https://latintainvisible.wordpress.com/2016/04/29/el-desafio-de-la-creacion/#more-4018
Aquí dejo un enlace en el que Rulfo, el Maestro, dice que
los escritores somos mentirosos. Y digo yo que fue la mentira la que me salvó
de ser una realidad abatida por la ordinariez que conlleva toda verdad desnuda.
La verdad es zafia, ramplona y
ostentosa como cualquier nuevo rico huérfano de discreción y de modales
contenidos.
La verdad es desfachatada como una mujer desnuda en mitad de una Iglesia.
La verdad es chocarrera como un astracán junto al puesto de carne de oveja
en un mercado de abastos.
Pero… ¿Cómo se puede imaginar
semejante abstracción cual es el prodigio de mentir aún antes de aprender a
dibujar las vocales?
Debe ser cosa de acasos y de predestinaciones.
Lo cierto es que, desde que tuve un mínimo de consciencia, tuve conciencia
de que la verdad se llamaba impudicia.
El resultado de tan falsa reflexión no podía ser otro: me eché a garabatear
mentiras sobre cualquier superficie capaz de soportar mis embustes sin el menor
pudor, cual bellaca con calcetines tobilleros.
Al principio fue la liviandad del aire la que tuvo que apechar con mis
mentiras –aún no sabía escribir-, y lo que es peor: con el silencioso dolor
verdadero con que purgaba sus consecuencias: “¡al rincón! Las niñas buenas no
mienten”.
Lo de ser una “niña mala” empezó a resultarme verdaderamente sanador, de
forma que con un “vade retro” a lo magineroso, le solté un “echate p’allá” a lo
del octavo Mandamiento de la Ley de Dios y me hice escritora, lo que –dicho sea
de paso- me dio la clave para confesarme eufemísticamente de mi pecado sin
redención ni propósito de la enmienda, y sin tener que cumplir penitencia
alguna:
-“Padre me acuso de que soy escritora…”.
-¡Anda, hija, que eso no es
pecado!
-Lo que usted diga, padre…
La salubridad de aquellas mentiras infantiles fueron cumpliendo años
despiadadamente, primero en lo efímero de pizarrín y pizarra, donde un borrado
a tiempo siempre me libraba de la tacha de falsedad de mi maestra. Luego fueron
las libretas del Colegio del Santo Cristo, aquel donde “MadreFe” me castigaba el descaro índigo que dejaba en mis labios
el lápiz mágico que mi saliva convertía en escritura indeleble de falseado
remedo de tinta; incluso, a falta de hojas suficientes para los fines de semana,
llegué a mentir con palillero, pluma de mojar y horribles faltas de ortografía sobre
los lamparones del papel de estraza en el que envolvían el salchichón en la
tiendecita de La Carrera, de nombre tan inquietantemente mentiroso cual era
Ultramarinos Carreño.
El primer “boli” fue especialmente sanguinario con mis iniciales mentiras,
vaciándose entero sobre una postal con palomitas y angelillos, en la que había
invertido los ahorros de todo un año, mientras dibujaba mi primer corazón
atravesado por una flecha. Su destinatario, un Pepe de quien no daré más
razones porque hasta su nombre es una vieja mentira, nunca llegó a saber que
una mañana de un 19 de marzo de hace tantos años que hasta sigo recordándola, escribí
para él lo que él nunca leyó por aquel despiadado emborronamiento con que me
castigó el “boli”:
Luego vinieron los cuadernos de espiral a los que se le podían arrancar
hojas sin que nadie las echara en falta, y las “holandesas” que ahora las
llaman “papel carta” en América y aquí han dejado de usarse; y el “papel de
barba”, con su marca de sello de agua, que lo mismo servía para hacer un
escrito jurídico en la ruidosa máquina de escribir de mi padre que para ponerlo
de fondo en la lata de cocer mantecados para que no se pegaran.
-“Si te sobra un pliego, papá, dámelo, que quiero hacer palomitas de papel”-le
decía arteramente instalada en mi condición de mentirosa vergonzante a un padre
tan adicto y adepto a la papiroflexia como cruel detractor de cualquier cosa
escrita por mí desde aquel día en que escribí un españolísimo y jodeño –lease galduriense-
SanAntoño.
¡Qué le vamos a hacer! Me malicio yo –siquiera
sea por no cargar con la culpa del SanAntoño-
que mi padre, tan ¡viva España! él, detestaba la añosa virgulilla de la ñ desde
que se enteró de que no era tan española como creía, y que lo mismo estaba en
el alfabeto español de toda la vida que en el extremeño, el iñupiaq, el tágalo o
el galleguiño de gaita morriñosa, anduriñas amantes y muñeira en bosque de carballos.
Quién me iba a decir a mí que sería la tal Mafalda, esa lenguaraz criatura
parida por un mentiroso aún más consolidado que una servidora, quien vendría a
confirmarme en mi profesión mentirosil y dicharachera. ¿A quién se le ocurre
poner en boca de Mafalda semejante ordinariez como la de que es preferible
machacarle los higadillos al personal a golpe de verdades que ponerse a la
tarea de escribir loquerías, hasta que
los de alrededor se parten las manos aplaudiendo, se rajan los labios
bendiciendo a la madre que nos parió y se rompen la camisa como si les entrara
un bitango de boda gitana?
Lo que yo os diga que, llegada a esta edad en color sepia que por fin me he
ganado a pulso, no voy a empezar a enfrentarme con verdades tan ordinarias como
la de que no quedan alientos para que se me parta el corazón cualquier día de
estos. Así que, desmintiendo a la muy falsa de Mafalda, yo prefiero causar admiración contando mentiras, aunque me tenga que
embadurnar en crema “BellaUrora”,
empolvarme de colorete a granel y encenagarme el lagrimal con abéñula, que
pisarle los callos a cualquier pretendiente de mentirijillas con una verdad tan
mugrienta como la de que no nos queda ya tiempo suficiente para que se nos
declaren los efectos secundarios de estas ciciones que nos acometen a los
escribidores de toda la vida.
¿Queda claro?
En “CasaChina”. En un 2 de Mayo de 2016.