34/2014
Foto de Juan José Pozo |
(Paisajes de un Bedmar en blanco y negro)
La Pililla era entonces como
la Tierra Prometida. El alfa y el omega de todos los sueños de verano
adolescente, el líquido derroche del agua interminable, el punto de referencia
de todas las historias.
“Alárgate a
por agua a La Pililla” –le decía el ama a su moza cuando el cántaro amenazaba
sequía, y la moza ansiaba querencia de ojos.
“Ni se
t’ocurra pasar de La Pililla” –le conjuraba la madre a su quinceañera, más
temerosa de lo que tuvieran que decir las otras madres sobre su hija que de lo
que su hija pudiera hacer si traspasaba las últimas bombillas encendidas y sin
apedrear del Pueblo.
“Párame en la
Pililla” –le decíamos a la camioneta de “Los Albanchurros” cuando, por finales de junio, nos
acarreaba la adolescencia desde el Colegio de las Carmelitas de Jaén, camino de
los desmanes del verano.
Alfonsico el Cherra, el
cabrero librepensador, que era un descreído que se pasaba la vida mentando a
Dios malamente, -y apedreando con su honda por la almendrera a los primaverales
ladrones de allozas-, cada vez que iba de mala gana a ver la entrada de La Virgen, remoloneaba
calculando con ojos expertos los dos caños de agua del pilar de La Pililla, los
comparaba con el venero de lo que todavía echaba la alberca grande del Barranquillo, y se decía para
sus adentros: “no permita Dios que tenga yo que ver la merma de lo mío”. Y
Dios, de tanto sentirse mentar por un impío, no permitió que los ojos de
Alfonsico el Cherra vieran secarse el venero del cortijo donde dicen que servía
por lo que servía, y lo dejó hasta que dio su última boqueada seguir curtiendo
sus pellejos en la alberca que ahora casi se muere de sed,.
Las cabras de Juana la Tufos eran muy
señoritas y, en lugar de triscar por trochas alejadas, se quedaban ramoneando
por el Pelotar. Luego, a eso de las cinco de la tarde, Juana las bajaba hasta
un escaso bosquecillo de ailantos que había en la carretera de arriba, a mitad
de camino entre El Barranquillo y las primeras casas del Mundo Gráfico, y
esperaba mi vuelta de la escuela de Doña Ramona para ordeñarme una de sus
cabras directamente en la boca. “Nena –decía manteniéndome bocarriba debajo de
su cabra- si es que, dende que se te
murió tu pápa, t’as queda’o mu seca”.
Después del ordeñe, Juana bajaba con sus cabras hasta el abrevadero de La
Pililla para que el agua fresca les repusiera en sus ubres lo que la largueza
de la cabrera les había mermado en mi boca, y no tuviera que pagar su largura
en correazos.
Mucho tengo yo
que agradecerle a Juana la Tufos, porque me pienso yo que aquellos ordeñes sin
hervir, de la teta a la boca, me vacunaron para siempre de las ziciones, -ésas que los entendidos
mientan como “fiebres de malta”-. Y me sanaron de ser una escolimada asquerosa.
Por las
mañanas, antes siquiera de que el mirador de “Aroma de Mágina” soñara con ponerle ventanas de palco
al Cerro Aznaitín, la
Pililla era el tendido de sombra desde el que guipar de balde los galanteos de
los primeros rayos del sol asomando por detrás de La Serrezuela, con los impudores desnudos del último
cerro de Sierra Mágina.
Por las tardes,
y con las calorinas de los quince años metidas en el cuerpo, aprendíamos
alrededor de La Pililla a jugar al “ramalico caliente”, viendo cómo el Cerro
engatusaba y se bebía los últimos rayos que, mientras acariciaban la piedra
viva, le iban poniendo peinillas de luces cenitales antes de echarse a dormir.
A esas horas,
empezaban a llegar al Pilar, desde las huertas, reatas interminables de mulos y
de borricos cargados de todo lo que el vergel diera, para vender al día
siguiente en la Plaza de Abastos de Jódar, y aún algo que apartar para la
pipirrana de la casa propia o para el ponche del llano, donde se tomaba la
fresca contra los sofocos con los que respiraba el Pueblo.
Por entonces,
en Jódar quitaron el
lavadero del Andaraje y el Pilar de la Plaza, porque les pareció que era más
bonica una fuente de taza con chorrillos volanderos, que aquella añeja ordinariez
de dos caños tan llena de siglos y de chismorreo de aguaderas. Pero en Bedmar, como éramos menos
señoritos, conservamos nuestros pilares –menos uno: el del Camino Viejo- sin
canalizarle al agua sus ansias de raudales.
Por lo que me
han contado, en Jódar, cuando se dieron cuenta de que las moderneces acaban con la historia
propia, se pasaron años buscando el despiece de su mala cabeza para poder armar
de nuevo su pilar fenecido. Creo que nunca pudieron encontrar las piedras con
aquellos senos donde aguantar los cántaros mientras se llenaban hasta el
gollete.
La Pililla,
sin embargo, ahí sigue, como entonces, para sujetarme la memoria en su sitio ahora
que empieza me flaquearme la vista.
Aunque me
pienso yo que antes no había en el Pilar peces de colores, sino ranas, ovas
y sanguijuelas…
¿O será que ya
no me acuerdo bien, y confundía los peces de colores con el espejeo del sol
bajo sus aguas…?
En “CasaChina”. En un 23 de Junio de 2014
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