73/2019
(Retazos al vuelo)
Campos de Baeza
soñaré contigo
cuando no te vea.
A. Machado.
Si
no hablara, podría pasar por uno de esos hombres de más que mediana edad que
pasean su solitaria galanura por el Paseo de Prado de Madrid, siempre atentos a
que no se note demasiado el peso con que los años le han lastrado los andares
de otros tiempos.
Pero habla.
Habla comiéndose las “eses”, y pronuncia
con intermitencias decanas, sin duda idénticas a las de mi imaginario caballero
(sin caballo) del Paseo del Prado; intermitencias que son como mellas con las
que el paso de los años deja su huella en el engranaje de la voz de casi todos
los viejos, estén donde estén, ya sea en el postinero y algo añejo Paseo del
Prado, ya estemos en esta Plaza de paso de Baeza, donde hoy he recalado por
casualidad como podía haber acabado en cualquier otro sitio a 50 kilómetros a
la redonda del mágico lugar donde sesteo el estío.
(Y
es que, cuando se llega a esa edad en la que ya no hay quien nos espere, pero aún
no se ha alcanzado esa otra en la que se nos aparca a la espera de turno para
el desguace, sabemos dónde amanecemos, pero no se sabe dónde buscaremos
descanso a los sudores antes de volver a las sábanas del insomnio veraniego).
Divagaciones…
Vuelvo a fijar mi atención en el que
habla comiéndose las “eses” de semejante manera que trae a mi memoria aquel
tonillo desaforado y pendenciero de los parroquianos del casino de mi Pueblo de
adopción de entonces; aquella ya tan lejana hilera de próceres provincianos,
constituidos en tribuna y tribunal supremo, siempre dictando sentencia
despiadada sobre la derechez de la costura que las medias de cristal trazaban
en las piernas casi adolescentes de las mocitas de buen ver.
A retazos me llega ahora el desaforado
discurso de la mesa del fondo sobre “las rastas de ese desarrapado que quiere
nada menos que ser ministro…”. Pero me distrae una voz infantil en la mesa
situada a mi espalda, que, desde un cuerpo bien adulto, sentencia:
—Estas “crocretas” aunque sean de bar,
son caseras; porque las de bar, si las tiras al suelo, rebotan, y esta que se
me ha caído se ha despanzurrado.
Me vuelvo un poco más hacia atrás con
disimulo.
—No se dice “crocretas”; se dice
croquetas –corrige desabrida una voz de hombre que sale de un cuerpo de
hombre—padre.
—Pues la Real Academia dice que se puede
decir de las dos maneras –rezonga una mujer—madre que sin duda debe tener
práctica veterana en lo de rezongar.
El hombre—padre, soleado como si aún los
hombres fueran a la siega, y la mujer—madre, empalidecida como si no estuviera
ya más que mediado el verano, zarandean a palabrazo limpio el vaivén de la
mirada de un zangalitrón mongólico (o trisómico si lo prefieren), dueño de esa
extraña e insuperable sabiduría con la que los mongólicos –y otros
“discapacitados” para concebir esas mezquindades propias de la listura— son
capaces de distinguir entre unas croquetas de bar y unas caseras que, por lo
que parece, también los gorriones saben apreciar, a tenor de la gula que emerge
en revuelo de bandada cernida sobre la croqueta caída.
Al frente, en la mesa en la que comenzó
esta crónica, y junto a mi vocinglero andaluz, se han ido aposentando una
hermandad de apuestos y distinguidos soliloquios: una calva brillante,
bronceada y perfectamente nutrida, que revela casa con alberca propia, (a lo
mejor, hasta piscina con minidepuradora); una abundancia de canas cuyos
desmanes han sido aplacados sin piedad con un fijador que amarillea con
autoridad de madre primeriza; y un sí/es–no/es de pelo hincado y podado como un
césped falto de abono, en cuyo tinte exangüe y pajizo pienso yo que algún color
más contundente debió haber, aunque de eso haga ya mucho tiempo.
Ayer en Baeza |
Dos deliciosos camareros, uno tan
mínimo de alzada que su cabeza se queda a la altura de la de los comensales
sentados en sus sillas, y otro tan joven como un insulto, brujulean con
verdadera eficacia, reparten atenciones campechanas y sonrisas sin censura;
pero ignoran mi presencia.
Baeza |
Me decido a llamar para pedir esa
cerveza por la que estaría dispuesta −sin intención de timar a ningún crédulo—
a ofrendar mi virginidad en este caluroso último día de Julio jaenero.
En
la mesa del fondo, el dandi se desabrocha un
botón más de la primorosa camisa de hilo, dándole suelta a unos “abuelos”
encanecidos que se afanan en cubrir inciertas ruinas epidérmicas. La
pulcra calva broncerosa se regodea bajo el tacto casual de la
palma de la mano derecha de su amo, que pone de manifiesto la ausencia de
manicuras masculinas; las canas adheridas entre sí se
mueven de un lado a otro, como un solo ser apelotonado, poniendo en serios
aprietos a su fijador negrero; y el pelo hincado se
remanga los puños impolutos de la camisa hasta donde aconseja el riesgo de
exhibir unos codos arruinados.
Realmente, esos cuatro
remedos de ancianidad contenida son como dandis del Paseo de Prado,
aunque el tono de su voz se les desmande hacia lo rural, a pesar de que hablen
todos a la vez como si ya no tuvieran nada nuevo que escucharse unos a otros y,
de que, entre parrafada y parrafada, aprieten los
labios y los tuerzan hacia un lado como si estuvieran diciéndole a la muerte
“jódete”.
El camarero joven como un insulto
atiende por fin a mi llamada con un gesto de sorpresa:
—Me pensé que estaba usted esperando.
—Es que las mujeres ya
pueden ir solas a los bares –proclama la voz infantil del mongólico
adulto a mi espalda.
—Tú a callar o te dejo sin el helado del
postre; que no dices más que disparates –reniega el hombre-padre, harto ya de
semejante castigo de hijo.
—Pero si el chiquillo… —se desalienta la
mujer-madre, renunciando a seguir con su porfía de madre eterna.
—A mí no me parecen
disparates –me atrevo a contradecir al hombre-padre, en mitad de
un paisanaje donde las mujeres debiéramos guardarnos para nosotros lo que
pensamos.
En la mesa del fondo, donde los dandis, las fichas de dominó inician un
desaforado diálogo que ya no me deja oír y escarbar ni en un retazo de lo que
se dice a mi alrededor.
Yo
suplico –seguro que la he suplicado— una caña de cerveza “helada si puede
ser” que bebo de un par de tragos y que se convierte de inmediato en un
sudor espeso.
Un municipal merodea en torno a mi coche
y anota la consumida hora de la siesta.
En Baeza. En un 31 de Julio de 2019
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