(Transcripción sobre el texto resumido de Jean Sánchez "RECUERDOS DE INFANCIA)
Mi padre fue Diego Sánchez Ortiz, hijo de Antonio
Sánchez Rodríguez, de mote “El Maraña” y de María de los Santos Ortiz Troyano,
“La Posadera”.
No daba el negocio de la posada sino para malvivir y dar de comer a la
familia, de manera que, en cuanto mi padre levantó tres cuartas del suelo,
antes siquiera de darle tiempo a aprender a leer y escribir, lo sacaron de la
escuela y se empleó en el cuidado del ganado de un pariente más afortunado que él,
de los que en Bedmar eran dueños de tierras y de bestias y apalabraban jornales
con los desposeídos.
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EMIGRANTES. Foto tomada de internet |
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Mi madre se llamaba Catalina Medina Vilches, hija de María Cuadros Vilches
Vilches, conocida en Bedmar como “La Corsaria” porque durante la Guerra Civil,
y aún después de la guerra, se dedicó al estraperlo para sacar adelante a su
familia. Mi abuelo materno, Juan Medina Carreras, había muerto años antes
dejando a los suyos sin recursos. Pero no se achicó mi abuela frente a la
miseria que sobrevolaba sobre su cabeza y pronto la necesidad la empujó a
cruzar las trochas más difíciles de la sierra y buscar los atajos menos
frecuentados para traer y llevar por los pueblos de la Comarca de Sierra Mágina
desde lo más preciso como hogazas de un impensable pan blanco en los tiempos de
la Fiscalía de Tasas y las cartillas de racionamiento hasta miserables
menudencias como cadejos de hilo, picunelas y medias de cristal que en tiempos
de semejantes privaciones eran auténticos caprichos sólo al alcance de
bolsillos bien cebados.
Este mercadeo estaba lleno de peligros para una mujer sola, teniendo en
cuenta que los montes estaban infectados de maquis hambrientos y de guardias
civiles emponzoñados por la crueldad de la miseria y por el adoctrinamiento de
los flamantes ganadores de una guerra que lo fue más de clases sociales que de
ideas. Algunos días llegaba la mujer al pueblo sin el pan blanco prometido en
alguna de las caserías, sin los doscientos reales que le habían dado por
adelantado para comprarlo, y sin poder decir que había sido el maqui o los
civiles quienes se lo habían quitado por miedo a que unos u otros se tomaran
venganza o dejaran de hacer la vista gorda como algunas veces hacían a cambio
de compartir con ellos sus miserias.
Ni siquiera la leyenda que se inventó mi abuela María Cuadros sobre el
intermitente asalto de un lagarto inmenso que sin fecha fija le salía al paso y
al que le tenía que echar el pan blanco para aplacarlo le sirvió finalmente
para contentar a los que le habían dado dineros para hacer el mandado, ni su
redoblado afán en cruzar trochas mejoró la ruina de su esforzado negocio que
varias veces la llevó al cuartelillo. Así que buen día, cuando mi madre, ya con
16 años, le dijo que por qué no buscaban mejor acomodo del que tenían
empleándose como criadas en Madrid, mi abuela no se lo pensó dos veces;
cerraron la casa de la Pililla una mañana y, cargadas con un hatillo de ropa de
muda, una almorzada de caretos, una talega de perillos de invierno, una tajada
de tocino y dos hornazos, tomaron el camino de la estación de Jódar,
atravesando por última vez las veredas que tantas veces había cruzado ella en
su tarea de corsaria, pero ahora sin tener que buscar ocultación a la vista de
nadie. Por primera vez en muchos años hacía mi abuela el camino sin llevar de
matute nada que pudiera apetecérseles a los maquis o que encabritase a los
civiles hasta el extremo de echar manos a las tijeras de esquilar como habían
hecho con muchas mujeres del pueblo, para pelarla en el corral del cuartel o en
la plaza de abajo a la vista de todos.
Iban sin prisas. A eso de las diez de la mañana pasaron por el lavadero de
La Fuengrande, donde ya trajinaban las mujeres más madrugadoras jabonando ropa
con un ojo de jabón de sosa, y soleándola sin aclarar antes de darle el último
enjuague.
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Ruinas del lavadero de La Fuengrande |
Cuando vieron aparecer a mi abuela ninguna de las lavanderas hizo amago de
darla por presente, hechas como estaban a dejarla pasar sin darse por enteradas
en generosa complicidad con su oficio que todas conocían. Sólo cuando vieron
aparecer a mi madre dejaron algunas su tarea secándose sus manos en los
mandiles y colocando los brazos en jarras, mientras meneaban la cabeza en gesto
de reprobación.
-¿Y a dónde dices que vais? –dijo una de ellas dirigiéndose a mi abuela.
-No recuerda una servidora haber dicho que fuéramos a ninguna parte en
concreto –respondió ella austera.
-¿No irás a hacer el estropicio de empicar a la chiquilla en lo tuyo?
-¿Y a ti quién te ha dado vela en este entierro? –dijo ahora mi abuela
arrimándose sin reparos al pilar donde el agua corría poniendo un rezongo de
frescor en aquel lavadero hermosísimo rodeado de higueras y zarzales, y mojando
sus manos en ella para acabar atusándose el pelo.
-Mira, María Cuadros, que te lo digo por el bien de la nena. Que hay por
esos caminos demasiado tunante sin miramientos con ganas de echar mano a carne enteriza,
y que cualquier día te la desgracian si la metes en esas correrías. Que se dice
por ahí –dijo mirando en su entorno con desconfianza y acercando su boca al
oído de mi abuela- que desde que se habla de que en el pueblo quedan todavía
milicianos clandestinos, han venido hasta falangistas de Úbeda que rondan a ver
a quién pillan amparando bandidos y cobijando a rojos.
Mi abuela se limitó a mojar de nuevo sus manos en el pilar, pasárselas por
el pelo y, dando la espalda a las mujeres del pilón, se despidió de ellas con
un escueto “nos vamos a Madrid porque mi nena, la Catalina, y yo nos vamos a
poner a servir, que ya tenemos hasta casa de postín apalabrada en donde
emplearnos”.
-¿Y tus otros nenes?
-Esos, Dios dirá. El Juan Pedro se queda en la herrería con su tío Juan
Francisco, y a Lola la tiene recogida su tía Isabelita, mi cuñada, que tan bien
casada está en Linares que de seguro que a la chiquilla le dan hasta carrera.
Y echaron a andar, mi abuela por delante, en silencio, y mi madre siguiendo
sus pasos sin atreverse a importunar con palabra alguna el evidente dolor de la
mujer. Siguieron sin volver la vista atrás, hasta perderse entre las olivas,
mientras las mujeres del lavadero las miraban alejarse con apetencia mal
disimulada y con lástima apenas escondida.
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Barranco perejil en la Serrezuela (Internet) |
A poco más de una legua mi abuela, perfecta conocedora del camino, torció
hacia la derecha por un atajo que desembocaba en un barranco que parece que le
dicen el del perejil, y que comenzó a estrecharse haciéndose umbrío, flanqueado
por peñas asombrosas. El camino se empinaba poco a poco hasta que acabó por
abrirse a derecha e izquierda en dos brazos de los que mi abuela enfiló sin
vacilación el de la izquierda. “Lo habré pateado pocas veces incluso estando
preñada” –dijo en voz alta sabiendo que ése era el que llevaba a Jódar, dejando
traslucir en su tono una especie de añoranza de despedida mezclada con una
rabia infinita.
Cuando llegaron a la estación de Jódar apenas había nadie en los andenes.
Solamente la chimenea de la casa del Jefe de Estación humeaba llenando el
entorno de un penetrante olor a leña de olivo que a esa hora podía con el
conocido olor de las estaciones y con los olores a carrizo que subían desde el
cercano Guadalquivir. Atravesaron el andén y fueron a sentarse en un cercano
bosquecillo de yerba dispuestas a esperar a que llegase la hora de coger el
tren correo que no pasaría hasta bien entrada la noche. Mi abuela se quitó la
toquilla que llevaba puesta a pesar de
que a esas alturas del año ya calentaba el sol lo suficiente como para
aligerarse la vestimenta y la tendió en el suelo delante de ella y de su hija,
a modo de mantel, disponiendo encima unas hojas de higuera que acababa de
arrancar. Luego sacó de la talega una navajilla con la que partió en dos un
hornazo y un pedazo de tocino, entregando a mi madre la mitad. Dividió también
en dos un tomate, colocó cada mitad encima de las hojas de higuera, los
espolvoreó con sal gorda que tenía en una calabaza enguitada y le dijo a su
hija: “nena, come despacio y gobiérnate con tiento, que estos son todos los
avíos que tenemos hasta que lleguemos a Madrid y encontremos algo”.
El tren, procedente de Almería, llegó con retraso, llenando de una humareda
blanca y pegajosa el andén y la estación entera. A sus dieciséis años, era ésa
la primera vez que mi madre viajaría en tren, y lo hizo con el alma desgarrada
a pesar de haber salido de ella lo de irse de criadas. Atrás quedaban sus
hermanillos chicos sin saber a ciencia cierta cuándo podrían volver a verlos.
Pero sobre todo, se dejaba en el pueblo al muchacho que había conquistado su
corazón de manera tan propia; el que luego sería mi padre, y a cuyo encuentro
en Francia iría años después en otro tren de carbonilla que ya pertenece a mis
propios recuerdos.
*
Mis padres
se habían casado en Bedmar el 16 de febrero de 1956; ella, con 22 años, había
vuelto al pueblo para casarse; y mi padre con 24 cumplidos y recién regresado
de la mili, después de dos años de servicio militar. Juntos volvieron a Madrid
para iniciar su vida de matrimonio.
Exactamente, nueve meses después de la boda, en
diciembre de 1956, nació mi hermano Antonio; yo nací dos años después y
finalmente nació Diego.
Nada más
casarse, mis padres, como he dicho, se instalaron en Madrid, donde vivíamos
todos junto con mi abuela María Cuadros en una casita más que humilde del
Puente de Vallecas.
Los años que siguieron a la boda no debieron ser
demasiado propicios para sacar a la familia adelante en Madrid, por lo que mi
padre decidió probar suerte emigrando a Cataluña encontrando trabajo de albañil
en Tosa de Mar, donde comenzaban a construirse las primeras urbanizaciones de
segunda vivienda. Pero el trabajo era discontinuo y escaseaba, el sueldo de un
peón no alcanzaba para mantenerse él en Cataluña y enviar dineros a su familia
y lo que más le dolía a mi padre era pensar que nuestro destino estaba marcado
de tal forma que nosotros, sus hijos, seríamos analfabetos como ellos dos si no
conseguía torcerlo de alguna manera.
Así fue cómo, a primeros de año de 1961, mi padre se
lio la manta a la cabeza y se fue a Francia dispuesto a abrirse y abrirnos
camino hacia un panorama de mejores augurios.
Posiblemente, fue mi padre uno de los primeros
emigrantes de Bedmar con destino a Francia pues, aunque la hambruna y la
miseria empujaban a los necesitados fuera de las lindes de nuestra tierra,
pocos eran los que se atrevían a dar el salto definitivo al otro lado de la
frontera, quedándose en Cataluña, en Navarra o en Vascongadas. Y no se equivocó
mi padre, no. Antes de que pasaran cuatro meses, el sueldo que ganaba en
Cataluña se había duplicado; y no habían pasado aún ocho meses cuando ya nos
estaba llamando para que fuéramos a reunirnos con él a Francia. Lo siguiente
fue mandarnos los billetes de tren para que pudiéramos reunirnos con él.
A pesar de mi corta edad, recuerdo perfectamente todo
el barullo de aquellos últimos días en España. Antes de emprender viaje a
nuestro nuevo destino, mi abuela, mi madre y nosotros fuimos a Bedmar, “a
despedirnos de la familia, que Dios sabe cuándo podremos hacer el camino de
regreso de un sitio tan lejísimos” –decía mi abuela cuando íbamos camino del
pueblo-. No se me alcanzaba a mí el porqué de la pesadumbre que nos demostraban
los parientes de Bedmar cuando se enteraron que nos íbamos todos a Francia y,
por el contrario, yo estaba tan contento y tan emocionado con nuestro nuevo
destino que ni siquiera reparaba en la belleza de los últimos días pasados en
el pueblo ni en la congoja que se empezaba a instalar en la cara de mi abuela o
el silencio pertinaz en que se sumió mi madre, precursor sin duda de la
tristeza sin límites que vendría más tarde.
A finales de agosto regresamos a nuestra casita de
Vallecas en Madrid donde paramos lo justo para meter en varias talegas algo de
comida fácilmente transportable, como sardinas arenques, bacalao, chorizos que
nos habían regalado en el pueblo y dos panes. La ropa de mi madre y de mi
abuela iba en una maleta de cartón y la de nosotros en una segunda maleta,
ambas atadas con una guita como entonces había que hacer para que no saltaran
las endebles aldabillas al menor roce y se esturreara el contenido en el sitio
menos conveniente.
Desde nuestra casa hasta la Estación fuimos en el
metro, arrastrando las maletas y las talegas como podíamos, cargando mi madre
en sus brazos a mi hermano Diego. Finalmente, tras colocar las maletas en los
portaequipajes, abarrotados con otras idénticas a las nuestras, nos apretujamos
unos contra otros, sentados todos en las duras tablas de un compartimento de
tercera camino de Irún. A mí me colocaron al fondo del compartimento, junto a
la ventanilla que permanecía bajada exhibiendo delante de mis ojos todo un
mundo desconocido y colorista como no había visto otro igual. Por el andén iban
y venían vocingleros vendedores de barquillos y de gaseosas, soldados de los de
verdad, con botas que hacían un ruido muy espacial sobre las baldosas, unos
gorros picudos de los que colgaba una borla muy nerviosa y cordones colgando;
pasaban también camino de los vagones de primera clase unos hombres ataviados
con amplias camisolas grises, que a mí me parecían viejísimos y minúsculos tras
la balumba de sus carros cargados de equipajes verdaderamente lujosos y distintos
a nuestras pobres maletas. De vez en cuando cruzaba una pareja de la Guardia
Civil con sus tricornios relucientes y sus innecesarios capotes, cuya sola
presencia imponía un no sé qué, más de miedo que de respeto.
Al fondo, hacia donde se terminaba la cubierta de la
estación y se alcanzaba a ver el cielo, comenzaron a escucharse silbatos y
pitidos; la locomotora se rebulló y resopló de la misma manera que yo recordaba
que hacía la de la estación de Jódar, y un agudo chirriar de ruedas junto con
una seca sacudida avisó de que el tren se ponía finalmente en marcha camino de
una nueva vida.
Miré a mi alrededor. El tren iba lleno de hombres y
mujeres, vestidos más o menos como nosotros y silenciosos como mi madre, como
mi hermano Antonio y como mi abuela. Por alguna razón comprendí que yo también
debía callarme hasta que a ellas se les pasara el berrinche que yo sabía que
llevaban dentro del cuerpo aunque no pudiera comprender por qué. Entonces mi
madre hizo algo que a mí me llenó los ojos de lágrimas. Apoyó su cara sobre mi
cabeza y me dio un beso en el pelo sin decir palabra, y se quedó quieta,
mirando por la ventanilla, emperrándose en no girar la cara hacia adentro y
dejándome que yo disfrutara con el olor a clavellinas que le salía por el
escote desde la combinación. Yo sabía que Antonio la miraba, posiblemente
esperando que también a él le diera otro beso o le hiciera cualquier caricia,
pero madre se había quedado como agarrotada, con los ojos más allá del andén y
con el miedo apoltronado en su pescuezo. Y así permaneció, inmóvil, con los
ojos fijos en la nada de un día que comenzaba a terminarse, durante más tiempo
del que soy capaz de imaginar.
El tren, unas veces más nervioso y otras más cansino,
cruzaba la noche alertando su paso con pitidos entrecortados y tristes, dejando
que su avance se convirtiera en un traqueteo ocioso y monótono que nos
adormecía. Algunos daban cabezadas hundiendo las barbillas de todo un día sin
afeitar en los cuellos de las camisas desabrochadas. Un grupo de gente joven
alborotaba en el pasillo pasándose de mano en mano una bota de la que
trasegaban vino alegremente. Diego, después de haber mamado a su gusto, dormía
en brazos de mi madre y yo, desde mi privilegiada situación, le espiaba la cara
a ella, seguro como estaba de que, en cualquier momento, se le caerían las
lágrimas a chorreones dándome la ocasión de poder consolarla a besos. Pero mi
madre siempre fue una mujer muy fuerte que nunca dejaba trasparentar fácilmente
su estado de ánimo, por lo que siempre tenía que inventarme cosas de cosecha
propia para arrimarme a besarla.
De vez en cuando, el tren se detenía a cargar agua o
carbón en estaciones mejor o peor iluminadas. Entonces los hombres aprovechaban
para saltar al andén en busca de agua con la que llenar sus garrafillas, un
cuarterón de tabaco o algo que comer en las cantinas, mientras que sus mujeres
se espantaban temiendo que el tren arrancara sin ellos dejándolas abandonadas a
un incierto destino. Pero nosotros no llevábamos hombre por el que temer y
debíamos constituir un grupo ciertamente peculiar. ¿A dónde iban dos mujeres
solas, con dos maletas como las de los hombres, acarreando además talegas con
algo de comida, y tres chiquillos de los cuales al menor había que llevarlo en
brazos y el mayor apenas alcanzaba los cinco años?
El viaje se nos empezaba a hacer larguísimo y la noche se me presentaba tan
interminable que acabé vencido por el sueño encima del regazo de madre.
Me despertó un sonoro chirriar metálico, un brusco frenazo que hizo que el
tren se detuviera sin miramientos.
-¿Ya estamos en Francia, mama?
-No, hijo, esto es Irún. Vamos; que es aquí donde dijo tu papa que había
que cambiar de tren.
-¿Es que éste no nos va a llevar a Francia?
-No. Ya ves que todos se bajan. Tenemos que mudarnos a un tren más menguado
porque las vías de Francia son más estrechas que las de España.
El tren en el que habíamos venido desde Madrid se estaba quedando vacío
efectivamente. Los viajeros bajaban y se colocaban en fila, aguardando
mansamente, atravesando estrechos pasillos cuya limpieza me sorprendió. Nosotros
recogimos nuestro equipaje y bajamos del tren colocándonos en la fila. Mi madre
cargó a Diego en un brazo y en la otra mano tomó una de las dos maletas
poniéndose delante. Mi abuela agarró la otra maleta y mi mano, colocándose
atrás. Entre mi madre y mi abuela, mi hermano Antonio caminaba solo, silencioso
como era propio en él.
Por fin llegamos a la aduana donde nos esperaba la primera vergüenza que yo
recuerdo en mi vida: nos registraron palpándonos minuciosamente incluido el
bebé, nos hicieron abrir las maletas allí mismo, esparciendo en el suelo
nuestras miserables pertenencias y, a continuación, nos apremiaron a entrar en
un estrecho recinto donde un hombre con bata blanca y gafas torcidas nos
reconoció y auscultó sin mostrar un mínimo gesto de cercanía y sí un mucho de
repugnancia. A Antonio y a mí nos abrió la boca, nos aplastó la lengua con una
espátula de palo y nos enfocó las anginas con una linterna mientras yo daba
arcadas sin acabar de vomitar. Cuando creíamos que había terminado todo, vimos que
la gente se movía hacia el siguiente pasillo murmurando “la desinfección, la
desinfección…”.
Nos sentimos arrastrados hacia aquella una nueva fila en la que, uno por
uno, nos fueron fumigando con DDT con una prodigalidad que nos asfixiaba. Vi
que mi madre soltaba mi mano e intentaba cubrir la cabeza de mi hermanillo y
comprobé que mi hermano Antonio, con toda la madurez que ya tenía a sus cinco
años, se adelantaba a madre tratando de cubrir con su cuerpecillo la rociada
dirigida al pequeño Diego; entonces yo me aguanté las terribles arcadas que me
habían entrado y que ahora se acrecentaban con el rociado, me limpié con el
brazo dos lagrimones que se me desmandaban y avancé hasta el aparato del
fumigado del DDT pensando que, por malo que fuera aquello, peor lo tenían las
moscas del pueblo que, en lugar de morirse de sopetón como las de las casas de
los ricos donde se les echaba fly, tenían que fenecer de hambre, de miedo o de
sabe Dios qué con las patas adheridas en aquellas tiras pegajosas que colgaban
del techo de la tienda.
Cerré los ojos esperando que se terminara allí mismo todo. Estábamos
cansados de un viaje tan larguísimo. No sabíamos hacia donde iba aquella fila
en la que ahora estábamos, nos sentíamos perdidos, desesperados; mi madre
titubeaba echando ojeadas hacia atrás para comprobar que no nos separábamos y
el miedo se reflejaba en cada cara con verdadero descaro. Atravesábamos ahora
un túnel demasiado estrecho como para avanzar en grupo, y en el que, al fondo,
se veía otro andén donde teníamos que tomar el tren francés. Yo me agarraba a
la falda de mi madre para no perderme porque me escocían los ojos de la
carbonilla del tren español y del DDT francés, por lo que los llevaba
entornados, casi cerrados.
De pronto, casi a ciegas, escuché la voz de mi hermano con un tono como si,
en lugar de seguir siendo el hombre de la casa, se hubiera hecho chico otra
vez:
-¡Papa!
Me deslumbraba la luz que entraba por la boca del túnel de salida al andén,
pero, aun así, pude ver una silueta inconfundible.
-¡Que sí, que es papa! –seguía alborozándose Antonio.
La silueta avanzaba hacia nosotros en contrasentido a la marcha de aquella
masa humana integrada por los emigrantes que pugnaban por alcanzar y subir al
tren francés, agarrotados por nuevos miedos entre los que el mayor era que el
tren se fuera sin ellos.
En efecto: era nuestro padre que había viajado hasta Irún para venir a
nuestro encuentro y llevarnos a nuestra nueva casa.
Ésa fue de las pocas veces que vi llorar a madre. Se abrazó a mi padre con
desesperación. Todos nos abrazamos y así, todos a una, subimos al tren que nos
llevaría a nuestro destino fuera de España.
El tren arrancó por fin con su inconfundible desasosiego de ruidos
metálicos y silbidos de vapor. Toda la familia, ahora al completo, permanecíamos
amontonados en un pasillo, pero el equipaje había aumentado. Vi a contraluz que
padre apoyaba la espalda contra el paramento entre dos ventanillas, y de un
bolso que llevaba colgado del hombro como si fuera una capacha, pero más fino,
sacó toda clase de golosinas. Yo contemplaba las galletas, los bollos, y me
quedé boquiabierto mirando las tabletas que él abría, dejando a la vista un
chocolate de color marrón claro, tan distinto a las onzas negras y terrosas que
les repartía la Comisaría de Abastecimientos y Transportes a quienes tenían
cartilla de racionamiento, y que decían que estaban hechas con harina de
algarroba.
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EMIGRANTES. Foto tomada de Internet |
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Mi padre siguió mi mirada codiciosa. Sonrió y partió dos onzas que me
entregó y en las que mis dientes se hundieron sin dificultad alguna
descubriendo en su interior un empedrado de riquísimas almendras.
En ese mismo minuto supe que jamás olvidaría aquel momento, lleno de
chocolate con leche y almendras y bollos tiernos, que se convirtió en el mejor
regalo de mi vida.