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A todos los
hijos del mundo.
A todas las madres solas
NOTA SOBRE EL JUEGO DEL BINGO
El Bingo, (o la antigua “lotería”), se
juega con cartones en los que se contienen 15
números, (entre el 1 y el 90). Hay dos premios en
cada partida, el de Línea, al primero que
rellena una línea horizontal; y el de Bingo
al primero que rellena la totalidad de los 15
números. Los premios se integran por un porcentaje
sobre la cantidad recaudada de la venta de los
cartones, siendo la línea un porcentaje mínimo y el
Bingo el más importante. El premio de Bingo
acumulado se integra por la reserva de un
porcentaje de cada jugada que a veces consigue
cantidades desmesuradas, y se lo lleva quien cante
bingo antes de que se haya extraído determinado
número de bolas, (entre las 40 y las 42).
I
Le bastó una mirada para comprobar que la
primera jugada estaba cubierta por las mismas
personas que la noche anterior habían cerrado el
local al borde de las tres de la madrugada, y se
sintió reconfortada, casi como en familia. Le
gustaba el ambiente a esa primera hora, cuando aún
el cristal de las mesas se encontraba limpio de
huellas que después se iban acumulando, a lo largo
de la noche, hasta hacerse espesas y sólidas sobre
sí mismas. Por otra parte, eran los únicos momentos
en que el juego se hacía íntimo, casi místico; de
verdaderos fieles intensamente entregados a su afán
diario con toda la frescura y lozanía que el
reciente descanso les había propiciado, y todavía
sin el acoso de ese sordo temor al dinero gastado
poco a poco en esperanzas inútiles.
Compró un solo cartón para recrearse en la
tarea de señalar los números con esmero y
delicadeza, sin prisas por encontrarlos o por
distinguir si tenía o no repetidos. Mientras tanto,
se concentró en el pequeño placer del café con leche
que, como cada tarde, se ofrecía gratuitamente a los
primeros jugadores, y paladeó el pastelillo que lo
acompañaba como si en ello le fuera la felicidad de
ese día. Sabía sobradamente que aquella sensación
de sosiego se acabaría a no tardar mucho, cuando
llegaran los ruidosos bebedores de la noche, los
jugadores incontrolados y vociferantes que ponían un
punto de vulgaridad en los descansos, y quiso
aprovechar la levedad entrañable del momento.
En el panel luminoso parpadeaban los números según
iban siendo cantados y verificó que permanecía
intacta la cifra millonaria que la anterior
madrugada había quedado, una vez más, como promesa
de las venturas perseguidas en cada jornada. Ella
sabía de sobra que no podía haberse cantado el Bingo
acumulado porque fue la última en abandonar el
local; pero, a pesar de saberlo, se recreó de nuevo
en comprobar la cuantía mientras comenzaba, como
siempre, la ensoñación de proyectos para cuando le
tocara. Porque de lo que no tenía duda es de que
algún día le tocaría. Por algo iba religiosamente
cada tarde, a primera hora; y se administraba; y
alargaba como podía el dinero hasta que se anunciaba
por la megafonía lo de "esta-será-la-última-partida-de-la-noche".
Por algo cada mes calculaba y recortaba gastos hasta
el infinito para poder ser fiel a la obligatoria
tarea diaria que se había impuesto. Era físicamente
fatigosa y casi insostenible económicamente; pero
sabía que ni aún ahorrando toda la vida lo que allí
se gastaba cada tarde podría llegar a reunir la
cifra que le ofrecía del bingo acumulado para ver
cumplidos su sueños larga y penosamente acariciados.
Al principio -de eso hacía ya meses- si la tarde iba
mal y el dinero escaseaba, dejaba de jugar una o dos
manos, entre partida y partida, sintiendo el corazón
latirle, duramente en esas ocasiones, desde las
sienes hasta la boca del estómago, cuando el cartón
que le hubiera correspondido, vendido al vecino de
mesa, y estrechamente vigilado por ella, empezaba a
llenarse alarmantemente. Hasta que, una tarde, en la
que había empezado a jugar a dos cartones animada
por la inesperada abundancia de un mísero bingo
cantado la noche anterior, decidió volver a su
habitual y único cartón de siempre en el momento que
el montoncillo de monedas empezó a reducirse con
mayor rapidez de la deseada. Apenas empezaron a
cantar, comprobó con espanto la celeridad con que se
llenaba y emborronaba "su" cartón, vendido a la
mujercilla gris y enjuta que tenía a su derecha.
Cantó la mujer línea en la bola 11, lo que le causó
un violento vacío en el estómago. Y, antes de la
bola treinta, vio que el único número que quedaba
por salir para completar el cartón era el 27. Ya no
tuvo alientos nada más que para lanzar miradas
desesperadas hacia los distintos monitores
repartidos por toda la sala, en los que iban
apareciendo los números antes de ser cantados. Cinco
bolas después vio el 27 rodar sobre sí mismo, como
una peonza enloquecida, burla cruel y torturante que
le introdujo una nausea casi incontrolable en las
entrañas, mientras que su vecina chillaba
esperpéntica un bingo desgarrado y millonario.
Controló como pudo las emociones enloquecidas que la
trastornaron repentinamente y, echando mano de aquel
dominio que le habían enseñado en el rígido y
distinguido colegio de su infancia, felicitó a la
escandalosa afortunada que ahora hipaba histérica,
informando a toda la sala sobre sus miserables
proyectos; y siguió jugando mecánicamente, como por
obligación, sin emoción alguna durante aquella
nefasta tarde, con la amargura infinita y
paralizante de quien frívolamente destroza su propio
futuro.
Desde entonces, acudió a todos los trucos y
medios a su alcance antes de dejar de jugar una
partida o de cambiar el ritmo de juego iniciado.
No había terminado aún el café y, cuando tenía
la boca llena con el último bocado del pastelillo,
la sorprendió una línea completada con tres números
que salieron correlativos; así que levantó el brazo
agitando el cartón enérgicamente, y pudo comprobar
las ventajas de la escasez de jugadores cuando una
de las vendedoras la relevó de cantar el premio
haciéndolo ella con voz chillona que retumbó en toda
la sala. Eran, apenas, seis euros los que venían a
engrosar sus previsiones para aquella tarde; pero,
buenos eran. Empezaba bien.
El juego fue haciéndose monótono y, arrullada en el
tedioso canto de los números, se entretuvo en
repasar por enésima vez sus proyectos. Lo primero,
pagar la hipoteca. ¡Eso lo primero! Era su sueño
dorado, su deseo más desesperado y urgente: tener,
por fin, SU casa, donde terminar de envejecer en paz
y sin el miedo al asilo o el terror a la indigencia
callejera.
Recordaba su infancia con profunda nostalgia.
Había sido tan hermosa…, tan ajena a cualquier
escasez o problema…, tan abundante material y
afectivamente, que le parecía mentira haber salido
de ella con tan poca rentabilidad. No fueron buenos
los negocios del padre, aquel hombre jovial y
espléndido que la rodeó de infinita ternura. Y la
ruina la dejó sin padre y sin herencia. Tampoco fue
buena elección la de su hombre. Amor, sí hubo, sí;
pero reconcomido por un escaso sueldo que todo lo
enturbió; hasta que, cansado de fracasos, de
reproches propios y ajenos, y profundamente
amargado, decidió empezar una vida nueva en la que
no había sitio para ella. Y le dejó como recuerdo
del paso por su vida un hijo sin futuro, una
pensioncilla menguante y una casa hipotecada donde,
a duras penas, había podido esconder malamente sus
amarguras acosada por el miedo permanente a que un
mal encuentro con la pobreza definitiva le quitara
lo último que le quedaba por perder: su casa.
A duras penas pudo mantener la dignidad de su
apariencia y de su vestimenta mediante una actitud
lejana con el vecindario. Y, quitándose de la boca
lo más preciso, consiguió dar estudios al hijo a
quien se dedicó en cuerpo y alma desde la separación
del marido.
No supo bien cómo sucedió, pero el hijo dejó
de ser un niño de un día para otro, tan deprisa que
no le había dado tiempo ni a darse cuenta de que se
quedaba sola. Ahora hacía un año que se había
empleado, quedándose sin tiempo ni para dedicarle
algún domingo. Se fue a la capital, y ya no volvía
más que dos veces al año; pero era ley de vida,
pensó con nostalgia, recordando cómo ella misma
abandonó las visitas a su madre, empeñada como
estuvo durante tantos meses en sacar adelante su
obstinado enamoramiento.
¡El hijo! Un escalofrío hizo vacilar su mano
cuando apuntaba el 81 al pensar en su hijo. Tan
querido y tan lejano en la distancia y en la
expresión de sus sentimientos.
Cuando era apenas un niño, había sido ella
misma la que había impuesto la norma de no
"descomponer el gesto por arrebato emotivo alguno".
Era lo que le habían enseñado. Le parecía de mal
gusto exteriorizar los sentimientos hasta el extremo
de rechazar fríamente al pequeño cuando se arrojaba
a sus brazos alegremente y con violencia. Tantas
veces había frustrado las caricias espontáneas y
afeado los gritos de alegría del muchacho que,
finalmente, había conseguido educarlo en una
compostura rígida y sin fisuras. La misma que ahora
le traspasaba el alma cuando a sus brazos tendidos
el hijo respondía con un leve gesto lejano,
desabrido y frío, carente de cualquier emoción, en
las escasas veces en que se veían.
El hijo quería casarse con una chicuela
callada y distante, de pelo dorado y piel acalorada.
El hijo estaba ahorrando para casarse porque no
quería empezar su vida de matrimonio con las
estrecheces que habían vivido sus padres, ni con la
miseria en que andaba su madre por su mala cabeza.
Alguna vez el hijo le había mandado un poco de
dinero, -"para compensar", decía-. Y bien
que le venía para su plan. ¡Si él supiera…! Porque,
si le tocaba el bingo acumulado, después de pagar la
hipoteca, ‑¡eso lo primero!- todo sería para el
hijo. Para la boda del hijo. Para la casa del hijo.
Para el futuro del hijo.
¡Otra línea! Distraídamente había cantado otra
línea, esta vez de veinticuatro euros. La tarde se
mostraba generosa, e incluso podía permitirse el
lujo de comprar dos cartones durante un rato, pues,
según sus cálculos, esa tarde había llevado dinero
para jugar sin aprietos hasta la hora del cierre, y
esta línea inesperada le daba para jugar una hora el
día siguiente o para jugar ahora a dos cartones
durante una hora. Recordó, sin embargo, con terror,
lo sucedido el día de la mujeruca gris y acartonada
que "le quitó su bingo", y decidió seguir el ritmo
de un solo cartón ya que no podría mantener el juego
de dos durante el resto de la noche.
Luego, dos partidas más tarde, llegó el
bingo. ¡Ciento setenta y cinco euros! Y eran sólo
las nueve de la noche. Decididamente era su tarde.
¡Le vendrían tan bien estos dineros para reponer las
menguadas provisiones de la alacena! –pensó-. Pero
la comida no era una necesidad tan urgente; aún
faltaban cuatro meses para que viniera el hijo por
su santo y, para ella sola, bien podía pasar con el
guisito de carrillada, patatas y zanahorias que se
hacía cada tres días; y con las acelgas para la
noche; para desayunar, la manzanilla que recogía
junto al huerto del maestro, y que tan bien le
sentaba a su estragado estómago, tomada con una
rebanadita de pan finita… finita… Faltaba aceite,
sí, pero prescindiría de él; que con la pringue de
los menudillos y de la carrillada de cordero, ya era
bastante grasa para sus viejas arterias. Jabón fino
tampoco necesitaba hasta que viniera el hijo. Ella
había aprendido de su madre, en los tiempos
difíciles, a hacerlo con las sobras de aceites
requemados y con sosa, y lo de menos era el olor
siendo ella sola quien lo gastara; ¡mientras
limpiara…! Además, hacía unas semanas que se había
procurado unas cuantas pastillitas de Heno de Pravia
en el lavabo de la cafetería de la plaza, un domingo
en el que, a la salida de misa, se había premiado su
soledad con un cafetito. Eso –pensó- no era robar.
Era darse un miserable lujo. Así que sus necesidades
más perentorias estaban cubiertas y podía jugar
desahogadamente a dos cartones durante el resto de
la noche.
Ahora era más difícil perderse en
ensoñaciones. No se perdonaría que se le pasase un
número echando así a perder la dedicación de su
empeño. ¡Era tan hermoso pensar que los días de
estrecheces se acabarían antes o después...! Quizá
aquella misma tarde que tan bien estaba
presentándose.
El 35… Su número de colegio. Le gustaban
los cartones con este número que siempre le
recordaba los benditos días de la adolescencia. No
comprendía eso de la edad difícil y los problemas de
los quince años. Ella había sido tan feliz en el
colegio como no recordaba haberlo sido después,
salvo el día en que nació el hijo. Habían sido
aquéllos días dorados: la salida del pueblo y el
deslumbramiento en Madrid; años suaves, embelesados
por la música de “José-Luís-y-su-Guitarra, del Dúo
Dinámico, de Los Platers…, de los guateques y del
"pikú"... Todo tan ingenuo y entrañable, tan nuevo y
tan brillante para un alma campesina como la suya. Y
aquel chico; ¿cómo se llamaba? ¡Emilio! Eso es,
Emilio. Nunca volvió a sentir las emociones que el
solo y fortuito roce de sus manos le causaban
durante aquel verano, en la vereda del balneario;
los festivos baños en el río en mañanas radiantes e
irrepetibles. Las tardes arropadas en cálidos
ocasos; y los paseos por la carretera al anochecer,
refugio de primeras caricias al amparo de la
oscuridad, mientras que el valle se iba engalanando
con líneas sofocadas y luminosas, rastrojos
quemándose con la fresca llenando el aire de olores
inolvidables... El 49... negro número; que el mismo
día en que cumplía esa edad la dejó el marido sin
concederle siquiera el consuelo de un porqué. Pero
ya no dolía; el amor había muerto posiblemente
bastante antes. Y el terror a la soledad frente al
mundo, que le apretó las entrañas durante unos
meses, había ido cediendo cuando vio que, mal que
bien, iba sacando adelante al hijo. ¿Ella? ¡Qué
importaba ella! Bien pensado, uno es importante
mientras hay alguien que así lo crea; y ella ya no
tenía sitio en el corazón de nadie.
El 2... ¡Qué sugerente se le hacía cada
número! ¡El 2!: ése es un buen número y lo llevaba.
¡El dos! La sociedad está pensada para dos. Uno
puede salir adelante sólo; pero está pensada para
dos. Si no eres “DOS”, no tienes sitio en la mayoría
de las fiestas, ni tienes por amigos a parejas que,
si te llevan, van como cojas; ni cuentan contigo...
Siempre parece que estás de más. ¡El dos! Dice
Carmita que siendo UNO tienes mejores oportunidades
y que te llaman a muchos sitios para emparejar a
desparejados; pero yo sé lo que me digo: que si eres
UNO te llaman cuando tienen otro UNO que necesiten
parear para que les quede bien el ambiente juntando
a DOS. ¡En fin...! Siempre puede haber otro UNO
desparejado y... ¿Pero, en qué estaré pensando yo a
estas alturas…? ¡Tonterías! ¡A ver si va a resultar
que la vejez me convierte en una calentona…!
-¡BINGO!
El inesperado grito la sobresaltó, sacándola
de sus cavilaciones. ¡Vaya! Ahora que me quedaban
tres y creía que iba bien, van y cantan. No importa;
todavía son las once, y me quedan horas suficientes
para poder cantar mi bingo acumulado. Pediría un
cafetito, que tengo el estómago estragado; pero un
café es un cartón, quizá el cartón definitivo que no
puedo perderme. Lo dejaré para luego.
Cuando, a las once y cuarto, cantaron línea,
se quedó mirando a la pantalla con turbada
obstinación. Allí estaba expuesto el cartón de la
línea en el que sólo quedaban cuatro números por
tachar. ¡Y estaban en la bola veinticuatro! Así que
las probabilidades de que cantaran el acumulado eran
tan altas como intenso era el terror que la asaltó.
Si el afortunado y desconocido propietario del
cartón de la línea cantaba el bingo acumulado -“SU
acumulado”- tendrían que pasar aún muchos días antes
de que llegara a juntarse de nuevo la cifra que
ahora había, y sus proyectos se retrasarían más allá
de lo que sus disponibilidades económicas le
permitirían aguantar hasta que cobrara su pensión y
los trabajillos de cuidar a los niños de la
“vecina-enfermera-de-noche” que dormía por la
mañana. Apuntó los cuatro números que le faltaban al
anónimo intruso en el borde de su propio cartón, y
comprobó que dos de ellos los llevaba ella misma.
Por una vez en su vida deseó con todas sus fuerzas
que no salieran sus propios números, y siguió el
juego con el hilo de sus ensoñaciones bloqueado por
la tensión del desastre que se anunciaba. El
siguiente número era uno de los cuatro que le
quedaban al cantor de la línea.
¡TRES! quedan tres números nada más y vamos
por la bola veintiséis. ¡Dios mío! ¡La hipoteca! ¡Su
casa! ¡Y el hijo! Otra vez la incertidumbre y la
espera; ¡tanto sacrificio para nada!
El 5..., no es, no es tampoco éste…
La bola treinta y cuatro; el 16... éste sí.
Quedan dos; ¡Oh, Dios mío, sólo DOS! Que no salgan,
Dios mío, que no salgan... El 53...; el 90... ; el
81; -un sudor helado se le instala en la nuca y le
provoca un escalofrío-. El 87....
Falta una; una sola bola, y no cantará el
acumulado.... ¡El 1! ¡Por fin! Ha pasado la bola
cuarenta sin que salieran ni el 13 ni el 17. De
nuevo la esperanza disuelve la rigidez de su pálido
y contraído rostro y, de repente, le acometen unos
profundos deseos de abrazar al fracasado jugador.
También repentinamente siente que el hambre le
atenaza el maltratado estómago que sólo ha recibido
una manzanilla y un poco de pan desde esa mañana. Al
terminar la partida -se promete a sí misma- pedirá
una bolsa de las pequeñas de patatitas fritas como
compensación de tantísimos nervios.
* * *
II
Las partidas se sucedieron con mayor rapidez de lo
esperado, y un par de "jugadas extraordinarias" de
seis euros el cartón menguaron con saña sus fondos.
Sin embargo, no podía ya dejar de jugar dos cartones
en cada partida a riesgo de sufrir por segunda vez
-y posiblemente definitiva- la triste experiencia
de la mujeruca gris. Una sorda y recurrente
angustia comenzó a recorrerle el estómago; se
encogió apretándoselo con su brazo izquierdo
-decididamente era su parte más débil y necesitada-.
Miró con alarma sus reservas reducidas a un
montoncillo de monedas y dos billetes y sintió una
vez más el conocido desamparo propio de otras muchas
tardes en que sus desvelos parecían no tener fin.
Tres partidas más tarde se hizo evidente su
sufrimiento interno en un leve temblor de las
manos. Era el momento que Magrajo esperaba
siempre agazapado tras sus ojillos de lince, jugando
un cartón muy de vez en cuando por disimular, y
vigilando con astucia a quien se quedaba sin
dineros antes que sin ganas o sin necesidad de
jugar. Distinguía los síntomas, como conocía los
sueños y los afanes de cada jugador de aquella sala
en la que él se sacaba el miserable pan de cada día
con metódico esmero, con hábiles préstamos y con
calculados tratos oportunistas. Ya en otras
ocasiones había socorrido a la "Doña" –como
él la llamaba- de sus achicamientos dinerarios.
Cuando se acercó a la mujer, ésta pareció respirar
con reprimido alivio mientras le decía
distraídamente:
-Hoy, Magrajo, no he traído más que la
sortija que me regaló "el contrario" el día de la
boda; y… tampoco le tengo mucho aprecio.
-Y la crucecilla esa, Doña, que también vale
-le murmuró con estudiada delicadeza mientras
señalaba con su índice artrósico y renegrido la
garganta de la mujer .
-La sortija sólo, Magrazo –respondió
cortante-; que la crucecilla es regalo del primer
sueldo del hijo y ésta no me la juego.
-En ese caso, buena es la sortija en siendo de
oro. Ya sabe, Doña, que hay que distraerse;
y que yo, por ayudarle en lo del hijo, lo que sea.
Aquí tiene TREINTA –dijo con énfasis teñido de
estudiada complicidad, ofreciéndole los billetes a
la mujer por debajo de la mesa con disimulo.
-Valer, vale más de ochenta, Magrajo, y
tú lo sabes -le contesto ella sin levantar la
mirada.
-Eso será de día, Doña, y sin pago a
domicilio como aquí -respondió el hombrecillo
aparentando humildad.
-¡Bueno está, hombre de Dios; bueno está! Que
por dinero yo nunca he discutido.
-Que es usted muy Señora, Doña. ¡Por
éstas son cruces! –Y se llevó a la boca la mano
derecha con los dedos pulgar e índice cruzados
toscamente, como si fueran dos pequeñas garras
usureras y perjuras.
El hombre le entregó en dinero con discreción.
Ella se sacó la sortija del dedo sin demasiada
dificultad y la dejó encima del cristal de la mesa
sin atender al movimiento de las manos de
Magrajo.
Luego, los dos guardaron silencio.
Él se retiró de la mesa discretamente,
buscando con los ojos el cierre de otro trato con
que acabar el día.
Ella siguió jugando envuelta en la marejada de
sus recuerdos dorados y sus miedos inminentes.
Hasta que, a eso de las tres de la mañana, en
la penúltima partida de la noche, cantó, con voz
estrangulada, y con el corazón puesto en el nombre
del hijo, el bingo acumulado que tanto había
esperado y que tanta hambre había sedimentado en sus
entrañas; ¡el de los NOVENTA MIL EUROS!
* * *
III
Poco era lo que a aquellas alturas quedaba por
pagarle al Banco de la hipoteca de su entrañable
casa después de haberse pasado toda la vida
ajustando las cuotas mes a mes. Con menos de seis
mil euros, la canceló. Lo demás, para el hijo, que
vino a verla de forma inmediata, nada más conocer la
noticia de la oferta materna, sin poner esta vez por
delante a la novia ni echarle cuentas al trabajo y a
lo que iban a descontarle.
Ella lo recibió con los ojos enrojecidos, pero
no por el sueño acumulado en cada noche, como otras
veces, sino de tanta lágrima contenida y liberada
por fin durante toda la madrugada, mientras paseaba
su alegría por el escaso recinto de su casa
acariciando fervorosamente las paredes, ¡POR FIN
SUYAS! Después de tantos años de temores cada vez
que se acercaba el vencimiento de un recibo de
hipoteca siempre al límite de sus escaseces.
El hijo no podía quedarse a almorzar. –Sólo el
desayuno, madre; que esta tarde hemos pensado en ir
a ver los muebles y no quiero hacerle esperar a
Carmen- Había dicho con voz urgente. Le sirvió al
hijo café caliente del bueno, negro y aromático; de
ese que no entraba en su casa desde hacía años;
recién comprado. Mientras él se lo bebía a toda
prisa, sin pararse a tomarle el gusto a aquel lujo,
ella fue poniendo encima del mantel hasta el último
euro, sin retirar siquiera para llenar la alacena,
porque, a fin de cuentas, el hijo se iba y para ella
sola poco necesitaba ya; su tarea había terminado.
Ya no tendría ni el recibo mensual de la hipoteca ni
el gasto de los cartones de bingo de cada tarde. Su
empeño estaba cumplido.
* * *
El hijo apenas pudo terminar de beberse el
café antes de irse. Esa misma tarde tenía sus planes
hechos. Y, al día siguiente ‑dijo- lo esperaban en
casa de su novia para ayudarle a sus suegros a
solventar unos problemas bancarios y no podía
fallarles a unos viejos que confiaban en él como en
un hijo propio. Que para eso estaba la familia: para
sacarse de apuros.
* * *
Aquella maldita carta llegó antes de terminar
el año. Y con ella se le acabaron las pocas ganas
que le quedaban de seguir respirando. ¿Acaso no le
habían quitado un buen pellizco de impuestos antes
de entregarle el talón de los siete millones del
premio? ¿Acaso no se había gastado ella en dinero y
en sueño su pensión y sus ojos? ¿Qué era aquello de
la declaración de la renta? ¿Qué era lo de los
ingresos irregulares? ¿Qué tipo marginal...?
¡Y lo de la retención de la donación al
hijo...! ¡Pero si era dinero salido de su propia
sangre y ganado para el hijo...!
Recorrió ventanillas; rogó como nunca su
orgullo de “gente-bien-venida-a-menos” le había
permitido hacer; imploró en los altares en silencio
lo que no se atrevía a demandarle al hijo después de
que, al insinuarle su drama por teléfono, se
limitara a increparle agriamente gritándole antes
de colgarle “que ella sola se había buscado el lío y
que se apañara ella sola, porque ya no sabía más
que hacer tonterías".
Por mucho que pensaba y calculaba, no le
salían las cuentas. Lo que tenía que pagar engordaba
cada día. Eran aquellos chocantes impuestos, más la
multa por no declarar el bingo acumulado, más los
intereses de demora, más...
Más lo de la retención de la donación que ella
pensaba que le pertenecería pagarlo al hijo pero...
¡Más otros intereses más!
¡Más..., más...! ¡MENOS!
*
Acabó convenciéndose de que nadie, ni del
cielo ni de la tierra, le echaría una mano esa vez.
Por eso, antes de que le embargaran su casa,
sacó una hipoteca nueva, que el Director del Banco
le calculó para que le quedara algo que poder
ahorrar de su pensión cada mes; aunque fuera una
miseria. El caso era poder comprar algo rico de
comer para cuando viniera el hijo por Navidades.
*
IV
Ahora, por las noches, acostumbrada como estaba a
dormir poco con la tarea del bingo, se desvela.
Entonces, echa cuentas de todos los plazos que tiene
que pagar con la nueva hipoteca y de todos los años
que aún deberán pasar hasta que la casa esté segura.
Y se inquieta pensando que no podrá ser ella quien
acabe de pagar tantísimo recibo. Hasta en eso le va
a fallar al hijo: mira que no alcanzarle la vida
para poderle remediar el asunto…
Su última pena -piensa- será morirse dejándole
al hijo la carga de una casa con una hipoteca
superior a la que tenía cuando empezó lo del bingo…
Y todo -se reprocha en silencio- por perseguir
como una loba en celo aquel maldito bingo acumulado.
-Era para poder acercarle algo a las
necesidades del hijo ‑trata de justificarse en voz
alta que retumba en una alcoba demasiado vacía,
demasiado fría para este invierno que empieza-. Pero
debería de haberme enterarse primero de que todo.
¡Es que no podía haberle preguntado al hijo que sabe
tanto de eso, como hacen sus suegros…!
-Lo que pasa es que una es una ignorante…, una
vergüenza para el hijo que está abriéndose camino
con la carga de semejante madre encima de sus
espaldas.
-Hasta el sudor hay que compartirlo con los de
Hacienda ‑vuelve a murmurar en voz alta-. Hacienda
es una mala madre: o la alimentas con tu sangre o la
Hacienda se come tu propia casa.
¡Bingo! –grita ahogando un sollozo… ¡Bingo!
¡Un bingo en cuya faena se dejó las mejores tardes
de su vida!
¡EL BINGO!
*
El invierno se anuncia demasiado largo para poder
resistirlo en soledad hambrienta. Seguro que el hijo
no querrá venir a contemplar el estropicio.
-Tiene
razón el hijo –murmura, ahora muy bajito para no
tener que oírse a sí misma, mientras cierra los ojos
cansados en medio de la oscuridad de la noche
vacía-.
Los huesos se le hielan igual que el último
pensamiento que le alcanza antes de descolgarse
sueño abajo:
-Tiene razón el hijo –repite- Ya no sirvo para otra
cosa que no sea hacer tonterías.
Roma. Marzo 1997
MARINEDA 1/08/2007
[1] Primer Premio de Relato Corto “VILLA MARÍA". La Coruña. 24.09.1999.
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