La Salina fue así. Pero ya no lo es.
El camino que baja desde La Pililla a La Salina
no es ya un camino que ahora se pueda recorrerse a pie, porque nunca podremos
devolverle al paisaje lo que ya no posee: La Salina misma.
Ni se puede recuperar el olor de los bisoños pinos
que por entonces mandó plantar nuestro padre, y que ahora, enormes bamboleos de
ajenidades, ocultan una casa que ya no es la casa ("La casa/ ya es otra casa/ el árbol ya no es aquel/ han borra’o
hasta el recuerdo/ entonces, a qué volver” -que cantaba la inolvidable
María Dolores Pradera).
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Aceituneros en La Salina |
Cualquier afán por regresar a la Salina
debe ser algo así como un interminable y mítico viaje a Itaka, la misteriosa patria
de Odiseo. Un anhelo mil veces repetido de retornar a nuestro particular hogar,
la casa de nuestra particular Odisea; la infancia nunca redimida que, cual isla
jónica, comienza a hundirse en la niebla de los años.
Ese imposible "volver a La Salina" es,
sin embargo, un hacedero viaje emocional, que podemos permitirnos, por una
razón tan simple como lo es la flor de una zarza: porque una vez existió La
Salina.
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Manuel Cabanillas, Baltasar e Isabel |
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Soco, Conchi y May en la feria de Jaén |
Ahora La Salina no existe sino en nuestros
recuerdos -que no es poco-, en los que, más que una casa, lo que existen son incontables
momentos tan abstractos como reales, a los que alargarse sin necesidad de salir
de nosotras mismas. Momentos que siguen vivos más allá de las escombros del
tiempo: Mamá balanceándose en su mecedora, con una edad que nosotras ya hemos
traspasado con creces, delante de una tele atacada por la “nieve” -aún no
habían puesto el repetidor de Mágina- mirando en familia el desembarco del
hombre en la luna justamente a la hora de rezar el rosario en familia; Isabel,
nuestra entrañable Isabel, cuya azarosa vida hasta que llegó a nuestra casa
merecería un libro propio, riendo, .siempre reía, hasta cuando simulaba llorar-
azada en ristre, mientras le abría tornas al agua de las tablillas donde
echábamos el vergel; Juani, nuestra Juani sin más aditamentos, almidonándonos
los cancanes; la alberca llena de ranas al medio día o la habitación de la
costura, llena durante las calurosas siestas de seriales radiofónicos, a los
que les ponía interferencias el irritado ulular del mochuelo de mi hermana
Conchi -al que, por cierto, el primo Miguel le dio matarile de un bobinazo de
hilo de hilvanar, sin tener el miramiento de elegir una bobina de las de
bien-coser para semejante ejecución pajaricida-; la era de piedra seca, a la
que las ignorantes moderneces le sacaron las piedras centenarias, como quien
saca muelas naturales perfectamente asentadas sin necesidad de argamasa para
ponerle una dentadura postiza; o la azotea del torreón, sirviéndonos de
dormitorio eventual en las peores noches de canícula… ¡Ah! Y ese viejo recuerdo
que solemos mencionar las hermanas cuando estamos juntas, poblado aún de la figura
de un padre muerto antes de darnos tiempo a saber lo que era un padre. Papá
leyéndonos junto a la chimenea algunos libros no precisamente adecuados para
unas chiquillas que aún no habían alcanzado la docena de años, y que todavía me
causan verdadero espanto, como aquel “El perro de los Baskerville” que casi me deja insomne por el resto de mis
días.
La Salina ya no es
la Salina. Es una casa nueva, semejante a todas las casas, sin nada que la haga
diferente, como lo era la Salina de entonces.
Volver a La Salina a
pie ya es imposible; han borrado hasta el camino.
Pero nadie podrá arrancar de nuestro recuerdo aquellos paisajes que
forman parte de la vida. Ni podrán embargarnos la memoria, como se embargan los
enseres de una casa semejante a la del poema <EL EMBARGO> de Gabriel y
Galán.
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Soco, Conchi y May |
Porque lo vivido en
la infancia y en la primera juventud, por irreal, es inembargable, (hasta que
el Alzheimer nos separe… de nuestras inexistentes cosas).
En CasaChina.
En un 23 de Febrero de 2019
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