no hay ni un coche
que interrumpa la delgadez del silencio en la que se derrama la jerigonza de
los pájaros y los ecos de la tarea de cada temporada.
Silencio de
Bedmar,
donde, apenas entrados los primeros fríos del invierno, se deja escuchar sin
interferencias el traqueteo del tractor camino del tajo, en perfecta sintonía
de tiempos bien medidos: el lejano anuncio del acercarse, la rotunda bocanada
de cuerpo presente del ya-estoy-aquí, y el diluirse en la lejanía de su propio y
discontinuo jadeo de gasoil -plof-plof-.
Silencio de
Bedmar en
el que, metidos ya en faena los fríos de las cámaras, con sus bigas vistas, asaeteadas
de clavos hambrientos de membrillos, se queda una echando en falta los horripilantes
gruñidos del marranillo de la infancia, engordado durante el verano debajo de
la higuera de la huerta de Cuadros, hasta rematarles el engorde del otoño con
granillo traído de las sierras por Catalina la Cuete, aquella cosaria de alcaparrones,
de espárragos, de cardillos, de esparto o de setas de chopo… de todo lo que el
campo daba sin precisar de estiércol.
Y es que, desde Catalina la Cuete, ya no se
sube a la sierra a buscar granillo, ni se baja a las huertas a engordar marranillos
para la matanza. O a escarbar dentro del azafate de pipirrana, todos a una, a la sombra de la parra del llano,
buscando empapar las abundancias del bendito aceite de la fabriquilla con sopones
de pan de hogaza pinchados en la punta de la navaja ‑cucharada y paso atrás-.
Aquella pipirrana apañada con tomates propios, criados en vergeles bien vigilados
durante todo el verano de entonces; o a hacer ponche con vino de tonel, “turrones”
de azúcar sin refinar y melocotones recién cogidos, para aligerarle la sed y
los pesares al largo destierro del agosto. “Hacer el agosto” le decían a
aquella manera de vivir al aire libre sangrando las acequias.
Ahora a
lo que se baja a las huertas -a lomos de un coche comprado a plazos sin atarres
ni tábanos traseros-, es a echar buenamente el día, bañándose en la vieja charca
convertida en “piscina-con-cloro”, y a holgar a la fresquita del río durante
las horas más inmisericordes, en las que las calles jadean asfalto por encima
de ocultos empedrados, hasta que llega la hora de subirse para el Pueblo a
ligar con vino embotellado, rodajas de tomates ecológicos sin pliegues ni arrugas,
y lonchas de embutido encaramadas en tajadas de una cosa a la que le dicen pan,
y que, por su manera de ponerse mohíno antes de que se acabe el día, no debe de
ser mucho más que una bocanada de aire endurecible dentro de una almorzadica de
harina de la de siempre con la que engañifarle las maneras a esa cosa.
Foto de internet |
Las chacinas de la liga vespertina, ‑salvo una
butifarra de estraperlo casero de la de siempre, que me sé yo donde se hace,
pero no pienso mentarlo para que “sanidad” no nos las despioje de su gustillo
de siempre ni nos la fumigue con vete a saber qué- son de fábrica industrial
vigilada por las batas de veterinarios a sueldo fijo.
Y es que las
viejas matanceras, con sus efluvios a pimientas verdes y azafranes en hebra, y
sus inmensos mandiles blancos contorneándole unas caderas más redondas que el
Pelotar, hace años que dieron de mano; porque, desde la prohibición sanitaria y sus desinfectadas
moderneces, ya no se hacen matanzas en las casas, para que lo de la triquina o
la brucelosis no reclame un médico fijo que el Pueblo no puede permitirse, y
para que los pobres marranillos no padezcan el desangre del cuchillo matarife
sin que le pongan la anestesia de las fábricas de chacinas industriales; no vaya
a ser que, con el tiempo, por la gracia de cualquier “santotomás” discutidor, acabe
reconociéndoseles que tienen algo más que una “sub-alma”, como pasó con las
mujeres cuando lo de la Edad Media y tengamos que pedir perdones por pecados
ajenos.
*
El último
silencio que escuché yo en el amanecer de Bedmar de hace pocos días fue el de
la faena de la corta.
¡Hay que ver cómo han cambiado los silencios de
mi Pueblo!
Ahora, en lugar del acompasado primoroso golpeteo
del hacha de Diego el cortador -por cierto, ¿qué habrá sido de Julia, su mujer, la que por
agosto nos hacía en su huerta un arroz de pobres con berenjenas que no había
estrellas Michelin con que pagarlo?- ahora -digo- lo que trae y lleva el silencio de
un Bedmar sin runrunes urbanos son los desiguales estertores de las motosierras,
cebándose aquí y allá, más cerca o más lejos, en la vejez de las olivas, acosándolas
con su saña de motor desafinado. Es como si se tuviera mucha prisa en liberarle
las sobras más visibles a nuestros árboles, sin acabar de sanearles las rugosidades
de las cortezas a golpe de hachuela ni someterlos a la tortura del hacha
afilada con piedra de asperón que tan hermosos olores le arrancaba a las
heridas de los troncos.
Me
pregunto a qué sonará Bedmar en marzo, cuando ya estén todas las tareas del invierno
rematadas, y los jornales en holganza de silencios imperturbables que no sea la
tristísima e irremediable llamada a muerto del campanario de la Parroquia, (tal
cual repicó un día como el de hoy de 1959).
A qué
sonará Bedmar cuando las tareas menos trabajosas del pueblo se apliquen resignadas
en torno a una partida de cartas en las mesas del hogar del jubilado, a la
espera del regreso del ruido de los veraneantes más madrugadores.
En CasaChina. En un 2 de febrero de 2019
No hay comentarios:
Publicar un comentario